Aquí estoy, Maribel, vengo a hacerte visita un año después. ¿Sorprendida?
Espero que
puedas oírme allí en el infierno en el que estés porque he venido a decirte que
no te guardo rencor. Contarte que estoy bien, feliz, diría que incluso más viva
que antes. ¡Frank! ¿Y ese quién es? Tengo una cama grande para mí y el tubo de dentífrico
siempre tiene tapón. ¡Lástima que no vieras la comedia que monté cuando llegó
la policía! Digna de un Oscar. Todo quedó cerrado como un terrible accidente.
Lo que no acabo
de entender es el interés que
demostraste en que fuera a vivir contigo cundo te llamé desde Granada. ¿Recochineo,
sentido de culpa? ¡Qué más da! La verdad es que me importa una mierda saberlo.
Haber pasado una temporada bajo el
mismo techo, durmiendo en la misma habitación como buenas hermanas, habría
resultado divertido aunque en esos momentos no estaba yo para diversiones. Pero
las cosas ocurrieron de forma tan precipitada que no tuve ocasión de explicarte.
He venido a recordar, contigo, creo que me vendrá bien enfrentarme a todo aquello. Y además te lo
debo.
Verás, cuando llamaron por teléfono desde el hospital
de Granada diciendo que Frank había sufrido un infarto, no les creí. Figúrate
que hacía unas horas apenas que había hablado con él. Con voz cansada contaba
que en Ginebra no paraba de llover y decía
que me echaba de menos y que el día de trabajo había sido agotador. Pero
eso tú ya debes de saberlo…
Cuando tuve la certeza de su muerte me sentía culpable, no podía soportar la idea de no haber percibido la muerte del hombre que amaba.
¡Qué ingenua! Después, cuando empecé a comprender, entendí que no era yo sino él… Frank, mi
amado Frank, no me había enviado ni un atisbo de energía espiritual que me
alertara de su partida.
Después de colgar el teléfono tras
la llamada del hospital, marqué el número de Frank y volví a marcarlo mil veces
durante la mañana. Confundida, preocupada y a punto de enloquecer marché a
Granada.
Habitación cincuenta y tres, la mejor del hotel,
dijo el encargado y abrió la puerta.
La maleta
que me encontré delante, la maleta de Frank,
quedaba coja a los pies de
una cama tan grande. Le odié por haber dejado al descubierto su secreto. Podía
haber elegir otro momento para morir sin destrozar la burbuja de felicidad en
la que yo vivía despreocupada.
Cuando
quise darme cuenta, el hombre se había ido cerrando la puerta a sus espaldas. Quedé
sola con mis pensamientos.
Recuerdo que la puesta de
sol inundaba la habitación de una extraña luz anaranjada, me asomé a la ventana y me asaltó el pensamiento
de que desde el quinto la caída podría ser mortal. ¿Eso te hubiera gustado,
verdad Maribel?
Una butaca en una esquina del cuarto llamó mi
atención, lo ideal para dejar correr la mente sin rumbo. Cuando eché la cabeza
hacia atrás y cerré los ojos, la calidez de la puesta de sol se desvaneció
dejando en mi mente la frialdad de la
morgue de esa misma mañana. Recordé la
tristeza en la mirada del empleado y su sonrisa sellada al abrir el cajón que dejaba al descubierto
el cuerpo de Frank.
Me dieron su cartera y su
reloj. Alguien me hablaba pero no conseguía entender. Las palabras rebotaban
por todas partes como pelotas de goma y se deformaban al llegar a mis oídos, ambuuulancia,
mujerrrr, madrumadrumadrugada... Al final la enfermera
puso entre mis manos un papel con el
nombre del hotel al que debía dirigirme.
No quería seguir dando
vueltas al asunto, abrí los ojos y me
levanté de la butaca. Me fijé entonces en
los motivos geométricos que decoraban paredes, mantas, cortinas…, no los había
visto antes, parecían formar parte de un todo indivisible, de una red de
filigrana multicolor que se enredaba sobre sí misma, fortificándose. Me sentí
incómoda porque así creía yo que era el amor entre Frank y yo.
Escupí
sobre su maleta y me fui.
Fue
entonces cuando decidí borrar de mi mente todo recuerdo de mi vida con él. Bajé
a recepción, pagué la cuenta de su estancia, habitación para dos, y una factura
de la joyería del hotel de la cual no quise ni siquiera preguntar.
Cuando
salí de aquel lugar te llamé pensando que nadie mejor que mi dulce hermana para
ayudarme a olvidar.
¿Lo
entiendes ahora, Maribel? No tenía elección. Me invitaste, vine y cuando
abriste la puerta, empujarte
por las escaleras fue demasiado tentador. Contigo viva, jamás habría conseguido
olvidar.
Antes de irme quiero
dejar este recuerdo a los pies de tu tumba. Es la pulsera que vi brillar en tu
muñeca cuando me abriste esa tarde, ¡qué curioso!, si te fijas, cada una de sus partes parece
crear una filigrana indivisible. Antes de que llegara la policía, la quité con sumo cuidado de tu muñeca, no se
fuera a romper en el traslado de tu cuerpo.