lunes, 10 de diciembre de 2018

Chocolate, por favor...





Le pedí que se dejara de milongas y que me lo contara de una vez …
—Imagínate—me dijo tras apagar el cigarrillo— Londres. Una mañana fría y lluviosa  de abril. Es viernes Santo y en el sótano de un edificio situado en el centro de la ciudad, un grupo de jubilados, sucios y agotados, se desgañita para hacerse entender por encima del ruido de una taladradora de alta resistencia, que no para de perforar. Los diálogos, algo parecido a esto:
 —¿Cuánto llevamos ya? —pregunta Brian que se aparta cojeando después de ceder el taladro al compañero — ¡Ya deberíamos de haberla atravesado!
—Nos pusimos a eso de las seis, ayer. Son las siete de la mañana… ¡trece horas y tres botellas  de meaos!
—¡Oye, no jodas! —grita Billy el pescado haciendo señas con la mano—, ¡y da gracias a que las he traído para no joderos con mi incontinencia!
Esta última frase es un grito en el silencio porque el taladro ha dejado de perforar y una luz roja avisa de que hay problemas.
—¿Qué coño pasa ahora? —pregunta Brian.
—¡Tranquilo!, estoy en ello —contesta Terence y saca el émbolo del agujero para introducir en él una linterna —¡Mierda! Parece que hemos taladrado los cincuenta centímetros de hormigón para toparnos con una chapa de metal.
—¡Me cago en sus muertos! Hemos dado con una pared de las cajas fuertes—contesta Brian—. ¡Estamos jodidos! No traemos herramientas para eso.
—¡Cómo que no traemos herramientas! —grita Carl— ¿Hemos estado planeando el robo durante cuatro años y luego nos dejamos los destornilladores?
—No necesitamos  destornilladores y ¡deja de dar la brasa que no estoy para bromas!
—¿Queréis decir que no vamos a poder abrir las cajas?—protesta Daniel mientras simula dar  cabezazos contra el muro.
—No sin la herramienta adecuada.
—¡Y de dónde la vamos a sacar?
—¡De una ferretería! —contesta Brian y se acaricia la calva— cuando abran las tiendas compramos lo necesario y esta tarde volvemos a entrar.
—¿Te has vuelto loco? —pregunta Terence y deja de masajearse las piernas—, ¡nunca se ha visto cosa igual!
—¡Nadie ha tenido huevos para  dar este golpe antes de ahora! Y de todos modos no tenemos otra opción. Además, la suerte está de nuestro lado, éstos idiotas se toman la Pascua en serio y hasta el lunes no van a volver.

Así me figuro el robo al Hitton Garden, y para contarte el resto he decidido seguir los pasos de Brian que  presenta una personalidad más compleja e interesante que los demás integrantes del grupo. Verás porqué lo digo. El hombre sube al autobús, llega a casa y saca una tarta de la nevera. Enciende y apaga una vela  que se encuentra incrustada en su centro, la vela tiene forma de número, un “setentaycinco con mecha”. Se come un trozo, se chupa los dedos  y se acuesta vestido. A las cuatro de la tarde, después de realizar el mismo recorrido en bus, pero en dirección contraria, se reúne con los compinches que le esperan en la parada.
El grupo se dirige calle abajo, los hombres se mantienen en silencio y caminan con las manos en los bolsillos. Carl lleva la bolsa con las herramientas necesarias colgada del hombro. Un tipo que se encuentra al volante  de una furgoneta aparcada en las inmediaciones, saluda con un movimiento de cabeza mientras los hombres entran en el portal. Suben a la segunda planta y bloquean el ascensor, bajan por su hueco hasta el sótano, sede de la caja acorazada de joyeros de la ciudad, y, tras volver  a poner en marcha el elevador, se ponen a la tarea.
El ruido es espantoso pero comparado con el que habían hecho la noche anterior, no supone un problema. Se sustituyen unos a otros en la máquina, sudan, maldicen, devoran emparedados de pasta de cacahuete y beben chocolate de un termo que ha preparado Daniel.
A las seis de la mañana del domingo, el grupo de jubilados sale de allí con un alijo valorado en 18 millones de euros en bolsas de basura con ruedas.

