El Grajo conoce a la Juani





EL GRAJO CONOCE A LA JUANI




     Grajo conoce a Juani en medio de
 una trama más negra que el humero. Él, un detective cuya alarma es un bigote de conejo entre el marco y la puerta; ella, la dueña rumbosa y tremenda de un bar castizo que huele a canela. Ellos: Tortillas, Gato, Bolas, Leo Lanzador y el club de la calceta, unidos por el destino y la supervivencia en el Madrid de los años ochenta. Tarántulas y dragones que guardan oscuros secretos. Un asesinato, persecuciones, bajos instintos, ternura y desbarajustes varios harán que no puedas dejar de leer y de reír. Después de conocerlos, será imposible que dejes de quererlos. Súmate al efecto Grajo.





               Dedicatoria
A mi hijo para que recuerde que no
 solo de motores vive el hombre.







                                             Capítulo 1



 El triste final del libro de derecho


Madrid, enero de 1981 


            ¿Fanfarrón a mí? ¡Pero qué se habrá creído! grita el detective al asomarse a la ventana para observar cómo se aleja la joven del abrigo verde.

¿Qué es eso?, se pregunta al notar que un papel desconocido se le ha pegado a la suela del zapato. Se agacha y en el mismo  momento en que lo recoge, una bala impacta en el único libro de Derecho de la estantería.

—¡Me cago en todos sus muertos! ¿Pero qué leches ha sucedido? —pregunta Grajo, se levanta sobrecogido y, con los ojos puestos en el libro perforado comenta —¡Por lo menos ahora tendré un motivo para tirarlo!

Un segundo disparo hace que se lance al suelo y se proteja la cabeza con las manos. Repta sobre los codos mirando la ventana hecha añicos y abre la puerta. Sin pensárselo dos veces se levanta y sale a toda prisa.

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—¡El bigote! —grita mientras va escaleras abajo y vuelve atrás sin pensarlo dos veces.

Deja un bigote de conejo atrapado entre la puerta y el marco, y, al hacerlo, se da cuenta de que ya le quedan pocos, tendré  que conseguir más,  dice y reanuda su camino.
 Duda un momento, pero al final elige la salida trasera y no vuelve a parar hasta sentirse en lugar seguro.

—Tengo que tranquilizarme —murmura mientras permanece apoyado contra el muro de un descampado— ¡Pero qué demonios ha sucedido…!

 Se palpa brazos y piernas por instinto y en el bolsillo del pantalón nota el papel que le ha salvado la vida. Lo saca, lo lee y sonríe.  Se da cuenta de que  aclarar  ideas será el resultado de tomar  un buen café.



Media hora antes.

 ¡Son casi las nueve, aún me duele la cabeza y tengo la boca empastada!, piensa el detective mientras sube los escalones de dos en dos, ¡la acidez de estómago me va a matar un día de estos!

Al lado de la puerta, una joven le espera golpeando el suelo con el pie. Permanece apoyada en la escuálida pared de su despacho  y está envuelta en un abrigo verde que le queda demasiado ancho. A su lado, en  una placa borrosa,  se puede leer: Detectives El Grajo.

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—¡Ya puedes entrar, nena! —dice Grajo abriendo la puerta sin detenerse siquiera a mirar a la mujer.

   La muchacha duda entre quedarse ahí o introducirse en ese infierno y arruga la nariz, el olor a tabaco rancio que sale en oleadas le da ganas de vomitar.

   —¿Pasas o piensas sujetar el muro hasta que te mueras? —pregunta el detective mientras deja caer el sombrero sobre una pajarera vacía.

La muchacha se decide a entrar al ver que el detective ha abierto la ventana.

 —¿Y esa jaula? —pregunta.

—Está vacía —contesta el detective y deja salir de sus pulmones más aire del que parecía haber— ¿Tienes dinero, monada?

—¡Claro, nunca salgo sin dinero!, por lo que pueda pasar —contesta la mujer tras unos segundos de titubeo—. ¿Está siempre vacía?

—Cuando me la regalaron había un grajo dentro. Lo solté para que se ganara la vida por sí mismo —contesta el detective y se deja caer en una silla— No me importa saber si llevas dinero encima, lo que quiero saber es si dispones de guita para pagar mis servicios.

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—¡Claro que tengo! ¿Por quién me tomas?

De acuerdo, piensa el detective y entonces se para a examinar de arriba a abajo a la mujer que tiene delante y no parece  importarle demasiado que eso pueda incomodarla.

 Más joven que Raquel, seguro. Unos treinta tacos diría yo. Más curvas pero menos glamur y en cuanto a lo demás Raquel le da mil vueltas. Ese pelo embarullado, ese abrigo pulgoso y ese bolso… ¡¿Es que a nadie se le ha ocurrido pegarle fuego a ese bolso?!  

    Mientras tanto, la mujer despeja una silla y para ello acumula carpetas en el suelo. Al fin consigue sentarse.

   —¡Tú dirás!, querida —dice Grajo al verla situada, y con movimientos estudiados coloca sus manos huesudas detrás de la cabeza.

   —Quisiera  que vigilaras a mi marido —dice ella con un hilo d voz.

Desde la calle llegan voces de una trifulca, Grajo aparta los archivadores que le entorpecen el paso y se asoma a la ventana. Cuando considera que la joven  ha esperado lo justo, vuelve a la silla luciendo una sonrisa burlona.

  —¿Te engaña con una nena de infarto? Es eso, ¿verdad?

—¡Totalmente equivocado!, el asunto que me trae es que mi Pepe va a cometer un asesinato.

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—¡Vaya, vaya! ¿Y por qué no se lo cuentas a la policía?

—Considero  más apropiado venir a verte.

—¿Y qué crees qué  haría yo mejor que la policía?

—¡Evitar el asesinato, está muy claro! —dice la joven y observa sus uñas recién pintadas.

Grajo levanta las cejas y chasquea la lengua.

—No oso imaginar cómo has podido descubrir el pastel…  

—Simplemente  he oído a mi Pepe hablar por teléfono.

—¡Ya! —contesta Grajo mientras hace girar un lápiz entre los dedos —. La verdad, nena, no sé si creerte, me parece que solo quieres llamar la atención...¡Dime al menos el motivo del asesinato y quién se supone que va a ser el  pollo que van a estrangular!

 —El motivo ni lo sé ni me importa, ¡pero espera! quizás… ¿por ser un gran fanfarrón?

—Bueno, ¡si es por eso, nadie va a echarle de menos!

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—Yo desde luego que no, pero...¿tienes familia?

—¡¿Qué si tengo familia?! Qué quieres decir…

—¡A lo mejor tus parientes te echarán en falta cuando estés criando malvas! Aunque solo sea porque no quede nadie para sacar al perro.

—Pero… ¿Quién te has creído que soy para dirigirte a mí con esas palabras? —pregunta Grajo y parte el lápiz en dos. 

