jueves, 21 de mayo de 2020

Poder es poder



—¡Por Dios señor, ahí no puede sentarse, ese sitio está reservado para  el Siñor Verme!— dijo el camarero, tras llevarse las manos a la cabeza.  

 

 Mare Nostrum era un chiringuito de madera, viejo pero con estilo, que surgía a pie de playa de un pequeño pueblo alicantino.  Las mesas de la terraza quedaban protegidas de los rayos solares gracias a una carpa recubierta con cañizo, todas excepto una, la más cómoda, separada de las demás, de cara al mar y a la sombra de una parra.

 

—¡Se’l demane per favor, senyor! Lo sé, culpa meua, no he puesto cartel  que lo indicase dijo el muchacho y juntó las manos, implorante—, ¡pero si sigue usted ahí se’ns va a caure el pél a tots!

 

—¿Don Verme? —preguntó el hombre que se levantaba sin dejar de negar con la cabeza.

 

—Sí señor, una endemoniada oruga que  llegó al pueblo hará cosa de un año, a través del espejo mágico. Según he oído, vino por orden expresa de la Reina de Corazones. Se instaló en un chalet de la colina, compró tierras por aquí, construyó por allí y en poco tiempo se hizo  amo y señor del lugar. De alguna forma, todos le debemos pleitesía.

 

Como todas las tardes, a esa hora, ya se había empezado a levantar una deliciosa brisa marina cuando los niños pararon de jugar a la pelota y se acercaron al establecimiento para observar la llegada de un ser todo verde y orondo que avanzaba hacia el local  en una silla de ruedas motorizada. Un muchacho bronceado y musculoso empujaba el artefacto al tiempo que respondía a los saludos de los presentes mientras el personaje, con ojos cerrados y fosas nasales bien abiertas, aspiraba el aire yodado del mar.

 

Llegado el momento, el joven levantó al Siñor Verme como si se tratara de alzar un cojín de plumas y lo posó, con toda suavidad, en su tumbona. Recubrió el cuerpo del susodicho con una manta roja a juego con el  sombrero que calzaba la puntiaguda cabeza de su patrón y se quedó ahí de pie, formado, como si se tratara de un miembro de la  Guardia Real Británica.

 

 

Tras acomodar sus segmentos a la nueva posición y sin mirar a nadie, la oruga se dedicó a sorber el extraño refresco que había traído el camarero, en una copa  repleta de hielo picado. Repantingada en su trono, entre sorbo y sorbo, y sin dejar de observar el arcoiris de colores cálidos que la puesta de sol había pintado en el cielo, daba largas chupadas a un narguilé que el asistente se había apresurado en dejar sobre la mesa.

 

El personaje aspiraba el humo por la boca y lo expulsaba después a través de los expiráculos que poblaban su abdomen quedando así, todo él, envuelto en una nube blanquecina que le proporcionaba un aire  aún más soberbio.

 

 Todo era quietud y tranquilidad, hasta los perros habían dejado de ladrar y los clientes del establecimiento que aún charlaban, lo hacían en voz tan baja que aquello parecía un velatorio.

 

Mientras el camarero sugería al desconocido que no mirara directamente al Siñore, si no quería que el musculitos se lo explicara de forma más convincente , el estallido de un disparo cercano quebró la tranquilidad reinante.

 

Tras saltar el muro del paseo, dos hombres irrumpieron en la playa levantando una gran polvareda de arena que el aire se ocupó de arrastrar hasta el chiringuito.

 

 El más barrigón de los dos hombres rondaría los cuarenta y apretaba una pistola humeante en la mano derecha, el otro que parecía bastante más joven aunque ya tenía pelo en el pecho se abalanzó sobre el contrincante y tras endiñarle un diestro en el estómago lo tiró al suelo.

 

—¡Cabronazo, me las vas a pagar! gritaba el gordito.

 

—¡filthy fucking pig! —gritaba también el otro, golpeando allí donde llegaban los puños.

 

Un coche policial apareció de repente y paró justo al lado del establecimiento. Los agentes activaron la sirena y salieron del vehículo.

 

Los guardias se quedaron observando la escena durante unos segundos hasta que uno de ellos, tras hablar por la radio del vehículo, miró hacia el chiringuito y corrió, presto, a acallar la alarma.

 

Rápidos, los agentes se cuadraron ante el Siñor Verme, cuyas facciones no se inmutaron ni por un momento. Tras deshacerse en excusas, los hombres corrieron hacia la playa sin dejar de echar ojeadas rápidas a la figura oronda que emitía humo rojo por los orificios laterales de su cuerpo.

 

¡Policía, deténganse! —gritó uno de los agentes mientras el compañero inmovilizaba al joven que no paraba de golpear el flanco derecho del contrincante.

El mayor de los maleantes a malas penas lograba levantarse, tenía un ojo morado y no paraba de escupir arena.

 

Una vez esposados los dos elementos y recuperada la pistola del suelo, los guardias abandonaron la zona no sin antes presentar saludo militar a la venerable oruga.

 

Cuando el coche policial desapareció tras una curva y los niños volvieron a jugar en silencio, el camarero apareció en la terraza con otra copa de ese misterioso líquido azul.

 Don Verme dejó escapar un largo suspiro y se centró en el disfrute de un cielo que en ese momento se había tornado de rojo intenso con leves matices  morados.