Podría funcionar aunque falte la chica, dije cuando terminó de relatar, pero me esperaba otra cosa, ya sabes, por el título…
—Lo sé, pero es el alma de la historia, la energía vital que no entiende de edad, de profesión ni de colores de  piel.  Aún me quedan  retoques que hacer para cuadrarlo en el guion, pero  ese título, ¡por mis muertos que no lo va a cambiar nadie!

lunes, 3 de diciembre de 2018

Amor fraterno






—¡Mira! Aquí hay unas cuantas —grita Daniel y menea el trasero como el perro delante del hueso.

Raquel esconde el móvil entre la ropa sucia del cesto y niega con la cabeza, luego se acerca  al hermano que permanece inmóvil, a cuatro patas y con la cabeza metida en una esquina del sótano.

—¿Las ves? —pregunta Daniel indicando una baldosa del suelo. Saca un recorte de revista del bolsillo y se pone a leer: “Son bolitas pequeñas,  como manchas marrones viscosas de tamaño diminuto…

—¡Muy bien! El hallazgo de excreciones de cucaracha merece premio. ¿Y ahora qué? —pregunta Raquel resoplando. 

Daniel se sienta, se quita el casco y apaga la linterna adherida en la parte superior.

—Hemos superado la fase uno, con éxito —dice asintiendo con ojos cerrados—, ¡están aquí y quieren guerra!

—¡Eso ya lo sabíamos, Daniel! Te dije que  emperrarse en demostrarlo científicamente iba a ser una pérdida de tiempo.

—¡En la guerra las cosas se hacen bien y en este caso la estrategia tiene sus fases.

—¿Podemos pasar de una vez a la a la fase dos? —grita Raquel.

—Esa fase implica el inicio de la batalla. ¿Seguro que estás preparada?

—¡Pues claro, idiota! Si no, no estaría  aquí —contesta la hermana y se gira haciendo volar la melena rojiza—. ¡La cruz de tener hermanos pequeños…!

—El deseo de mamá fue que se acabaran las cucarachas del sótano, y lo pidió, bien alto, al apagar las velas —replica Daniel apartando el flequillo que le tapaba los ojos—. Ahora, si no quieres ayudarme... como papá no puede bajar del cielo… ¡tendré que hacerlo yo solo!

Raquel llena los pulmones de aire y reprime un suspiro.

—¡No te pongas así, hermanito! Estoy aquí, ¿no? aunque siga opinando que para demostrar amor a mamá podríamos haber buscado otra cosa. ¡Pero venga, acabemos de una vez!

—¿Acabar? ¡Si estamos empezando! —protesta Daniel y mira a su hermana con ojos grandes—. Está bien, sigamos. La fase dos es la de las bombas químicas.

—¿¡Te has vuelto loco o qué te pasa!?

—¡Tranqui! —corta el chico—, no son peligrosas. Paco, el hermano mayor de Jaimito, me las ha comprado y me ha explicado cómo usarlas. Lo importante es hacerlo ahora que mamá no está y Martina no se ha enterado aún del asunto, las mujeres no entienden de estas cosas y  podrían asustarse.

Raquel encoge el cuello y levanta los hombros.

—¡Tú todavía no eres una mujer! —añade Daniel al ver que la hermana ha abierto  las manos y la boca a la vez, pero no dice ni una sola palabra—, todavía ves las cosas bastante claras…

El chico sale a toda prisa al jardín murmurando a media voz que Raquel ya no es la misma y que se  parece a la mandona de Martina cada vez más.

Y mientras Daniel coloca las bombas de humo contra la pared del  sótano,  su hermana abre puertas y cajones en el interior del local, jurando que será la última vez que hace caso a ese mocoso y que no va a dejarse chantajear con el asunto del papá.


Llegados a ese punto solo queda esperar el resultado.

 Raquel parece preocupada de haber respirado esos vapores nocivos y se queja de las posibles consecuencias. Decide subir a su cuarto tras hacer jurar a Daniel que se va a estar quietecito hasta la llegada de mamá.




—La fase dos no ha funcionado del todo —susurra Daniel desde la puerta del  cuarto de Raquel, unas horas más tarde—, la hierba se ha puesto amarilla y los rosales están chamuscados pero en el sótano las cucarachas siguen bailando hip hop como si nada.