   —Mira, déjalo…—la mujer le sostiene la mirada y se abrocha el abrigo. Se dirige a la ventana y deja caer entre sus pies un papel doblado—. ¡Parece que se ha acabado la fiesta! —dice  mirando hacia la calle.

—¡Te he hecho una pregunta. ¿Sabes quién soy? —insiste Grajo rojo de ira.

—¡Un idiota más! —contesta la mujer mientras agarra el bolso que había dejado sobre la mesa. Gira sobre sus talones y se dirige  hacia la salida.

 —¡Ese bolso no te pega nada!… nena —replica Grajo a voz en grito.


  
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El encuentro


            El papel que le había salvado la vida conduce a Grajo hasta la calle de la Malavida, número 13, lugar en el cual abre sus puertas el bar Juani.
Tras las mesas desgastadas, el mostrador de mármol blanco ha perdido todo su brillo y una pizarra avisa de que hoy no se fía y que  mañana, tal vez.

Juani, pasando bayeta, observa el avance del detective: No hay duda, todo en él recuerda un grajo: patilargo, flacucho, engreído y vestido de negro. ¡A estos me los meriendo yo, al ajillo!

— ¿Sigues vivo, don Juan? —pregunta sin levantar la mirada.

   —¡Si me vuelves a llamar don Juan o fanfarrón, vas a pasar el resto de la vida girando como una peonza, nena!

   —¡No te molestes en darme las gracias, pajarraco! Y que sepas… ¡que si te atreves a ponerme la mano encima serviré criadillas de aperitivo a medio día!—Y levantando por fin la cabeza para enfilar esos ojos negros  remata— ¿te queda claro, nene?

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—¿Dónde está tu marido?

—No tengo ni la menor idea.

—¿Cómo se llama el pajarito?

 —Qué más te da… ¡si no lo conoces de nada!

  —No te he preguntado si le conozco, solo quiero saber su nombre.

—Te daré esa información, si quiero o si puedo.

—Bueno ¡Vale ya! Me acaban de disparar, dos veces.

—¿No me digas? —pregunta ella con retranca.

—Apiádate de mí, nena —Grajo cambia el tono para intentar convencerla, sabe que a veces funciona.

—A mí no me vas a torear, pero me das pena.

—¡Estoy...!—se arranca el Grajo.

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 — En… ¡cuidadito, con cómo estás! —dice Juani mientras coge dos vasos de tubo y sonrie—. ¿Una cervecita para calmar los ánimos?

Grajo acepta la tregua y se apoya en el mostrador.
Mientras la mujer llena los vasos, un joven musculoso entra en el bar en manga corta y toma posición en la barra, marcando bíceps.

Todo fachada, piensa el detective, ¡ya verás las tetas que te van a salir con tanto gimnasio, chaval!

   —¿Tienes dinero? —pregunta Juani y desvía la mirada hacia el techo. 


  —¿Cómo dices?... ¡No puedo creerlo, nena!… ¿te has propuesto fastidiarme o has decidido acabar  en el depósito de cadáveres?

 —¡A tú salud! ¡Y nunca mejor dicho! Por cierto, creo que aún no me he presentado, soy Juani.  —Y levanta su tubo.

   La mujer le deja solo mientras atiende al nuevo cliente y luego  se acerca de nuevo y habla en voz baja.

 —Mi Pepe es un manitas, hace reformas y nunca sé exactamente donde está.

—¿Es un albañil?

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—Albañil, fontanero, electricista…

—¡Ya entiendo… un chapuzas a domicilio!

—¡Llámalo como quieras! Lo importante es que siempre tiene dinero. Para serte sincera, en los últimos tiempos está un poco raro, ya no es el mismo. Nunca ha sido un finolis pero ahora me lo han cambiao, se pasa el día entre flipaos y navajeros.

 —Mira nena, no he venido hasta aquí apara compadecerte  aunque te voy a dar un  consejo y de gratis: busca un bar en una calle que tenga  otro nombre y quizás todo empiece a cambiar. ¡Y ahora a lo nuestro… qué tu marido ha intentado matarme!

   —¡Te avisé! o por lo menos intenté hacerlo…

   — ¡No empecemos otra vez!

 Juani se muerde el labio y levanta los hombros con cara inocente.

   —La otra noche mi Pepe, que por cierto no es mi marido pero no se te ocurra contarlo, creyó que yo estaba dormida. Habló por teléfono, apuntó tu dirección  y  aseguró al tipejo que no pasarías de hoy. Por eso esta mañana he venido a avisarte, pero visto que no te importaba nada el asunto… 

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  — ¡Juani! ¿Vas a cerrar de una vez la bocaza esa que tienes? ¿Quién era el tipejo?

 —Eh, ¡sin faltar o te saco de aquí a patadas! —contesta la mujer y coloca sus manos en la cintura— ¡No tengo ni idea! ¡A ver si te crees que no tengo otra cosa que hacer que espiar a mi hombre! Para eso estás tú, ¿o no?

—¿Dónde crees que puedo encontrar ahora a tu Pepe, querida?

—Tampoco lo sé, ¡no soy detective! Por la noche es el que echa el cierre del bar, ¡si te sirve de algo saberlo!

  —¡Me sirve! Y ahora la pregunta del millón: ¿Por qué has venido a avisarme?

— Tengo muchos defectos, querido, pero soy legal y no quiero mancharme las manos de sangre si puedo evitarlo. ¿Te basta?

—¡Me basta! —contesta el detective y deja en la barra un billete de 100 pesetas—. ¡Cómprate otro bolso, muñeca! Esta mañana parecías una furcia barata —Grajo lo dice de corrido y sale espantado del bar previniendo así un botellazo.
                                       
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Los hombres de Grajo



En la calle hace frio aunque un tímido sol intente calentar el ambiente. El detective, a  dos calles del bar Juani, se abrocha la chaqueta y enrosca la bufanda en su largo cuello. Se niega a llevar abrigo aunque los inviernos de Madrid lo pidan a gritos.

 ¡Qué mujer! Es imposible, piensa Grajo.

 El detective tiene metido en el fondo de su pituitaria ese olor a canela. ¿Qué le pondrá  a la comida la muy...?, se pregunta mientras se encamina al bar del Bolas.

—¿Cómo tú por aquí a estas horas? —pregunta  un hombretón que está traficando con sartenes detrás de la barra.

—Empezamos caso —dice el detective y arruga la nariz tras decir que el aire apesta a fritanga —, llama al Gato y al Tortillas y diles que vengan al despacho poniendo sirena a final de trayecto.

—Descuida, está hecho —contesta Bolas y se seca las manos sobre el mandil que cubre su gran barriga.


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—Si alguien pregunta por mí —añade Grajo antes de cerrar la puerta a sus espaldas no me has visto en todo el día, o mejor, diles que me he muerto.


