miércoles, 22 de enero de 2020

Rebelión al vino tinto





                                                                             
                  Perdone, ¿podría explicarme por qué le llamaban Pepón?

A ciencia cierta no sé qué decirle, pero por aquí llamamos así a un melón de tamaño considerable.

Entiendo, y... oiga, tanta gente en el cementerio… ¿qué le pasó?

¡A ver como le explico! El asunto es que el pobre, de estrategia militar, ¡poca cosa!

¡¿Y eso mata?!

En este caso sin duda ninguna. Por sus preguntas me da que es usted forastero.

Sí señor. Venía a Villagatos a cubrir un notición pero creo que llego algo tarde.

¿Quiere que…

¡Sería estupendo!, y cuantos más detalles, mejor.

—Alejémonos y le cuento.
Verá, dos tardes atrás y cuchillo carnicero en ristre, el difunto Pepón se desgañitaba desde la cima de una tarima improvisada con cajas en el establo de su caserío. Los numerosos asistentes a la primera asamblea revolucionaria del pueblo atestaban el local.
El matarife y sus secuaces llevaban meses planificando la estrategia a seguir al haber sido nombrados por el personal Generales de la revuelta.

Concluyendo, para obtener lo que pedimos ¡no se pagan impuestos y que les den!, remataba el hombre cuando entré.
Aplausos, ovaciones y silbidos. Aquello parecía el lavadero en días de tormenta. Y entre tanto barullo, el escote de la tabernera. Cómo le diría... Es ella una mujer con alguna arruga de más pero sin ninguna curva de menos. ¡Ay Señor, eso no se puede explicar con detalles!

No se apure, me hago cargo…

En fin, que había sido elegida por Pepón para obsequiar a los feligreses con chatos de tinto. Mala elección, la de ofrecer vino, se entiende.

Ya me figuro, vino y revolución: cada vez más barro en el lavadero.

 Exactamente. Y en cuanto el gallinero se tranquilizó, contesté a Pepón que evadir impuestos nos enviaría a todos a la cárcel. Y añadí que la revuelta empezaba a parecerse peligrosamente a la de La Granja de Orwell.

¡No andaba usted desencaminado, no! Qué gracia...

Ya, pues fíjese lo que pasó:
¡Algo he oído sobre esa granja!, comentó la culpable de mis sofocos, y se contoneó más de la cuenta al venir hacia mí, ¿De verdad piensas que el pueblo entero terminaría en la cárcel, Daniel?
Ruborizado por las atenciones prestadas por tal monumento de mujer contesté que, prescindiendo de los niños, así sería, y, por educación, añadí “señora Paloma”.
Señora Paloma, señora Paloma… ¡pero si niños no hay!, dijo ella y su sonrisa se tornó tan traviesa… ¡Ay Señor! Luego posó un dedo sobre la punta de mi nariz y preguntó: ¿O no llevas dos años en paro por eso, querido maestro? ¡Qué nos encierren a todos!, gritó y levantó la jarra de vino.

¡Dios santo, qué mujer!

¡No lo sabe usted bien! En fin que el gallinero volvió a reventar.

¡Nos encerraremos nosotros mismos!, tronó el carnicero desde las alturas, esa es la grandeza de mi plan. ¡Mañana, en el ayuntamiento! El Borrego cambiará la cerradura  y  Ofelia traerá   la caterva de mozuelos que tienen sus siete hijas. Entraremos con nocturnidad y alevosía, daremos portazo y nos declararemos ocupas.

¡Ya está claro lo de pepón!

Yo no quería decirlo, usted me entiende… En fin, que tal fue el impacto de la noticia que solo se oía  el mugir de las vacas en los pastos lejanos y Pepón, alzó más su vozarrón,  ¡ocho meses tendrán que pasar para el desahucio! 

Y ahí las cosas empezaron a torcerse: con la nariz roja como un pimiento morrón y desde lo alto de un montículo de heno, el estanquero agitaba la mano: Lo primero primero, diría yo… será averiguar si la estructura tiene cagaderos suficientes.
 La discusión estaba servida, quién decía cinco quién seis y quién que demasiado cagón había en el pueblo. ¡Que el cañero  instale una docena de váteres! ¿Y los mandatarios del pueblo qué opinan de esto?
¿Esos mojigatos?, preguntó Pepón, si el cenutrio del alcalde se pone burro, ¡secuestro y pa dentro! el cura… en la iglesia. Casamientos ni uno y nada de muertes durante las jornadas de lucha. Del médico me encargo, que debe el cordero de Navidad. ¡Libertad, igualdad, fraternidad, que para eso pagamos impuestos como los de ciudad!

Y ahí ya el lodazal al completo:¡Por la Virgen María y todos los Santos reunidos con ella a las puertas del cielo para entender algo de todo este lío!, gritó Martín, el abuelo centenario del pueblo, ¿hay que pagar los dichosos impuestos, o no hay que pagarlos?
Por si fuera poco, los truenos se oían cerca, un granizo “peponero” empezó a rebotar sobre el tejado del establo y  las vacas volvieron en tropel.

   Pepón se encendió como una llama del averno, rojo de ira daba órdenes hasta a las reses que asustadas por el gentío no sabían adonde ir. Perdió el equilibrio, soltó el cuchillo y cayó hacia atrás haciendo saltar por los aires la montaña de cajas. La herramienta punzante aún dio unas vueltas en el aire y luego cayó tras su dueño.
No se volvió a oír una voz y en el establo solo quedaron las vacas y un muerto.


¡Vaya una historia, amigo mío! De portada. Pero oiga… ¿y la tabernera?

¿Ve usted a la mujer con cara de “paso a la chica” al lado del cura?

La veo.

La parienta de Pepón, y Paloma, tres filas atrás, llorando a lágrima viva. ¡Vaya, vaya! Contemple las vistas y luego al notición.