—¡Daniel! Raquel no está ahí —dice la hermana mayor saliendo en ese momento del cuarto de baño con la cara descompuesta—, es más, estoy asustada porque Raquel me  ha contado todo y, mientras lo hacía, no dejaba de toser y de retorcerse de angustia. Creo que con los experimentos que acabas de hacer, nuestra hermana se ha transformado en una cucaracha.

—No puede ser…

—Volví al aseo para ver cómo se encontraba y en su lugar había uno de esos bichos ¡enorme!  que al verme se escabulló  escaleras abajo. Me pareció que la cucaracha gritaba “¡socorrooo!” con la misma  voz de Raquel. La seguí pero acabo de perderla de vista al llegar al sótano.

—¡Santo Dios! —grita Daniel y se lleva las manos a la boca— ¡acabo de poner en marcha la fase tres, las bolitas de veneno!

Y sale corriendo al piso de abajo.

En ese momento la madre entra en casa, Daniel frena y pone una de sus mejores sonrisas.

—¿Qué tal, madre?

Bien, cariño —comenta la mujer, y al darse la vuelta sus ojos se llenan de terror—  Mantened esa puerta cerrada, ¡por todos los Santos!

Daniel mira a Martina, se le acerca, abre un solo lado de la boca y pregunta:

—¡¿Cómo vamos a explicarle lo de Raquel?!

—Ya se me ocurrirá algo, mientras tanto mira en internet, a ver qué podemos hacer para recuperar a nuestra hermana.

—¡Esto es una locura! En las instrucciones no ponía nada de posibles efectos secundarios —murmura el chico mientras sube a su cuarto.



Inmerso en la búsqueda, Daniel oye unos golpes espantosos provenir desde abajo. Se le tensan los músculos y su cara pierde color. De repente se ha acordado de las bolitas de veneno y además, ahora, esos porrazos…

—¡Raquelll! —grita y  se precipita por las escaleras.

La visión de su madre en el sótano, escoba en mano, golpeando a diestro y siniestro, con los ojos cerrados y gritando como una posesa, le empuja a buscar la barandilla para no caer desmayado.
En el momento en el que el chico se lanza a confesar lo ocurrido, Raquel sale de detrás de la lavadora, con la ropa sucia, la cara manchada y una sonrisa que a Daniel  parece significar “pese a todo sigo viva”.
El chico se sienta en un escalón. Sigue temblando y por unos segundos esconde la cara entre sus manos. Cuando vuelve a mirar a su madre, su expresión ha cambiado.

—Yo lo dejaría, mamá, ¡mientras se queden aquí abajo…! Y, como tú dices siempre, “uno nunca sabe lo que le depara la vida”, además, esos bichos  tendrán padres y hermanos que se preocupan por ellos, ¡no crees?

lunes, 22 de octubre de 2018

Por si suenan las campanas...




—Señoras y señores, queridos oyentes, son las once, las diez en las islas Canarias —dice el locutor, toma aire y sigue.

Ese día, el programa se realizaba desde Muchopán, pueblo en el cual unos insólitos acontecimientos habían terminado por dividir en dos frentes a la población, y llegaba el momento de afrontar el tema.

—Señor Marín, el Bola, presidente de la peña Los Tercios ¿podría exponernos brevemente los hechos?

—¡Sí señor! —contesta y repiquetea con los dedos sobre el estómago— Nuestras mujeres han perdido la cabeza.

La señora Ramírez, Marrusquia, presidenta de la peña Con un par de tacones, aparta a su paisano y se acerca al altavoz.

—¡Nuestros hombres nos quieren robar!

El Bola chasca la lengua y sonríe al presentador.

—¡Convendrá que eso es injusto, don Carlos! Los hombres proponemos un reparto del premio porque el boleto ganador se compró con fondos familiares.

—¡Trae acá! —grita la Marrusquia adueñándose del micrófono y alzando la voz por encima de los vítores del público— Ten la decencia de contar las cosas como son: en el pueblo existía solo la peña de los Tercios, nada que ver con la de Flandes aunque ahí tampoco podían entrar más que hombres. ¡Eso es inadmisible en el siglo XXI, don Carlos! así que peleamos y los zopencos del ayuntamiento nos cedieron un local porque los hombres se empecinaban en mantener sus normas.

—¡Pues ya estábamos en paz!