          Grajo comprueba que el bigote de conejo sigue en el lugar en el que lo ha dejado y entra en el despacho. Caminando encorvado, se dirige a la mesa, verifica que nadie pueda verle desde la calle y se sienta en su butaca, permitiéndose, al fin, un respiro.

 ¿Quién puede desear mi muerte?, piensa, esto es muy serio, espantosamente serio, diría yo. Tanto que si quiero encontrar al responsable, debo impedir a toda costa que los maderos meta baza en el asunto o no podré investigar.

—Lo primero, el listado de pringaos que he metido en el talego, de entre ellos elegiré los que creo capaces de cargarse al personal.

 El detective llena la mesa de carpetas polvorientas y las clasifica en dos grandes montones. Coge un folio y lo divide en dos columnas, en la primera anota la palabra cárcel y en la segunda, de rositas.

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Mientras piensa, anota, borra y vuelve a apuntar la sirena de un coche le sobresalta. El ruido proviene de la calle y dura unos segundos, los justos. Al poco, los sonidos característicos de un aparcamiento rápido. Ni dos minutos después, sus hombres abren la puerta sin llamar y entran atropellándolo todo.

—¿Qué coño ha pasado aquí?  —pregunta Gato tras inspeccionar el despacho de un solo vistazo—, ¿estás bien?

—De momento.

—¿Quién dice el Bolas que ha muerto? —pregunta Tortillas entrecerrando los ojos y abriendo de par en par la ventana.

Algunos cristales se despeñan hasta la calle.

—¡Tranquilidad!... Aquí no ha muerto nadie. ¡Y cierra eso de una vez que te van a ver!

—¡Bueno, bueno! —dice Gato olisqueándolo todo— ¿Se puede saber qué demonios es todo este misterio?

—Han intentado matarme —contesta Grajo indicando los cristales en el suelo.

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—¿Quién, cómo y por qué?

—¡Quién  y por qué es lo que estoy intentando averiguar, el cómo tiene fácil respuesta, de un tiro.

—¡Joder, tío! Y lo dices tan tranquilo, ¡como si eso pasara todos los días!

—¿Quieres que llore un poquito?

—No estaría mal, ¡nos reiríamos un rato largo!

—¿Qué tal si nos dejamos de gilipolleces y nos cuentas lo que ha pasado?— pregunta Tortillas que intenta encajar los michelines en la butaca mientras Gato apoya la retaguardia  en la mesa.

—Esta mañana he debido de levantarme con el pie izquierdo, primero me encuentro a una loca en la puerta del despacho y después me disparan dos veces desde la calle.

—Y ¿qué quería la locatas?

—Avisarme de que iban a por mi.

—¡Vaya suerte la tuya! —comenta Tortillas.

—No la creí y ella se fue de malas formas.
     
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—Y entonces ¿cómo es que sigues vivo?

—Me agaché a recoger un papel del suelo en el momento oportuno.

—¡Y luego dicen que hacer limpieza es perder el tiempo! —comenta Gato.

—¡El papel de la buena suerte!, deberías de enmarcarlo —opina Tortillas extendiendo la mano para cogerlo —. Es la publicidad de un bar, el bar Juani... ¿No será el bar de la zumbada?

—¡Joder! Grajo, ¡cuéntalo de una vez! Hay que sacarte la información con un sacacorchos... —estalla Gato que se ha puesto en pie de un salto.

—¡Ya va...ya va! ¡No me dais ni el tiempo de respirar! A ver, llego al despacho ya de mal rollo por ser lunes, una tiparraca que arrastra un horrible bolso de rebajas me espera en la puerta. Entra con aires de grandeza y me dice que me quieren matar, se larga lloriqueando, yo recojo un papel del suelo y una bala pasa por encima de mi cabeza destrozando el libro de derecho.

—¡Por fin! —Dicen sus hombres en coro.

No me da tiempo a levantarme y otro tiro, salgo corriendo, en el bolsillo encuentro el papel del milagro y me doy cuenta de que lo ha debido de dejar la zorrona del bolso basura.

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—¿Sale llorando y deja caer la publicidad de su bar? Aquí hay felino encerrado—comenta  Gato y desplaza la mandíbula hacia los lados.

No he terminado. Si dejáis de darle a la lengua podré contaros lo ocurrido.
Decidí ir al bar de la susodicha a ver que se cocía, y allí estaba la histérica detrás de la barra.
 Le dije cuatro cosas  y la puse firme. A la pobre no le quedó más remedio que desembucharlo todo. Entre lágrima y lágrima me contó que su hombre había recibido el encargo de matarme, ella quería evitarlo y por eso vino a avisarme.  Lo malo es que la muy tonta no sabe ni quién  quería verme muerto ni porqué.

—Entonces... ¿Quién crees que pueda haber dado la orden? —pregunta Tortillas mientras abre más, si cabe, esos  ojos redondos.

—¡Hay mucha gente que desea quitar al Grajo de las calles! Está claro que soy una molestia para los malhechores.

—¡Menos lobos, Caperucita!  —ríe Gato y se acaricia la cicatriz que deforma su labio.

—¡A ver, esto es serio, Gato, qué han intentado matarme, joder! 
Se ha acabado la charla y el plan es el siguiente: bajáis al portal y os quedáis de guardia como si fuerais maderos. Ya sabéis, dais vueltas, fumáis y paráis a todo quisqui que entre en el portal con la excusa que se os ocurra. Que el Bolas corra la voz de que me han encontrado fiambre y que publique una esquela con fecha de hoy en la prensa, ¡cortita que cuesta una pasta!

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—Y tú, ¿qué piensas hacer mientras tanto?

—De momento, una siesta, ¡eso de que  quieran matarle a uno  cansa al más espabilao! Y esta noche rendiré homenaje al compadre  de la loca a ver qué se cuenta.

—¿Quiénes son los maromos que aparecen en este papel?  —pregunta Gato agarrando la hoja que estaba encima de la mesa.

—Los nombres de dos pimpollos que quieren verme muerto.

—Quito Desfalco y Margarita Ajada —lee Tortillas después de haber arrancado la hoja de las manos de Gato—. ¿Solo dos?

—¡A ver si nos dejamos de guasa que mi vida está en juego! Estos son los que darían cualquier cosa por verme criar malvas, los demás se conformarían con romperme las piernas, creo yo. Quito Desfalco juró que me mataría y Margarita Ajada prometió que usaría mis huesos para el caldo de sus perros.

—¿Estás hablando de la tiparraca que tenía el cadáver del marido troceado en el congelador?
—Sí, de la misma. Pero no intentes tirarme de la lengua que el tiempo corre y ¡se acabó la cháchara que mi dinero me costáis! Ya sabéis, bajando y al loro. Si veis algo raro me avisáis. 

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Un hombre derrotado



El despacho se encuentra iluminado por una serie de focos que dirigen su luz hacia unas esculturas de hierro que plasman figuras amorfas.

