miércoles, 27 de diciembre de 2017

Una Navidad con olor a jabón





Jorge, vestido con su mono azul, avanza a grandes zancadas por la calle y sortea los corrillos de compañeros que se paran a charlar tras la jornada de trabajo.
El autobús es un lujo que pocos pueden permitirse en estos tiempos pero a él no le importa porque sus piernas son fuertes.
Se para en una esquina y con las manos en los bolsillos espera paciente. Por fin El Cansino, a caballo de su Ossita 50 con horquilla Radexi, pasa delante de él a toda velocidad y desaparece calle abajo fingiendo no haberle notado. Jorge le sigue con la mirada y después reanuda el camino.
Al llegar a la tienda de electrodomésticos Martínez e hijos, se detiene a observar la decoración navideña del escaparate. Con la derecha palpa el bulto que lleva en el bolsillo mientras cierra los ojos y frunce el ceño, es consciente de que si da ese paso no habrá vuelta atrás pero sabe que tiene que hacerlo. Sacude la cabeza y entra con decisión.

—¡La última cuota! —dice estampando un fajo de billetes sobre el mostrador—. La lavadora ya es mía.

—¡Ay, el amorrr! —exclama un hombretón que sale de la parte de atrás del establecimiento con los pulgares enganchados en los tirantes — ¡Estaba convencido de que, al final, cambiarías de idea! ¿Qué pasa con la moto de tus sueños?

—No hay moto, ya está decidido.

—¡Qué chaval! —dice el hombre negando repetidas veces— No te apures, mañana mismo Marieta tendrá la lavadora en casa, pero recuerda lo que te va a decir este viejo: el amor es tan efímero como la Navidad, enseguida se pasa.

—Las cosas no son iguales para todos.

—Bueno, ya me lo contarás dentro de unos años. ¡Que sepas que sois los primeros en el barrio en tener una máquina como esta!


Esa noche Marieta decide acostarse temprano. En el aire la melodía del Colacao y en la butaca, Jorge que espera el inicio de Ustedes son formidables en la emisora de radio.
Al quedarse solo, el hombre no lo piensa dos veces, apaga el equipo y sigue a su mujer a la habitación.

—He tenido mucho trabajo hoy, y la niña no ha parado de llorar—dice Marieta en el momento en que Jorge se acerca a ella bajo el calor de la manta— esta noche no estoy para nada.

—Y yo que venía buscando locura y desenfreno, ¿tendría que conformarme con acariciar las partes más inocentes de tu cuerpo?

—¡Calla, loco! cómo se te ocurre decir esas cosas… ¿qué pensaran los vecinos?

—¡Pero si no nos oye nadie! —contesta Jorge abriendo los ojos más de lo normal.

—¡Por si acaso!—contesta Marieta con un hilo de voz.

Jorge hubiera querido replicar pero nota que la respiración de Marieta ha cambiado, ahora es profunda y pausada. Se levanta, va al cuarto de baño y mientras observa los dedos de sus pies toma la decisión de poner la cabeza debajo del grifo, después de todo es Navidad.


A la mañana siguiente Jorge entra en la cocina cuando todavía no ha amanecido, lleva la bata puesta pero aun así tirita de frío. Marieta está vestida y remueve el contenido de un cazo en el fuego, al baño maría.

—Buenos días gatita, ¿has descansado? —pregunta Jorge mientras se acerca a ella. Luego le susurra algo al oído y desliza los brazos sobre sus muslos.

—¡Eres incorregible! —susurra Marieta intentando esconder una sonrisa.

—¡Vaya un olorcito! —dice Jorge tapándose la nariz— eso no será la comida ¿verdad?

—No, tonto, no. ¡Es para las grietas! una parte de manteca, un cuarto de aceite de ricino y otro tanto de cera de abeja —Marieta retira el cazo y apaga el hornillo—. Ya está, ahora solo tiene que enfriarse.

Jorge decide no dejar escapar la ocasión:
—¡Ya sabes que con lo que gano podríamos vivir!

—¡Ya sabes que no pienso dejarlo! —contesta Marieta alzando la voz— ¡Ya hemos hablado largo y tendido de eso!

El hombre suspira y baja la cabeza.


Esa tarde, al salir de la fábrica, las zancadas de Jorge abarcan diez centímetros más de lo habitual, no se detiene en la esquina ni tampoco en la tienda de electrodomésticos, lo único que quiere es llegar a casa para ver la cara de felicidad de Marieta. Pero, contra todo pronóstico, la encuentra rodeada por un grupo de vecinas y llorando.
Al verle entrar, la mujer corre a echarse en sus brazos sollozando palabras ininteligibles. Jorge no se atreve a preguntar, espera lo peor.
De repente un ruido desconocido llama su atención, parece el sonido de la bomba de un pozo. Marieta le suelta y sostiene su cabeza entre las manos, le dice un cuánto te quiero mi amor, y le da un beso en la punta de la nariz, luego se dirige con él a la cocina. El séquito de mujeres los sigue en procesión.
Un cajón blanco desagua en la pila por medio de un tubo de plástico y en su parte delantera, a través de una ventanilla redonda como la de un barco, Jorge distingue la ropa de las clientas de Marieta dar vueltas sin parar.


Unos años más tarde las Navidades transcurrirán de forma diferente. Jorge tendrá alguna cana y Marieta alguna arruga incipiente. En esa ocasión será un juez el que comente que se han adelantado y que son los primeros del barrio. La pareja ha obtenido por fin la sentencia de divorcio.
La de esa Navidad será una historia que contarán a los nietos todos los veinticinco de diciembre. Ese día se reconocerán un año más viejos y mientras los niños sonreirán al escuchar sus palabras, sus manos se cogerán de forma furtiva, veladas por el mantel de la mesa.


Pero de momento, dejemos que los dos tortolitos disfruten de esos días de ensueño en los que todo es del color del cielo, en los que los pájaros cantan y en los que los jóvenes cuerpos vibran de amor y deseo.