Este relato de ciencia ficción escrito para el concurso del Tintero De Oro, solo quiere aportar una pizca de humor al momento tan duro que estamos viviendo.
Estaba vivo.
Estaba vivo.
Y aunque me sentía eufórico,
disfrutaba de la sombra de los pinos y escuchaba los pájaros trinar, no dejaba
de pensar en las consecuencias que aquello podría depararme en el futuro.
Cruzaba el parque a paso ligero sin
motivo, solo cabía pensar en un reguero de cadáveres esperándome en casa
tras una ausencia tan larga.
Entré en el salón, el sofá seguía
descolorido y la tele aún colgaba de la pared. Frente a la ventana, el
ordenador y el microscopio apagados como los dejé y en la mesa los libros abiertos
seguían mostrando fotos de escolopendras encontradas hasta el momento.
Asomé la gaita sobre una de las urnas que
amueblan mi madriguera y lo que vi me impactó más que la noticia de que ya
estaba curado.
De mis niñas quedaban la mitad y las muy lerdas
habían adquirido un tamaño descomunal. Me pregunté cómo habrían sorteado el
separador y me detuve a observar con atención.
«¡Joder, esas dos parecen comunicarse a través del cristal! »
Di un salto hacia atrás, pero las pocas
fuerzas que me quedaban no evitaron que mis posaderas acabaran en el suelo.
«¡Lorenzo, tú no estás bien!, recuerda que apenas has salido
de un hospital… Dale a tus niñas los grillos que
acabas de comprar, ocúpate de las iguanas que lucen moribundas, echa un vistazo
a los escorpiones y descansa, te lo han repetido hasta aburrir a un oso
panda: mucho descanso...»
Después de ocuparme de lo urgente, que no
de lo necesario, me dirigí a trompicones a la cocina, llené un vaso de agua y
lo vacié de un trago. Estaba deshidratado, aturdido, idiotizado. Me senté,
apoyé los codos en la mesa y noté restos de migas resecas. Dejé caer la
cabeza entre las manos y tardé un minuto en quedarme dormido.
Un mes atrás, daba inicio el dichoso viaje
a tierras de Oriente.
Jornadas maravillosas en países más que
exóticos de extrañas costumbres, todo sorprendente para un pipiolo tan
ingenuo como yo. Y Daniel, ¡hacía tanto que no le veía! ¿cuánto haría de eso?,
unos tres años más o menos!
El cabroncete no había cambiado ni un
ápice, seguía siendo el mismo farolero que recordaba. Me enseñó su laboratorio
y sus avances científicos en ese asunto de bioquímica que tanto le
apasiona.
Al llegar a España y mientras comía algo
en el bar del aeropuerto, oí en las noticias que un virus desconocido había
provocado un alto número de muertos en la puta ciudad que acababa de dejar.
Di un brinco en la silla, con el tenedor
aún en el aire intenté captar algo más de lo que decían, pero por lo visto
el asunto no revestía importancia y la barby de turno ya estaba hablando de un
incendio en un piso de Madrid.
No sabía si preocuparme, pasar del tema o
cagarme en todo lo que veía, pero lo que tenía claro era que ese delicioso
pincho de tortilla no acabaría en mi estómago.
Unas mañanas más tarde, al levantarme, quise
morir. Me explotaba la cabeza, tenía ganas de echar la pota y no lograba mear.
Lo peor, sabía que eso no era un simple resfriado. El día antes, el desgraciado
de Daniel me había llamado desde el barracón de un hospital militar de ese tan
exótico país. Estaba en cuarentena.
Puse en orden lo que pude, avisé en la
oficina para que no contaran con mi valiosa presencia, llamé a mi madre y le
prometí que me pondría camiseta, dejé comida a mis niños y, cagándome patas
abajo, me presenté en el hospital.
Quod erat demonstrandum me aislaron inmediatamente.
Desperté de golpe, como si hubiera tenido
un mal sueño, y en efecto, así había sido. Con un simple vistazo a mi alrededor
recordé lo bueno y lo malo.
Fui corriendo al salón, pero al terrarium
me acerqué con la cautela necesaria.
«¡Cago en la... esas dos tarántulas están hablando de mí!, juraría
que una de ellas levanta la cabeza para mirarme mientras cuchichean. Estoy
convaleciente, lo reconozco, pero no loco, soy biólogo y experto en este tipo
de bichos y sé lo que digo. ¿Y aquella?, no me mola nada como patalea la
tapa, menos mal que la urna está más que cerrada.
No puede ser, a menos que… ¡Dios!,
todos preocupados por la mortalidad del virus en los humanos y nadie ha pensado
en las posibles consecuencias en otras especies.
¿Y a quién vas a contarle todo esto,
Lorenzo? ¡Te tomarán por visionario!, sería como decir que has visto
extraterrestres en el salón de tu casa cuando en realidad estos bichos son de
aquí, made en tu puto planeta. Quizás la doctora del hospital sería la única
que podría… »
La mujer parecía no creer ni una palabra
de lo que le estaba contando pero llegó un momento en el que colgó la bata
y me dijo ¿vienes o voy sola?
Entramos en casa, el terrarium estaba
reventado y alguien o algo, había petado el cristal de la ventana del salón.
No he vuelto a
tener noticias de nadie, el teléfono ha dejado de funcionar, Dios sabe por qué.
Me alegro de haber conseguido acabar el informe antes de que todo quede cubierto de hilos de seda y aunque mi cerebro no parece
tan ágil como de costumbre, las manos aún agarran objetos sin demasiada
dificultad.