Un hombre de pelo canoso y porte elegante, con traje de firma y zapato italiano está dejando caer cubitos de hielo en un vaso de whisky, luego se acerca a la ventana y observa los techos de Madrid.

Su mente viaja en el tiempo y el hombre revive aquel día en el que, con el título de abogado doblado debajo del brazo, vio, por primera vez, la ciudad desde esa ventana, tenía  veinticinco años. 

Recuerda que para la ocasión llevaba un traje prestado,  estrecho de pecho y corto de pierna. A su paso todos reían, pero el puesto de trabajo fue suyo.

Luchó duro, durante largos años, impulsado por el deseo de hacer suya esa ventana  algún día y lo consiguió.

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¡Dios! ¿qué habré hecho para merecer un  hijo como este?, piensa y hace tintinear los cubitos de hielo contra el fino cristal, yo, a su edad ni siquiera tenía dinero para venir a Madrid en autobús. Él tiene todo lo que quiere pero nada le parece suficiente.

El hombre se acerca al sofá con los ojos enrojecidos. Se deja caer y al hacerlo,  derrama parte de la bebida en la alfombra. Observa como el líquido se expande sobre el tejido y frunce el ceño.

Tendré que hacer algo, piensa, cuando las cosas se tuercen hay que tomar remedios enseguida. Se le han acabado los tiempos de estudiante, mañana mismo empezará en el bufete.

El hombre apura el whisky y avisa para que limpien la alfombra.







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 Reparto de jamones



Mientras Tortillas y Gato vigilaban el portal, Grajo había pasado la tarde trabajando en el caso que llevaba entre manos antes del disparo.

Al caer la noche, Grajo sale del despacho llevando en la mano una caja y una cinta adhesiva de color amarillo y sella con ella la puerta formando una enorme X con dos tiras largas.

—¡Menos mal que la bombilla del rellano está fundida! Nadie se tragaría  que el sello amarillo es de la pasma—dice Tortillas que había subido a avisarle de que era la hora.

—Tú siempre tan tiquismiquis, ¡ha quedado perfecto! ¡Ale!, a casita. Pero, atentos, es posible que luego os llame, —dice Grajo y alza una ceja.

—Me encanta cuando te haces el interesante, amigo. ¿Seguro que no quieres que vayamos contigo?, cuando llevas la caja, sé que algo estás tramando.

—Sabes que los grajos somos aves solitarias. ¡Venga, nos vemos! Yo me piro por la parte de atrás.

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—¿Por la gatera?

—Nadie sospecha de esa salida, ¡de algo ha de valer estar tan delgado! Por cierto, casi no me quedan bigotes, a ver si me consigues unos cuantos más.

—Tranquilo, aunque hace tiempo que no veo a mi compadre del matadero, seguro que tendrá un buen puñado guardados para mí.


Sentado en el viejo Ford, el detective se convierte en el rey de la carretera.

 Observa a una mujer cruzar la calle, está empujando un carrito de niño.

 Su pensamiento recurrente le golpea otra vez y Grajo da un manotazo al volante: ¡Podría estar muerta y yo sin haberla conocido!, dice a voz en grito, cuando termine con esto juro que voy a ir a buscarla, ¡mi hija debe saber quién es su padre! Y aunque tenga que vestirme de jipi y peinar Ibiza palmo a palmo… encontraré a mi Raquel, pese a quien pese.

Con esos pensamientos Grajo arranca el coche que sale renqueando y deja tras de sí una estela de espeso humo negro.

 Tuerce en la calle de la Malavida  y aparca en una esquina, desde ahí puede vigilar el bar de  Juani.

 Espera unos momentos, inmóvil, gira los globos oculares de un lado al otro y al final se relaja.
 Baja la ventanilla apenas unos centímetros, saca un puro del bolsillo de la chaqueta y le da unas chupadas antes de encenderlo. Luego observa en la calle el ir y venir  de peatones cargados de bolsas que transitan por unas aceras estrechas, llenas de agujeros.


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 El detective se fija en la fachada del bar y sonríe, unas puertas con bisagra libre dan paso al local, le recuerdan las de una cantina del oeste.

Juani la tabernera, dice y explota a reír.

 Con el paso del tiempo  la parte trasera del coche se va llenando de bolsas vacías, pipas, cáscaras de cacahuetes y envoltorios de caramelos. En la guantera ya no quedan  provisiones, Grajo lleva media hora sin engullir ni una sola almendra y eso le pone nervioso.

Por fin, un hombre con andares desgarbados entra en el bar, pasa  detrás de la barra y se sirve  una copa, sin intercambiar ni una palabra con Juani. El detective saca libreta y bolígrafo.

—¡Ya está! Es él. 
Y aquí empieza el verdadero trabajo de un detective. A ver... hombre robusto, con sobrepeso. Altura aproximada 1,80. Edad unos 40. Caminar lento y pesado. Corto de reflejos (deja caer la bayeta que le ha lanzado la Juani). Cojea levemente del pie derecho (o le acaban de pisar un callo). Bebedor, (ya va por la segunda cerveza en apenas cinco minutos).

El detective observa como Juani empieza a recoger cuando los últimos clientes salen del bar a través de la persiana a medio cerrar. Mira el reloj y apunta: hora de cierre, 23 horas.

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Pocos minutos después Juani, y su hombre se apresuran calle abajo y Grajo arranca todo lo despacio que se puede permitir. Aun así su viejo amigo le regala un buen ronquido motivo por el cual la camarera gira la cabeza. Por suerte su hombre le dice algo y ella sigue su camino sin más.

 Grajo intenta seguirles pero se da cuenta de que lo van a descubrir. Para el coche y se maldice. Los va a perder. Cuando doblan la siguiente esquina, aparca como puede y sale corriendo detrás de ellos. Por suerte, la casa está cerca.

La pareja se detiene en la puerta de una vivienda. Unos chicos  están sentados en el escalón de la entrada y beben  cerveza a morro.  Juani  los reprende dando manotazos en el aire a diestro y siniestro pero los muchachos la ignoran y siguen con la charla.

Cuando Grajo está a punto de dar la vuelta y correr  a por su coche, el compañero de Juani vuelve a salir y la emprende  a gritos con los muchachos. Como resultado de la trifulca, uno de ellos entra y los demás se alejan a grandes zancadas.

 Grajo vuelve a maldecir su suerte porque parece que el hombre decide marcharse ,pero, al fin da la impresión de que se lo piensa y entra de nuevo en casa.

 Es el momento, el detective sale corriendo y llega hasta su socio, lo arranca sin ningún cuidado, se apresura calle abajo y logra aparcarlo frente a la casa de Juani.

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A toda prisa, sale del vehículo y abre el maletero, se coloca  una peluca y se pone un abrigo viejo por encima de la chaqueta.

 El compañero de Juani vuelve a aparecer. Grajo, con el maletero aún abierto, decide  llamarle teniendo la precaución de cambiar la voz.

