—Perdone,
¿podría explicarme por qué le llamaban Pepón?
—A
ciencia cierta no sé qué decirle, pero por aquí llamamos así a un
melón de tamaño considerable.
—Entiendo,
y... oiga, tanta gente en el cementerio… ¿qué le pasó?
—¡A ver como le explico! El asunto es que el pobre, de estrategia
militar, ¡poca cosa!
—¡¿Y
eso mata?!
—En
este caso sin duda ninguna. Por sus preguntas me da que es usted forastero.
—Sí
señor. Venía a Villagatos a cubrir un notición pero creo que llego
algo tarde.
—¿Quiere
que…
—¡Sería
estupendo!, y cuantos más detalles, mejor.
—Alejémonos y le cuento.
Verá,
dos tardes atrás y cuchillo carnicero en ristre, el difunto Pepón
se desgañitaba desde la cima de una tarima improvisada con cajas en
el establo de su caserío. Los numerosos asistentes a la primera
asamblea revolucionaria del pueblo atestaban el local.
El
matarife y sus secuaces llevaban meses planificando la estrategia a
seguir al haber sido nombrados por el personal Generales
de la revuelta.
…
Concluyendo,
para
obtener lo que pedimos ¡no se pagan impuestos y que les den!, remataba
el hombre cuando
entré.
Aplausos,
ovaciones y silbidos. Aquello parecía el lavadero en días de
tormenta. Y entre tanto barullo, el escote de la tabernera. Cómo
le diría... Es ella una mujer con alguna arruga de más pero sin
ninguna curva de menos. ¡Ay Señor, eso no se puede explicar con
detalles!
—No
se apure, me hago cargo…
—En
fin, que había sido elegida por Pepón para obsequiar a los
feligreses con chatos de tinto. Mala elección, la de ofrecer vino,
se entiende.
—Ya
me figuro, vino y revolución: cada vez más barro en el lavadero.
Exactamente.
Y
en
cuanto el gallinero se tranquilizó, contesté a Pepón que evadir
impuestos nos enviaría a todos a la cárcel. Y añadí que la
revuelta empezaba a parecerse peligrosamente a la de La Granja de
Orwell.
—¡No
andaba usted desencaminado, no! Qué gracia...
—Ya,
pues fíjese lo que pasó:
¡Algo
he oído sobre esa granja!, comentó
la culpable de mis sofocos, y se contoneó más de la cuenta al venir
hacia mí, ¿De
verdad piensas que el pueblo entero terminaría en la cárcel,
Daniel?
Ruborizado por
las atenciones prestadas por tal monumento de mujer contesté que, prescindiendo
de los niños, así sería, y, por
educación,
añadí “señora
Paloma”.
Señora
Paloma, señora Paloma… ¡pero si niños no hay!,
dijo ella y su sonrisa se tornó tan
traviesa… ¡Ay
Señor!
Luego
posó
un dedo sobre la punta de mi nariz y preguntó: ¿O
no llevas dos años en paro por eso, querido
maestro?
¡Qué nos encierren a todos!, gritó
y levantó la jarra de vino.
—¡Dios
santo, qué mujer!
—¡No
lo sabe usted bien! En fin que el gallinero volvió a reventar.
¡Nos
encerraremos nosotros mismos!, tronó
el carnicero desde las alturas, esa
es la grandeza de mi plan. ¡Mañana,
en el ayuntamiento! El Borrego cambiará la cerradura y
Ofelia traerá la caterva de mozuelos que tienen sus
siete hijas. Entraremos con nocturnidad y alevosía, daremos portazo
y nos declararemos ocupas.
—¡Ya
está claro lo de pepón!
—Yo
no quería decirlo,
usted me entiende… En fin, que
tal fue el
impacto de la noticia
que solo se oía el mugir de las vacas en los pastos lejanos y
Pepón,
alzó más su vozarrón, ¡ocho
meses tendrán que pasar para el desahucio!
Y
ahí las cosas empezaron a torcerse: con la nariz roja como un
pimiento morrón y desde lo alto de un montículo de heno, el
estanquero agitaba la mano: Lo
primero primero, diría yo… será averiguar si la estructura tiene
cagaderos suficientes.
La
discusión estaba servida, quién decía cinco quién seis y quién
que demasiado
cagón había en el pueblo. ¡Que
el
cañero
instale una docena de váteres! ¿Y los mandatarios del pueblo
qué opinan de
esto?
¿Esos
mojigatos?, preguntó
Pepón, si
el cenutrio del alcalde se pone burro, ¡secuestro y pa dentro! el
cura… en la iglesia. Casamientos ni uno y nada de muertes
durante las jornadas de lucha. Del médico me encargo, que debe el
cordero de Navidad. ¡Libertad, igualdad, fraternidad, que para eso
pagamos impuestos como los de ciudad!
Y
ahí ya el lodazal al completo:¡Por
la Virgen María y todos los Santos reunidos con ella a las puertas
del cielo para entender algo de todo este lío!, gritó
Martín, el abuelo centenario del pueblo,
¿hay que pagar los dichosos impuestos, o no hay que pagarlos?
Por
si fuera poco, los truenos se oían cerca, un granizo “peponero”
empezó a rebotar sobre el tejado del establo y las vacas
volvieron en tropel.
Pepón
se encendió como una llama del averno, rojo de ira daba órdenes
hasta a las reses que asustadas por el gentío no sabían adonde
ir. Perdió el equilibrio, soltó el cuchillo y cayó hacia
atrás haciendo saltar por los aires la montaña de cajas. La
herramienta punzante aún dio unas vueltas en el aire y luego cayó
tras su dueño.
No
se volvió a oír una voz y en el establo solo quedaron las vacas y
un muerto.
—¡Vaya
una historia, amigo mío! De portada. Pero oiga… ¿y la tabernera?
—¿Ve
usted a la mujer con cara de “paso a la chica” al lado del cura?
—La
veo.
—La
parienta de Pepón, y Paloma, tres filas atrás, llorando a lágrima viva. ¡Vaya, vaya! Contemple las vistas y luego al notición.