—¡Era el antiguo lavadero público! sin paredes ni ventanas ni puertas… —contesta la mujer mirando al contrincante con ojos entornados.

—¡Y bien fresquitas que estabais!

El presentador mira al guardia de seguridad y luego observa a una señora que levanta la mano desde el fondo de la sala.

—¿¡De dónde íbamos a sacar dinero para reformarlo!? —gritan desde el público.

—¡Pues de la lotería! —continúa Marrusquia— Y tuvimos suerte. Todo el mundo era feliz hasta que llegó el momento de la verdad. Nadie sabía qué había puesto cada cuala  y el premio no se podía repartir por mucho berrinche que cogieran los hombres.

—¡Cuenta, cuenta lo que hicisteis con la pasta…! —increpa el Bola.

—Restaurar el lavadero…

—¡Y poner un yacusi en el pilón, una sauna en el secadero y una sala de masajes para perder molla de la retaguardia!

—¡Nosotras lo merecemos! —gritan desde el público— Y vosotros ¿acaso no disfrutáis de una tele gigante y del canal para el futbol, pagado con dinerito de las familias?

—¡No compares, mujer, lo nuestro es pasión! —contesta el Bola—¿Y qué me dices del pueblo? ¿Os dais cuenta de cómo ha cambiado?

—¿A qué te refieres? ¿A qué los jóvenes han vuelto de la ciudad? ¡pues mira qué bien! —conviene una mujer sentada en primera fila.

—Y los veraneantes se han establecido en los chaletes todo el año y ¡no cabemos en la taberna, por Dios! —contesta un hombre tomando la palabra— Además, la venta de camas individuales se ha disparado porque unos y otras ya no se hablan. ¡Creo que las de Con un par de tacones se están pasando de altas!

La Marrusquia se levanta y mantiene los puños cerrados.

—Interrumpimos el debate —dice el entrevistador a toda prisa— para ceder la palabra a alguien del público que parece deseoso de intervenir. Señora…

—¡A lo hecho, pecho! —grita la mujer levantando un dedo acusador—Hemos ganado la revancha con lo del lavadero y está bien. Pero ahora ha llegado el momento de mirar hacia el futuro, y lo dice alguien que de eso le queda poco.

La mujer avanza muy recta en su silla de ruedas, sin mirar a nadie a la cara.

—¡A ver qué le parece, don Carlos!— dice después de dejar un fardo de tela anudada sobre la mesa.

—¡Vaya! —dice el locutor— una hogaza como las de antaño, y ¡qué perfume a tiempos pasados! Señora, acabo de volver a la infancia…

—Eso era lo quería oír, porque aquí se está perdiendo la cordura. Con el dinero sobrante se podría abrir la vieja tahona de mi Anselmo que en paz descanse. Se daría trabajo a los parados y buen pan a la gente de bien. Y, por si suenan las campanas, aprovecho la oportunidad para darnos a conocer en la comarca—y acercándose al micro grita— ¡con un par de tercios, el pan de la abuela, en su horno de Muchopán!

Tras unos segundos de titubeo El Bola y La Marrusquia se dan la mano, el locutor da paso a la publicidad y en la sala se contagian los aplausos.

miércoles, 3 de octubre de 2018

La fiesta de Lina






—A ver si nos entendemos, ¡no se trata de tetas sí y culo no!



                Es el cumpleaños de Lina, amiga mía desde la infancia y madre de Silvia.
Besos y abrazos  en la entrada y un ejército de gente en el salón.
 Silvia y Susana suben por la escalera a la segunda planta del chalet y las sigo con la mirada, añorando tiempos pasados. Aguzo la vista y ¡coño! bajo esas faldas tan cortas, el tanga ni siquiera se ve. Solo  dos culos. Los culos prietos  de dos quinceañeras despreocupadas.
Toso, Silvia baja la cabeza y le hago  señas de que se pegue la falda por detrás, ella frunce el  entrecejo pero me hace caso.

—¿Sabéis lo de Leo? —pregunta Marisa, madre de Susana.
—¿Qué le ha pasado?
—Se ha separado de la extranjera.
Le sigue un momento de silencio en el que todos parecen asumir la noticia.


Sé que las niñas bajarán y me preguntarán: ¿Clara, no eras tú la que iba diciendo que si se les pone dura al ver un escote,  el problema lo tienen ellos?
 Necesito un cigarrillo pero aquí no me dejan fumar. Me apaño con un sorbo de cerveza.