 El hombre se acerca.

—Si me ayudas con esta caja de jamones te regalo uno —dice el detective dirigiéndose a Pepe— ¡me ha tocado todo esto en una tómbola!

El hombre duda  pero al fin se acerca a ojear.

 Las luces de las casas vecinas están apagadas y en el silencio de la noche el golpe en la nuca de Pepe suena como una olla de barro quebrada. El hombre cae con el cuerpo en el maletero, Grajo solo tendría que levantar sus piernas, pero resbala sobre una mancha de aceite y termina en el suelo con la cabeza enredada entre las extremidades del maleante.
 Al fin consigue levantarse y logra introducir el cuerpo entero de Pepe en el maletero. Se seca el sudor de la frente y tras otro esfuerzo consigue atarle las manos. Le tapa la boca con un trozo de cinta adhesiva de color amarillo, dejando así rematado el trabajo.

Justo cuando entra en el coche, ve a Juani asomarse a la ventana. Tiene que actuar rápido. Arranca y para dos calles más abajo.


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Suspira y se tranquiliza. Piensa que ahora necesita a sus hombres y recuerda que al inicio de la calle ha visto una cabina telefónica que parecía en buen estado. Baja, comprueba que el maletero esté bien cerrado y se dirige al lugar mientras busca monedas en el bolsillo del pantalón.

—¿Gato? ¡soy yo! —dice el detective al oír una voz al otro lado del aparato—. Os necesito en la calle del Trullo en cinco minutos.

Cuelga y vuelve silbando hasta el coche, con los andares de un general. 

Al llegar saca el maletín con los aperos de la  profesión y decide esperar en la oscuridad de una esquina.

Los muchachos no se hacen esperar, Grajo oye el ronquido asfixiado de un vehículo que entra en la calle y aparca justo detrás del suyo.

—Cogeros mi coche e ir a la casa de campo —dice lanzando las llaves a Gato— hay un paquete detrás, ya sabéis… ¡Que cante la Traviata! Espero noticias —Apunta el número de la cabina en un recibo del supermercado y sigue explicando —.Que no sepa quienes sois ¡y mucho menos de parte de quién vais! Lo mejor es no dejar huella ninguna. Yo me quedaré aquí vigilando, no vaya a surgir alguna sorpresa inesperada.


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Los hombres de Grajo se despiden tras asegurar al detective que no debe preocuparse por nada.

Grajo observa su coche desaparecer detrás de la curva e introduce su maleta en el asiento de atrás del escarabajo de Tortillas.

 Meterse él dentro es otra cosa. Un fallo en el plan. Las piernas rozan el volante y se da con la cabeza en el techo.


 ¡Conducir este trato va a ser un infierno!, se dice el detective, menos mal que solo serán unas horas.














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Un nuevo socio en el bufete



Tan solo queda una cosa por hacer, que alguien le lleve la pizza, piensa el hombre con traje de firma y zapato italiano.

 A media luz, sentado en la butaca del despacho de su casa, saborea un whisky de malta mientras espera la llegada de su hijo. 

—¿Para qué querías verme, padre?—pregunta el joven que entra de improviso tras abrir la puerta sin miramientos.

En su avance tropieza con el borde de la alfombra y está a punto de caer en los brazos del padre si no es porque en el último momento consigue mantener el equilibrio dando grandes zancadas.

—¿Es que no sabes llamar? …  Mírate, no lograré entender nunca cómo sales a la calle vestido de esa manera. Pareces un pordiosero.

—¿Querías verme para echarme el sermón por enésima vez o tienes algo más  que decirme? —pregunta el joven y se deja caer sobre el sofá como peso muerto.

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—Esta vez voy a hacer de ti un hombre. Se han acabado las contemplaciones.

—¡Ya lo soy, padre! Aunque no lleve camisas cortadas a medida como tú, ¡soy un hombre! Y justamente  por eso necesito más dinero y si no me lo das… Ya sabes, lo conseguiré de todas formas —contesta el chico sin dignarse a levantar la cabeza.

—Eso no va a volver a suceder, hijo, por eso te he hecho llamar. A partir de mañana trabajaras en el bufete y tendrás el dinero que seas capaz de ganar.

El joven levanta la cabeza y mira a su padre. Se incorpora y se aclara la voz.

—¡A mamá  no va a gustarle la idea! Ya sabes que ella insiste en que oposite para juez.

—Tú madre que se ocupe de lo suyo que bastante tiene con eso. Y si tanto deseas ser juez, nadie te impide seguir estudiando por las noches.

—¡Supongo que estás  bromeando! No pue…

—Nunca bromeó con asuntos de trabajo y puedo hacer lo que me plazca, después de todo, se trata de mi dinero.
 Mañana te quiero en el bufete a primera hora con traje y corbata. Lo he decidido así  y no se hable más.

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El joven se lleva las manos a la cabeza, se levanta y recorre en círculo el perímetro de la habitación.

—Yo no quería que pasara. ¡Fue un accidente! Te prometo que  nunca volverá  a suceder nada igual. No tomes decisiones de las que te puedas arrepentir y no te preocupes más por el asunto, ya sabré salir de este embrollo yo solo.

—¿Tú solo? ¡No se te ocurra hacer nada! Voy a sacarte de este lío solo porque las consecuencias podrían salpicarme pero que sepas que no habrá una segunda vez —Y el hombre da por terminada la conversación apagando la luz de la mesa.

El muchacho sabe por experiencia que cuando su padre toma una decisión ya no hay nada que hacer.

—No me gusta que otros decidan sobre mi fut… —intenta decir mientras se dirige hacia la puerta.

¡Hay muchas cosas que van a cambiar a partir de ahora! —contesta el padre sin dejarle acabar la frase.

Cuando la puerta se cierra detrás del muchacho, el hombre vuelve a encender la luz y se sirve otra copa.



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En la cabaña



 Unas horas después del golpe, Pepe despierta con la boca seca y las manos atadas a la espalda. Se encuentra boca abajo sobre un suelo polvoriento que huele a moho. Levanta la cabeza lo que puede y a su alrededor no ve otra cosa que muebles desvencijados y trastos viejos.

   —¿Has descansado bien?  —Pregunta alguien a su espalda.

De un salto, un hombre con una extraña cicatriz encima del labio se planta delante de él, se sienta a caballo de un armazón de silla, cojo y sin asiento y se presenta como “El Gato”.

   —¡Soltadme, cabrónes! —grita Pepe— ¿Qué clase de broma es esta?

Otra voz y otras piernas delante de él. El hombre le pisa la espalda.

   — ¡Mide tus palabras amigo o te dolerá algo más que la azotea! Soy Tortillas, pero no te hagas ilusiones, mi nombre no tiene nada que ver con mi carácter.  ¿Solo queremos saber quién te ha ordenado matar al Grajo?

— ¡No sé de qué me estás  hablando!

