martes, 25 de febrero de 2020

"Miarma"


La tierra se tragó mi pueblo el catorce de julio de 1938 y si tengo que ser sincera, la guerra empezó, para mí, en ese preciso momento. Y es que, aunque ya no era una niña, vivía inmersa en las nubes y con la cabeza llena de mariposas de colores.

 

 María, sentada con la elegancia de una estrella de cine en la única silla de la sala, pasea la mirada sobre el grupo de jóvenes que llena la tribuna. La mujer deja de juguetear con la punta de su trenza canosa, levanta la cabeza y como si leyera un texto escrito en el aire, cuenta, con voz pausada:  

 

 Recuerdo que caminaba junto a un grupo de mujeres en busca de las trincheras republicanas. Avanzábamos rezando cada una lo que sabía, que era bien poco.

  ¡Pero qué demonios…!, oímos gritar, ¡os van a matar!

  Las habíamos encontrado.

  ¡No me lo puedo creer!, repetía el soldado que tras salir de su escondite nos arrastraba al hoyo.

 Se trataba del teniente de aquella división.

  Entonces, la mayor de nosotras preguntó si la tarea para la cual habían requisado nuestros machos, el día anterior, había terminado.

 El joven tenía una extraña forma de hablar, se mordía la lengua al pronunciar las palabras, ¡qué se hunda Sevilla enterita si he entendido, aunque sea solo una coma!, dijo y empezó a hacer espavientos con los brazos.

 

Los ojos de María brillan como los de una niña y no puede evitar esbozar una sonrisa.

 

Como ninguna de las otras se decidía, hablé yo que, en aquellos tiempos, como decía padre, era muy echada “pa lante”: señor, dije, ayer bombardearon nuestro pueblo. Fuimos avisados con poco tiempo y abandonamos Torás con los enseres que pudimos cargar en los machos. Tomamos el camino de los Macianes que conduce a Canales por detrás del frente republicano y al llegar al altiplano un grupo de soldados nos paró. El que llevaba una gorra en forma de plato sacó un papel que rezaba: Por la autoridad que me confiere la República y por necesidad del ejército, confisco estas caballerías.

 

 La verdad les digo que nos dejaron un caballo por no ser apto para los montes. El pobre Rodolfo. Murió de viejo, años después, entre los brazos de padre.

En ese momento sopesamos hatillos, colchones, mantas y cacharros de cocina que yacían esparcidos por el suelo y miramos al animal. Mucho había que dejar atrás si queríamos seguir camino.

Pusimos entonces rumbo a los Corrales del Mas de Asensio para llevar allí nuestras cosas en varios viajes y en los establos nos encontramos con gente del pueblo que había corrido nuestra misma suerte. A la mañana siguiente las mujeres fuimos en busca de nuestras bestias.

 

 

 ¡Ahora lo entiendo, alma mía, fue la respuesta del teniente, ¡decís machos a los caballos de tiro! Verás, por lo que cuentas, el que os paró fue un comisario de nuestro ejército y un pobre teniente sevillano como yo poco puede hacer al respecto, además, los machos, como tú los llamas, son vitales para nosotros.  Lo siento de veras, miarma, nada puedo hacer por ti.

 

 En el camino de vuelta las explosiones no daban tregua y, sobrevolando la Muela aparecían formaciones de aviones que descargaban bombas sobre las trincheras.

 María cierra los ojos y junta sus manos huesudas.

 No sabría decir si en esos momentos me afligía más la posibilidad de que mi Tono no volviera del frente o la certeza de que el fruto de los cuatro años de servir en Barcelona, mi preciado ajuar, se iba a ir al traste. 

Todas mis posesiones viajaban en aquellos dichosos hatillos. ¡Jesús!... recuerdo que los escondí por los alrededores de los Corrales sin esperanza de volver a encontrarlos. Creo que no he vuelto a derramar tantas lágrimas como en esos momentos.

 Pero lo peor vino después, cuando divisamos el campanario de Canales al atardecer de esa misma jornada. Y es que, viviendo en el pueblo, una se había enfrentado poco a la realidad de la guerra y más yo que, según madre, soñaba castillos en el aire con ojos abiertos.

 Un hervidero de caballos de tiro entraba y salía por la parte trasera de la ciudad. Recuerdo esos gemidos helarme la sangre. Os aseguro que se me encogió el poco alma que me quedaba cuando entendí lo que ocurría. Los animales salían de vacío en dirección a las trincheras para volver a la ciudad cargados de muchachos como mi Tono a los que las bombas habían amputado brazos o piernas. Poco más que niños que llamaban a gritos a sus madres.

 ¡Qué os voy a contar! En ese momento todas mis mariposas emprendieron el vuelo y abrí los ojos a la realidad. Me olvidé de sábanas bordadas, de colchas, mantas, manteles y dejé de construir castillos en el aire. Y os puedo asegurar que desde el final de la guerra no ha pasado una sola noche en la que, al acostarme al lado de mi Tono, no me haya preguntado si la novia de aquel teniente sevillano que me salvó la vida, habrá corrido la misma suerte que tuve yo.