—Eso no es todo —dice José, marido de Marisa— lo peor es lo del niño.
—¿Se lo va a quedar él? —pregunta Juan Carlos.


¡Con la que está cayendo en piso de arriba y aquí todos con el novelón de Leo! Y si a las niñas les digo que ha habido mujeres que  han dado la vida para que ellas tengan la libertad de la que gozan…  Hummm, no sé.  Verás, Clara, contestaría yo en el lugar de cualquiera de ellas, me importa un bledo lo que hayan hecho las demás, nadie me ha  pedido opinión antes de hacerlo. Te quiero mucho y lo sabes,  pero ni tú ni ningún fantasma del pasado va a decirme como he de vivir.


— ¡Qué vaaaa! Leo no quiere saber nada del niño.
—¡¿Qué me dices?!
—Lo que oyes. Un momentín solo, que acabo de preparar los canapés y os lo cuento todo.


Subo, un tanto asqueada por el cariz que va tomando la reunión.
Sobre la cama, Silvia y Susana están charlando. Todo es rosa, a juego de los zapatos de tacón que Silvia  estrena hoy.
Me ven, callan, y cruzan los brazos en el pecho.

 Chicas, digo sentándome entre ellas, la pregunta no es ¡qué tipo de maquinilla usas para depilarte el sobaco! la pregunta es ¿por qué he de hacerlo  yo por él cuando él no lo hace por mí?
Inclinan los cuerpos detrás de mi espalda y se miran.
—Nosotras nos depilamos con cera.
—¿A vuestra edad?
—¡Qué pasa!, nos lleva mi madre —medio grita Susana—. Y, Sí, ahí fue donde nos enteramos de lo de Leo, si es eso lo que has venido a preguntar. ¿Cómo sabías que la esteticista había sido su novia?
—¡Pero  qué me estás contando! ¡He venido para hablar de culos, y no de chorradas!
—Pues no lo parece, has hablado de sobacos y una cosa lleva a la otra.
—A ver, chicas, a lo que he venido, ¿qué es para vosotras la libertad de la mujer?
—Ahh, ¡Era eso…!  Pues la libertad no es ni más ni menos que hacer lo que nos salga del chichi.
—¡Pues no! Sabed que ni el más libre de los hombres puede hacer lo que quiera. Además lo del chichi no me gusta en absoluto.
—Del coño, ¿mejor?
—Digamos que es menos vulgar y algo más serio.
—¡Pero  podremos vestirnos como nos dé la gana, digo yo!
 —Siempre que os respetéis a vosotras mismas. A ver si nos aclaramos ¡la libertad  no consiste en mostrar el culo al mundo entero!  se trata de  enseñarlo a quién quieras, cuando quieras y porque  quieres hacerlo. ¿Lo pilláis o qué?
Sonríen y estiran los brazos.

Bajo. Bastante contenta con el resultado.
De salmón no queda ni un  canapé. Pero el  de guacamole con gambas ya es mío.
Lo que más me cabrea es no haber logrado librarme del cotilleo… pero la fiesta de Lina es la fiesta de Lina:

                Resulta que Leo no es el padre del chico. ¡Qué sí, que son como dos gotas de agua!, pero no, ¡que no es oro todo lo que reluce! ¿Que si ha costado un montón aclarar lo ocurrido? ¡Qué sí!, que ha costado pero que todos los nudos llegan al peine…  ¿Que si hay  pruebas de eso? ¡Cómo no va a haberlas!, que si los  genes, que si los análisis, que si la extranjera deseaba un bebé como agua de mayo y que si el niño no venía ni buscando con lupa… ¡que si el abuelo falda veía…! Y para postre lo de la esteticién.

¿Qué pasa con ella?
Que ha visto cositas…
¡No me lo creo!

 Pues ya puedes, querido… ¡qué sí! que la tía vive justo delante de Leo y que había sido su prometida y  ¡que si  al hierro el orín a la envidia es el ruin! ¿Y el traje? ¿Qué me dices del traje de bodas que había apalabrado, muy mono por cierto?  Pues quedó tan dolida que metió toda la zarpa, hasta el cuello.

 ¿Qué me dices?

