Antes de abrir la puerta comprobé que no me quedara otra cosa que hacer en el cuarto
de baño.
Me había duchado y, pese a estar en una casa de campo con
piscina, en un mes de agosto tórrido como el que más, me había secado el pelo con secador.
Llamaron a la puerta, respiré un minuto más y abrí.
Draco frenó su correr con ojos fuera de las órbitas.
—Lo siento —dije
mientras observaba a mi cuñado Juan atravesar el pasillo con sábanas en la
mano— tendrás que buscarte un escondite menos solicitado.
La pequeña Lorena apareció de la nada esgrimiendo un hacha
de plástico. Draco brincó hacia la ducha, yo corrí la cortina y cerré.
—Está ocupado —dije a mi hermano Pedro que acudía con cara
de preocupación— deberías ir al baño de fuera…
La mesa de la cocina, tomada de asalto por un rebaño de niños en
bañador parecía un campo de batalla. En el centro, una torre de bollos goteaba
una mezcla densa de cacao. El mantel
presentaba una media docena de senderos serpenteantes de color marrón que se
entrecruzaban formando un labirinto
pegajoso.
—¡Qué bien! —gritó mi cuñada María, al verme llegar— Échales
un ojo mientras yo limpio el colchón, a
Pablito se le han escapado unas gotas…
Me di la vuelta y volví al baño.
—Draco, ¿estás ahí? ¡Déjame un hueco! Tranquilo que septiembre
está a la vuelta de la esquina y con él,
tu sofá y mis vacaciones de oficina.