El callejón que se abría ante mí era estrecho y sombrío. De él se había
adueñado la vegetación que colgaba de las ventanas, y el denso perfume a flores
y a tierra mojada me invitó a recorrerlo.
Un viejo portón de madera
tropical esperaba al viajero tras una curva inesperada del camino. A un lado,
en una placa de mármol desgastada se podía leer: Parroquia San Carlos.
Empujé la puerta, incrédula. La poca luz que iluminaba el interior provenía
de las velas que proyectaban extrañas sombras sobre la pared. Aspiré, y el
intenso olor a incienso despejó mis dudas, bajé el escalón y entré.
Me sorprendió la amplitud del lugar en contraste con la estrechez del camino
que lleva hasta él. Techos altos acabados en cúpulas blancas, una cruz de corte
moderno alzando solemne sus brazos contra el altar y en cada hornacina,
imágenes blancas.
A pesar de que la iglesia parecía
desierta, se oía un murmullo continuo, una letanía que provenía de una nave
lateral. Avancé sin hacer ruido por no interrumpir con mi presencia.
A la derecha, frente a una
capilla dedicada a la Virgen María, un grupo de hombres y mujeres ataviados con
indumentaria colorida oraban en coro. El misterio de la letanía quedaba
resuelto.
Me senté en un banco solitario algo separada del grupo. No había nadie
más en la iglesia y yo era la única blanca del lugar.
Me pareció que esas gentes rezaban el rosario pues sus
voces sonaban monótonas aunque llevaban cierto ritmo musical. Según pasaba el
tiempo, el tono subía y se hacía más fuerte y envolvente.
Un joven con melena trenzada, camisa de flores y
zapato deportivo empezó a caminar entre los bancos mientras movía una cruz de
bordes dorados que apretaba en la mano derecha. De pronto se detuvo, elevó los
brazos y predicó: Gracias Jesús, ven Jesús, gracias mamá María.
En medio de esa dulce paz, una mujer se puso en pie y mientras
lanzaba gritos lacerantes intentó arrancar mechones de
esa mata de rizos que poblaba su melena.
Permanecí
agarrada al banco sosteniendo la respiración, no podía creer lo que veía.
Tan de improviso como se había levantado, la mujer volvió
a sentarse y en ese preciso momento el predicador le impuso la cruz sobre la frente,
¡Ven Jesús, ven! Baja Espíritu Santo, tu sierva te necesita, dijo.
Una sensación
de paz invadió mi cuerpo y mi mente retrocedió de forma inexplicable a la
niñez.
Algunos feligreses rodearon a la
mujer mientras mantenían las palmas de las manos levantadas hacia ella, aun
así, “la poseída” no dejó de agitarse y de emitir gruñidos. Al fin, agotada y
derrotada por la presión a la que se veía sometida, se desplomó y los que
estaban a su lado la sostuvieron y acompañaron su cuerpo inerte hasta el suelo.
Con el corazón palpitante, yo no dejaba de observar la
escena y me serené al comprobar que el pecho de la mujer seguía moviéndose.
Mientras la voz del predicador llenaba la sala y marcaba
un ritmo cada vez más acelerado, una joven se agitaba bruscamente al tiempo que,
con voz profunda, profería palabras incomprensibles.
Nadie se movió y el orador siguió su camino como si
nada sucediera.
Vi como la joven se dejaba caer y una vez en el suelo rodaba
de un lado a otro chocando contra los bancos. Gritaba y coceaba a diestro y
siniestro. Los golpes contra el mobiliario resonaban en las paredes,
imprimiendo una atmósfera dantesca al lugar.
Con gran satisfacción por mi parte el predicador se le
acercó y con movimiento repentino impuso la cruz sobre la cabeza de la chica diciendo:
Libéranos Señor, libéranos de todo mal, de todo demonio. ¡Alzad los
Rosarios!, gritó mientras levantaba la cabeza, Satanás odia los rosarios
y la oración. Yo te echo, te echo en nombre de Jesús. ¡Vete Satán! Vete, Satán,
en el nombre de Jesús.
La mujer dejo de moverse, inclinó la cabeza hacia atrás y entrecerró los
ojos. El predicador pedía a Satán que dejara aquel cuerpo mientras, con la mano
libre, trazaba cruces en el aire que parecían llenarlo todo de embrujo.
El banco sobre el
que yo estaba sentada temblaba al tiempo que un gélido frío envolvía mi cuerpo, aún
así no me moví, y si hubiese intentado hacerlo, no habría podido.
La joven quedó exhausta en el suelo y el hombre, sin
dejar de rezar, se encaminó hacia el centro de la iglesia. Pidió a los hermanos
que le siguieran, tomó asiento delante de unos tambores y marcó un
ritmo festivo. Los asistentes pasaron de la oración al canto coral, aquello
sonaba como un himno de dioses. Los cuerpos se movían al compás siguiendo un
ritmo en continuo aumento.
La fiesta había comenzado.
Noté una presencia a mis espaldas y me giré, un cura
con sotana y sombrero de teja me sonreía desde el banco de atrás. La Flor
Divina, dijo y me tendió la mano, una congregación de oración haitiana
que se reúne aquí todos los jueves por la tarde. Es curioso ¿verdad? El diablo
podría aparecer en la parroquia de San Carlos y como cada jueves, si aparece,
se le expulsa a fuerza de amor y voluntad, y ni siquiera es necesaria la
presencia del sacerdote.