 ¡Qué es cierto, que sacó fotos  de extranjis en la casa de enfrente! Qué sííí, y va y  se las enseña  al ingenuo de Leo… una noche en el pub… estando ella medio borracha. ¿Que qué dijo el muchacho? Figúrate… ¡caer del guindo y acabar en un zarzal repleto de espinas!

 ¿Y no dijo nada?

 ¡Y qué iba a decir!  se puso blanco como la leche y duro como la mojama, y el muy animal  fue a por una escopeta, ¡figúrate… su propio padre!

¡Hizo bien, yo habría hecho lo mismo!
¡Ya ha saltado el machito ofendido!
¡¿Te parece normal que tu padre se tire a tu esposa?!
Vaaale, pero ¡¿con una escopeta?!
Tranquilos… que no pasó nada, menos mal que entre cuatro  le pararon a tiempo pero...

Que no, ¡que no puedo más y encima descubro que es sin alcohol la cerveza! Lo siento pero aquí se acaba la fiesta de Lina.

O salgo a fumar o reviento.

miércoles, 27 de junio de 2018

El último viaje









Cinco de la mañana. Aeropuerto de Valencia.
—Tranquila mamá, verás que todo irá bien — susurra mi hijo y me aprieta las manos.
El avión despega y no consigo pensar.


Diez treinta. Estación de Milán.
Gente corriendo. Arranca el tren para Génova. Miro por la ventanilla y mantengo la mente en blanco.


Doce treinta. Génova.
Palmeras y olor a salitre, recuerdos de infancia.


La una. El hospital y las batas blancas.
Cruzo el pasillo que lleva al centro paliativo y me dicen que su habitación es la tercera.
Apenas puedo reconocerla. La cara es tan delgada que solo veo orejas. Está sentada, con las manos en el regazo y la mirada fija en el suelo. Cuando oye el abrir de la puerta, levanta la cabeza y su expresión me estremece.
Entro y su sonrisa hace chispear esos ojos grandes que me miran sin ver.

—¿Sei tu? (eres tú)
Sí, mamma, sono quí. ( estoy aquí)
La abrazo y le doy un beso en la cabeza. Su pelo sigue oliendo a fruta tropical.
Mi hanno detto che posso rimanere la notte. Cosí stiamo assieme… (Me han dicho que puedo quedarme por las noches, estaremos juntas.)
¿fino alla fine? (hasta el final)
Sí mamma —y se me hace un nudo en la garganta.

La habitación es grande y soleada. Da a una amplia terraza llena de flores que recorre toda la planta. Aquello fue un centro para tuberculosos, transformado ahora en el último hogar para los que no tienen esperanza.
—¿Qué quieres qué hagamos, mamá?
—Salir a la terraza y hacer crucigramas. Coge un cigarrillo, aquí dejan fumar.
Suspiro pero no tengo valor para negarme.
Fuera el aire huele a primavera, a flores y a mar. Nos sentamos a la sombra y leo una definición del crucigrama.
Mientras ella piensa, enciendo el cigarrillo y se lo paso, mirando hacia todos lados.
—Creo que se refieren a la batalla de Stalingrado —dice— ¿de cuántas letras es?
— Acertado, como siempre. ¡Y dame el cigarrillo no vaya a venir el doctor!
—Él fuma, se lo he notado en el aliento. Además ¿qué podría decirme? ¿Qué fumar mata?

Es de noche y los dolores se agravan. Los enfermeros aumentan la dosis de morfina.

Esta mañana el crucigrama nos está costando más.
El vecino de la habitación derecha es un chico de veinticinco años. Su madre sale a la terraza a llorar.

Hoy es el tercer día de mi viaje y mi madre me llama de usted.

El cuarto día ha llegado, mamá no quiere comer. Solo pide Coca Cola fría.
Conozco a la novia del chico de al lado. La tristeza llega a límites inconcebibles. Ya no sé ni por quien estoy llorando.
De tanto verme, los médicos y los voluntarios ya me conocen, y por las noches salen conmigo a la terraza. Charlamos, y tengo la sensación de que ellos necesitan más terapia que yo.