— ¡Cómo no lo vas a saber si le has metido una bala entre ceja y ceja esta mañana! grita Gato.

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—¡No sé nada de matar grajos, tío, hace tiempo que no me dedico a eso. ¡Soltadme de una vez!

—¿Estás seguro de que no sabes nada? —pregunta Tortillas mientras deja caer una sartén al lado de la cara de Pepe.

—¿Intentáis amenazarme con eso?

—Verás —contesta Gato— Es que no suelo dar hígado crudo a mis perros porque luego le muerden la pierna a la vecina del quinto.

—¡No sabía que era por eso! —comenta el Tortillas— ¡pensaba que lo hacías porque Metralletas es un finolis!

—¡Qué va! El hígado del último tío que destripamos, ¿te acuerdas? Sí, hombre, el que gritaba como un cerdo…  le puso a tope las hormonas al Metralletas y  dio un bocado a la Petra.

—A lo mejor alguna cosilla puede que sepa…—susurra Pepe.

—De Albacete, hoja de acero de veinticinco centímetros, bien afilada —dice Gato tras sacar una navaja del bolsillo— ¡ni te vas a enterar!

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—¡He dicho que alguna cosilla podría saber! —grita Pepe con todas sus fuerzas— ¡Pregunta si quieres!

—¿Quién te ha encargado matar al Grajo?

 —¿Te refieres al hombre de la calle del Cuervo?

—A ese mismo.

—Mira, debo mucho dinero y si no hubiese aceptado el encargo me hubieran matado.

 — ¿Por qué todos se empeñan en contarnos su asquerosa vida? ¿Es que tenemos pinta de hermanitas de la caridad?

—¡Escuchadme! ¡Estoy dispuesto a contar lo que sé si soltáis esa navaja!  El tema es que debo mucho dinero de apuestas. Pasarían página si  eliminaba del mapa a ese tío, ¡os lo juro por la Juani! tíos, es la verdad, ni siquiera sé quién era...

—Queremos nombres, ¡y no mientas si  quieres seguir disfrutando de todos los metros de tu intestino!

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   —¡El Pesetas! El de la casa de apuestas de la calle de la Esperanza. ¡Ya está! Ya lo he dicho. ¡Ahora soltadme de una vez!

Pepe observa como los dos hombres se miran extrañados.

—¿El Pesetas? —pregunta Tortilla mientras se masajea las rodillas— ¡pero si ese hombre lleva  años en el barrio y nunca ha  hecho nada igual! Solo se ocupa de sus asuntos y nunca se ha metido en líos de los gordos. Lo peor que hecho ha sido lo del año pasado cuando dejó a un pollo colgado de un árbol, por los tirantes… pero es que por lo visto le debía mucho dinero.

—¿Y qué pasó con el hombre? —pregunta Gato.

—Creo que tuvo que comprar unos nuevos, ¡tirantes digo! porque habían dado mucho de sí, pero no lo denunció a cambio de negociar la deuda.

—Deben de irle mal las cosas al Pesetas para caer tan bajo —comenta Gato—. Cuando el hambre aprieta...



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            Aún se escuchan las voces de Pepe cuando Tortillas, después de echar un buen candado a la puerta, se mete en el Ford donde lo está esperando Gato. 

Al momento, están envueltos en una nube oscura de humo que se introduce en el cubículo por las mil rendijas antes de que el cacharro eche a andar. Tienen que informar a Grajo. 

  — ¡En la próxima revisión le joderán la buchaca! —comenta Gato—¡Este coche es del año de la polca!

—¡La verdad es que este refugio es la caña! Lejos de todo, tranquilo y vallado —comenta Tortillas sin hacer caso alguno a los comentarios del compañero— ¿Grajo es el dueño de esto?

—¡Qué va! —contesta Gato— Es de un sinvergüenza que asaltaba abuelas en el Retiro. Cuando le encerraron, Grajo olvidó devolverle la llave y como nadie ha preguntado por ella, el jefe toma prestado el lugar, hasta que el tío salga de la trena y la reclame.

— No sé por qué pero dudo mucho de que el olvido haya sido del todo casual…

Paran en una gasolinera y localizan la cabina de teléfono. Tortilla baja del coche y se dirige hacia ella mientras Gato, en el coche, lucha con el equipo de radio.

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 —¿Grajo? Soy yo, el Tortillas. Ya está.

—¿Ha cantado?

—¡Por Soleares! Pero no creas que ha sido fácil, ¡no!,el animal es muy fuerte y se ha resistido. Ha conseguido soltarse y se nos ha echado encima como un búfalo rabioso. Hemos peleado como leones y al fin lo hemos reducido. ¡Gato ha caído varias veces y a mí a poco me rompe las costillas! ¡Nos vas a tener que dar un plus por peligrosidad, jefe!

—Déjate de pamplinas y al asunto, ¿Qué os ha dicho?

—Que el Pesetas quiere verte, muerto.

—¿El Pesetas? ¿Dices el prestamista del barrio?

—Ese mismo.

—¿Y por qué se supone que ese tacaño de mierda quiere matarme?

—Tu amigo no tiene ni idea. A lo mejor le debes dinero…

—¿Quién? ¿Yo? ¿Al Pesetas?


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—De alguna partida de cartas que no recuerdas…


—¡Pero si me cruzo a la acera de enfrente cuando veo a un vendedor de cupones y no me apostaría ni la jaula vacía del grajo que se escapó! 
En fin, ya aclararemos todo esto. Quedaros en la cabaña y dadme unas horas. A ver si me entero de algo por ahí.
 Os llamaré a la cabina en la que estás…digamos a eso de las nueve. Dame el número y volved corriendo al refugio no sea que el mandanga se escape.














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                    Capítulo 2










El Pesetas y Leo Lanzador



  El detective cuelga el teléfono y decide suspender la vigilancia de la casa de Juani.   Ahora tiene un objetivo claro: hacer una visita al Pesetas.

 La fina lluvia intenta convertirse en nieve pero la pesada atmósfera de Madrid no lo permite.

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¡Daría el resto de la caja de jamones, si la tuviera, por un café, doble y amargo!, piensa Grajo mientras gira y entra en la calle de la Esperanza.

 Aparca en doble fila y reza para  que no aparezca ningún policía luego sale enfilado del coche para abrir el maletero. Escoge unas piezas de relleno que ajusta a su cuerpo con unas correas, se coloca el viejo abrigo y una peluca. Nadie lo debe reconocer, eso lo tiene claro.

 Las luces del piso del Pesetas se ven apagadas aun así Grajo no se da por vencido y quiere asegurarse. Cierra el coche y se acerca al portal busca y aprieta el pulsador del interfono deseado.


Empieza a caer agua-nieve. Hacía tiempo que el detective no veía motitas blancas adornar  su chaqueta y esa visión le transporta atrás en el tiempo, a los años en los que vivía en el pueblo, a los momentos en los que salía a pasear bajo la nieve sin rumbo fijo, solo por el placer de sentirse vivo.