Ha llegado el séptimo día. Mi madre está afuera disfrutando del fresco. Quisiera pensar que se siente feliz por tenerme a su lado. A la hija que vive lejos y que ha visto tan poco en los últimos tiempos. Pero no sé si lo piensa. No comenta nada.
En la habitación de la izquierda hay una mujer enferma de Parkinson. Se pasa las noches llamando a mamá.

Desde el último cigarrillo, mi madre se ha tumbado en la cama y no quiere levantarse. Dice cosas sin sentido. A veces habla en español y pregunta si los gatos han comido.
Ahora puedo atenderla. Antes no se dejaba. Me decía que no era una inválida y que podía mear sola.
Le mojo los labios, le refresco la cara y la cambio. Le leo relatos pero no sé si me escucha. Intento salir a la terraza cuando no hay nadie.

El décimo día. Mi madre no habla y no se mueve. La voluntaria del momento, una chica delgada con aire tristón, me asegura que ella sabe que estoy a su lado, aunque no lo parezca.
Le contesto que no estoy muy segura de eso. La oímos toser y corremos. Mi madre se incorpora y pone la cabeza en mi pecho. La voluntaria sonríe entre lágrimas. Yo me muero por dentro.

Undécimo día.
—Tu madre está en coma —dice la doctora que sale conmigo a fumar —te queda lo peor.
Me cuenta que su madre la abandonó cuando ella tenía solo dos meses. Por lo visto, la mujer no quería una niña, deseaba un varón.
Me encuentro fatal, pero me doy cuenta de que hay gente que está peor.
Ceno un emparedado. Me cuesta trabajo tragar, pero la voluntaria delgadita con aire tristón amenaza con no marcharse y quiero estar a solas con mi madre.
Me siento en una butaca al lado de la cama.
No pienso acostarme, cuando duermo caigo en letargo. Recuerdo que cuando mi hijo era pequeño y estaba malito, yo pasaba las noches en una silla para tomarle la temperatura cada tres horas.
Se me llenan los ojos de lágrimas. ¡Puta vida! Nos pasamos el tiempo sufriendo por los hijos para que luego los hijos sufran por nosotros. Me pregunto si está la mano de Dios en esta idea macabra y prefiero pensar que no hay un Dios.
Me quedo traspuesta y me despierto de golpe, demasiado silencio.
Mi madre ha dejado de respirar. Así, sin avisar.
Yo creía… yo quería…
Se me cierra la boca y suspiro. Aquí acaba mi viaje y me sorprende pensar que en este momento empieza el suyo. Quizás sea más duro que el mío...

—Tranquila mamá, verás que todo irá bien — susurro y aprieto sus manos.

sábado, 24 de marzo de 2018

El Pelailla





Llenó la cafetera y la puso sobre el hornillo. Mientras esperaba, fue al salón y tomó un álbum de fotos de la estantería que dejó en la mesa al lado de una carta cerrada.
La cafetera ronroneó y Esperanza fue a apagar el fuego, llenó una taza de café y observó como la espuma recubría el líquido negro. Después se sentó y volvió a mirar el sobre, al lado del álbum. El remite era de la Fundación Bioandina en la Sierra de Pailemán en la Patagonia Argentina.

Sonrió y abrió despacio el álbum de fotos de su único hijo.

«¿Cuánto tiempo hace que no hablamos Raffaele? Siempre pensé que yo tenía razón en todo, ya sabes, tardo en darme cuenta que no hay que confundir sensibilidad con blandurrosquería. Sin embargo, ahora tengo miedo de leer esta carta y encontrar algo que no acabe de gustarme.»

Abrió el sobre y desplegó con mano temblorosa el papel:

Querida mamá,
Puede que no abras esta carta y que no la leas,
que la haya escrito en vano... pero no importa, lo
hago igualmente porque no puedo seguir así, te
echo mucho de menos.
Sé que estás enfadada pero ahora puedo
explicarte y demostrarte lo que significaba para
mí este viaje. Anoche me acordé de aquel día en
el que te conté lo del cóndor…


Levantó la vista, y con brillo en los ojos movió rápido las hojas del álbum. En la cabecera una etiqueta, "Raffaelle a los ocho".

«Han pasado quince años y vaya si me acuerdo. Desde la ventana te veo llegar con los hombros hacia atrás como si no tuvieras miedo a enfrentarte a la vida, es el peso de la mochila lo que te obliga a caminar de esa manera
Abro la puerta y me dices que no quieres que te llamen Pelailla nunca más y yo te explico que una pelailla es una almendra recubierta de caramelo, algo serio envuelto en una capa dulce.»

Levantó la cabeza y fijó la mirada en la baldosa que tenía delante.
Ahí me estoy viendo intentando hacerte cómplice de mi blandurriez disfrazada de sensibilidad, dijo con una sonrisa en los labios.

«—No te esfuerces, mamá, ¡odio ese nombre! Quiero que a partir de ahora me llamen el Cóndor— contestaste y entraste en casa con la barbilla levantada.
Pregunté si de verdad creías parecerte a esas aves.
—¡Pues claro que sí! —dijiste mirándome con esos ojos grandes— y no las llames aves porque no son ni gallinas ni pollos, son los reyes de los Andes.
Fuimos a la cocina y te sentaste. Tus pies no llegaban al suelo y tus piernas se movían adelante y atrás como las de un muñeco al que no se le acaba la cuerda.

Mientras preparaba el bocadillo hice la parodia de un cóndor que vuela en círculos y se lanza sobre el plato, tú cruzaste los brazos sobre el pecho y tus ojos se hicieron pequeños. Después, aseguraste que no estabas para bromas.
Te dije que si querías merecer ese mote, tenías que hacer algo grande y pensaste en apuntarte al concurso de poesía del colegio.»

El móvil empezó a vibrar y Esperanza vio el nombre de Merche en la pantalla. Lo dejó sonar y sacó el azúcar, luego volvió a fijar la vista en la baldosa.

«Te aconsejo que firmes con el pseudónimo de “Cóndor” y enseguida preguntas qué significa “pseudónimo”. Mientras te lo explico ya no te estas quieto, no tienes tiempo para más, y acabar el bocadillo te cuesta. Te digo que si quieres parecerte a los reyes del cielo deberías raparte la cabeza y tú echas el cuello hacia atrás y empiezas a bailar con el trasero en la silla.
—¡Eso sí que no, todos dirán que tengo piojos!
¡Y se te ocurre preguntar si el cóndor tiene piojos! »

Entre risas sopló sobre la superficie del café.

«Quieres acabar la merienda lo antes posible y ofreces la mitad del bocadillo a Dino afirmando que el animal tiene las patas flacuchas. ¡Pobre Dino! »

Desplazó la mirada hacia el techo durante unos segundos, luego pasó las páginas del álbum hasta encontrar la foto de un perro de patas largas y aspecto desarrapado. Sonrió.

«Vas corriendo al despacho y mientras esperas a que se ilumine el monitor, repiqueteas con los dedos sobre la mesa como hacía papá y al fin tecleas: Como escribir la mejor poesía del mundo. »

Decidió tomar el café sin azúcar y cerró los ojos para dar el primer sorbo.
Mientras bebía, con el pulgar hacía rodar dos alianzas que convivían en el dedo anular. Las miró con detenimiento y las besó. Acabó la bebida de un trago y buscó entre las fotos del álbum una en la que posaran los tres, ella, Gino y Raffaele, en esos días tan felices de su vida. Al limpiarse una lágrima que corría por la mejilla reparó en la carta abierta sobre la mesa y volvió a cogerla.

«Le estoy viendo, mi pequeño gana el concurso pero esa tarde llega a casa enfadado porque todos siguen llamándole Pelailla.»

… y de cómo empezó mi afición por esas aves.
¡Si supieras cuanto me alegro de haberte hecho caso!
Mira adonde he llegado: aquí, en la reserva,
acaban de nombrarme especialista del equipo.
Y pensar que todo empezó con un pseudónimo!
Gracias mamá.
Te manda un beso muy grande,

el Condor que se comió la Pelailla


Inspiró, y lo hizo de forma tan profunda que parecía no fuera a hacerlo nunca más.
Cogió el móvil y pulsó sobre el aviso de llamada perdida.
—Hola, Merche.
—¡Esperanza, me alegro de oírte! Te llamaba porque estamos todas aquí, en mi casa y vamos a sacar los billetes. He pensado que a lo mejor habías cambiado de idea…
—Por eso te llamo yo también, he decidido ir con vosotras a París, si estoy a tiempo.
—¿En serio? ¡Claro que sí! ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión tan de repente?
—Un café, caliente y amargo.