—¡Lo sabía! —comenta mientras introduce las manos en los bolsillos y da pequeños saltos para entrar en calor—  Será mejor que vuelva al coche y de paso que deje de hablar solo.

Abre la puerta del vehículo y suspira por tener que  enfrentarse de nuevo a la estrechez del habitáculo. Se acomoda tras un sinfín de contorsiones y se pregunta en que estaría pensando Tortillas cuando compró esa especie de caja de cerillas a la parienta.

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 Espera. El tiempo pasa y le entra hambre. Busca en la guantera y encuentra  un emparedado aplastado en un sobre transparente. Se le cae el alma al suelo. Asqueado, lo vuelve a dejar donde estaba y toma la firme decisión de que su estómago no se va a convertir en un depósito de inmundicias. Tras cerrar la guantera levanta la cabeza y descubre con horror dos figuras que se acercan decididas hacia él.

—Señor, está usted obstaculizando el tráfico.

—¿Qué tráfico? ¡si aquí no pasa ni Dios a estas horas!

—Ese no es el problema, el asunto es que está usted en doble fila —contesta uno de los agentes sacando la libreta de multas.

—¡Espere, espere! ¡Si eso…me voy!

—Salga del coche y ponga las manos en el capó —ordena el agente  que se ha  fijado en el extraño atuendo del Grajo.

—Está lloviendo… —dice el detective mientras sale del coche.

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Al inclinarse se percata de que aún lleva puesta la estúpida peluca.

—¿Qué es este relleno que lleva debajo del abrigo? —pregunta el otro guardia mientras le registra.

—Se trata de un disfraz…

—¡No me parece que haya ninguna fiesta en la zona…! No lleva armas —dice después, dirigiéndose al compañero.

—Esto no está nada claro. Vamos a realizar la prueba de alcoholemia, creo  que este hombre tiene más de una copa en el cuerpo.

—Están ustedes cometiendo un error, agentes.

—Póngase derecho y levante la pierna izquierda. Coloque la mano izquierda encima de la rodilla y baje la cabeza hasta tocar con la boca el dedo pulgar.

—¡Pero agente! ¡Con  lo que llevo encima no voy a poder hacerlo!

—¡Así que reconoce que lleva una buena tajada!

—Me refiero al relleno del disfraz.

—¡Está acabando  con mi paciencia, caballero! Creo que será mejor que nos siga a comisaría.

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—¡Un momento! ¡solo miren el carnet!, verán como todo queda aclarado —dice Grajo mientras entrega el documento a uno de los guardias.

—¡Benigno Detecto Piadoso! Investigador privado. ¡Mira! Joaquín, ¡la competencia!

—¡Pues no parece que le vaya nada bien! Lo digo por el abrigo… Estos principiantes harían mejor en dejar trabajar a los profesionales.

—¡Muy gracioso! El atuendo es porque voy de incógnito.

—¡Ya! ¡Tendrás los papeles en regla, supongo! —los agentes apenas pueden contener la risa a esas alturas.

—Aquí los tenéis —contesta el detective muy serio y entrega los documentos.

—Está bien. Puedes irte, pero no dejes el vehículo en doble fila. Por cierto, ¿el coche también va de incógnito? —pregunta uno de los guardias, mientras se aleja calle abajo.

Grajo entra en el coche tan deprisa y tan cabreado que se da un buen golpe en el marco de la puerta. Maldice a Tortillas, a los guardias, al Pesetas y a la madre que le parió. Arranca y busca un sitio para dejar el maldito coche.

Por fin lo encuentra. Saca la pistola, una media de nailon y una urna de cristal del maletín de herramientas que lleva detrás, vuelve andando a la calle de la Esperanza y comprueba que el Pesetas no haya vuelto a casa durante su ausencia.

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 Busca refugio, pero todos los portales están cerrados. La lluvia va empapando peluca, abrigo y relleno, por ese orden y Grajo se siente pesado y torpe, amén del molesto ruido de chapoteo que hacen sus viejos zapatos cada vez que se mueve. Sabe que no puede quedarse ahí, no pasaría desapercibido ni aun siendo transparente.

 Mira hacia todas partes y solo divisa una plancha metálica  apoyada a un contenedor de basura, piensa que podría refugiarse ahí  pero mientras corre hacia ella  no se percata de que alguien más  está pensando en hacer lo mismo.
 Una vez alcanzado el lugar se da de bruces con el contendiente que, en un primer momento, da la impresión de estar en  desacuerdo en lo de compartir el espacio. Tiene dientes largos y puntiagudos y  parece dispuesto a luchar por el refugio.

Grajo, paralizado por el miedo, solo consigue sostenerle la mirada. No tiene otra elección, o comparte sitio con el perro o al traste con todos sus planes.

            El animal es el primero en ceder, desvía la mirada y gira varias veces sobre sí mismo ahuecando un cojín invisible.
 Da la espalda al detective deduciendo, probablemente, que no representa amenaza alguna para él.

 Grajo deja escapar un suspiro profundo, de momento la partida ha quedado en tablas y ahí la lluvia no le moja. Apoya los hombros en el contenedor  y se relaja pensando  en que su disfraz es ahora inmejorable, si Pesetas le viera le confundiría con un mendigo.

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 El tiempo pasa y deja de llover,  se oyen voces a lo lejos y el sonido de unas  pisadas, es el Pesetas y viene solo. Grajo espera a que entre en el portal y después corre para evitar que la puerta se cierre. Pero su suerte no iba a cambiar, la puerta es más rápida que él.


            Abre con una ganzúa y sube los escalones haciendo más ruido del que hubiera deseado. 

Se pone de puntillas pero ni por esas, el desagradable sonido de sus pasos resuena en la escalera y, además, va dejando un reguero de agua allá por donde pisa. Con todo, sigue subiendo mientras se va colocando la media en la cabeza. La peluca se le escurre hasta los ojos, resbala y casi regresa rodando a la casilla de salida.

Se vuelve a colocar la media con más cuidado, ya delante de la puerta. 
Coge carrerilla y  da con todas sus fuerzas una patada a la puerta pero esta no cede. La pierna le duele pero la rabia acumulada no le permite cejar en el intento y vuelve a probar.
 A la segunda, las bisagras no aguantan y la puerta se desploma en el suelo.

 Grajo apunta hacia el interior con su vieja colt.
 La visión es aterradora: frente a él, El Pesetas sentado en la taza del váter le mira con la boca abierta y el culo apretado. 

Grajo retrocede espantado mientras saca las esposas y  las lanza al hombre.

—¡Póntelas pasándolas por debajo de una pierna! —dice entre dientes sin abrir demasiado la boca. 

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El hombre intenta hablar pero el aspecto del detective le quita las ganas y obedece hasta quedar  en una postura bastante incómoda.

Grajo, sin perder un minuto, abre la ventana y busca en sus bolsillos el puro de emergencia que por suerte siempre lleva consigo. Lo enciende y, más tranquilo, lanza unas buenas bocanadas de humo que hacen toser al Pesetas de tal manera que casi se cae de sus aposentos.

— Ahora el aire es algo más respirable, ¿no crees? ¿Qué coño has comido, amigo?

El hombre no contesta.

 —¿Quién te ha ordenado matar al hombre de la calle del Cuervo?

El Pesetas no se mueve.

 El detective saca del bolsillo la caja trasparente que cogió del despacho.

—Quizás mi amiga consiga que recuperes el habla. Le gustan las cucarachas y las orugas. El gusano que te cuelga  es de sus preferidos —dice Grajo acercando la cajita a los ojos del hombre.

—¡Estás loco! ¡Cabrón! ¡Quítame eso de encima! —dice haciendo equilibrios— ¡Te lo contaré todo pero no abras esa caja de mierda!

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—Te escucho —dice Grajo dejando la caja con la tarántula en el suelo a la vista del hombre—. Mi amiga parece bastante nerviosa, creo que es su hora de comer.

—¡No sé quién era!, ¡lo juro!, vino aquí cargado de pasta, era un mandao. ¡No se te ocurra abrir esa maldita caja! Prometió darme ese dinero y más si me encargaba de un tipejo escurridizo, un tío poco claro que vive en el barrio, es un medio madero ¡te aseguro que nadie va a llorar por él!

—Me parece que he oído eso antes —dice Grajo frunciendo el entrecejo—. Le habréis seguido, supongo. —El otro lo mira sin entender—. Digo… al tipo del dinero.

—¡Desde luego! le teníamos vigilado. ¡Espero que la caja esté bien cerrada! —contesta el hombre intentando tomar aire—. Vengo ahora de su casa, ese cabrón no me ha pagado lo acordado y yo había cumplido con mi parte del trato, acabar con el tipejo de la calle del cuervo.

—Y… ¿Qué te dijo él? —pregunta Grajo y da un golpecito a la urna.

—Así no puedo contarte nada, ¡esta postura es incómoda! Y ese bicho asqueroso me va a provocar un infarto.

—Peor estarías si abriera la caja, ¿no crees?

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 —¡No lo hagas! ¡Por lo que más quieras no abras la caja! Hace media hora he ido a hablar con él, al tercero de la calle del Veneno, número trece. Leo, se llama Leo no sé qué. Según  mis hombres, el tipo no había salido de casa en todo el día.
 Subo y le encuentro echando espuma por la boca. Alguien  ha debido envenenarle, seguramente con la pizza que estaba sobre la mesa.

—¿Qué pizza?

—De peperoni con chamiñones.

—¡Idiota! ¡Pregunto qué de donde era la pizza que estaba en la mesa!

—De Radio-pizza o por lo menos eso ponía la maldita caja. No sé nada más.

—¿Habéis avisado a la poli?

—¿Me tomas por tonto? Allí sigue escupiendo mozzarella.
 ¿Por qué te interesa tanto el pollo que ha muerto?

  —Verás, no era un mal tipo, quizás un poco engreído pero el mundo ha perdido mucho con su muerte —contesta Grajo mientras tapa la boca al Pesetas con la cinta adhesiva de color amarillo.

Antes de salir pasa por la cocina y coge una ristra de longanizas. Sale a la calle y se acerca al refugio para comprobar que el perro sigue ahí.

—¡Toma, amigo! De parte del Pesetas.

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Las calles siguen desiertas. Grajo aparca en la calle del Veneno, está decidido a llegar hasta el fondo de la cuestión. Sube al tercero del número trece cojeando y sin parar de estornudar. Abre la puerta del piso de Leo utilizando, esta vez, la ganzúa.

El olor a orégano llena el ambiente, Grajo observa media pizza sobre una mesa baja delante del sofá. La tele está encendida en el canal porno, Grajo pone cara de disgusto:

—¡No me lo puedo creer! Es la tercera vez que echan la misma en un mes.

Todo parece estar en orden a excepción de un cuerpo que yace tumbado en el suelo en posición fetal, con una extraña mueca en la boca.

 Grajo busca en todos sus bolsillos  hasta encontrar unos guantes de goma. ¡Este abrigo parece el de un mago!, piensa el detective mientras se agacha y empieza a examinar el cuerpo tendido.

Comprueba primero que el hombre esté muerto buscándole el pulso en el cuello, luego tantea los pantalones y nota un bulto en el bolsillo derecho. Extrae un llavero y lo deja sobre la mesa. La cartera está en el bolsillo trasero, es vieja y grasienta.

 La foto del carnet no es de las mejores, piensa Grajo, pero refleja la cara del muerto que es lo que importa, de aquí sacaré sus datos.

Se sienta en el sofá y apaga el televisor.

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 —Esta llave es extraña —dice mientras hace girar el llavero entre los dedos— Nunca he visto una igual: diría que tiene forma de dragón.

Saca una libreta, un bolígrafo y empieza a apuntar: Leo Lanzador. Nacido en Madrid. Cuarenta y dos años. Pelo y ojos castaños. Un metro setenta. Ningún rasgo particular.

Comprueba la procedencia de la pizza, guarda la llave con cabeza de dragón en su abrigo y vuelve a introducir la cartera y el manojo de llaves en los bolsillos de la víctima.

Sale, baja las escaleras y se encuentra al chucho sarnoso esperando en la puerta.

—¡Vaya! Aquí no quedaban salchichas y la pizza no te la recomiendo— dice Grajo acariciándose la barbilla.






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Iván y Beretta



—¡Me han disparado dos veces, he secuestrado a un hombre, he dejado a otro atado y amordazado en el baño de su casa y acabo de registrar un cadáver! —va diciendo el detective mientras se dirige al coche—. Tengo un chichón en la cabeza, me duele una pierna y he pillado un resfriado de aúpa—Abre la puerta del escarabajo pero en lugar de entrar en él sigue hablando—,  creo que estoy algo cansado y no sé adónde ir porque se supone que estoy muerto, además, necesito comer algo. Por si fuera poco, aquí estás tú, siguiéndome como el perro que eres. Si fueras pequeño pasarías  desapercibido, pero así, ¡ya me contarás como piensas meterte en este coche!

El perro da un brinco y se introduce sin problemas en el habitáculo. El detective sonríe y arranca.

 —Por lo menos no tienes que estar en una jaula aunque, a decir verdad, esto de le parece bastante.

 Llegan a casa de la Juani cuando casi son las cuatro de la madrugada.

 Grajo intenta secarse con un trapo que encuentra en la guantera y que huele a gasolina.
 Sale, deja al perro en el coche y llama a la puerta. 

Al cabo de unos minutos le abre un muchacho con cara malhumorada. Grajo entra sin pedir permiso y el chico reacciona cuando el detective ya está en la cocina.

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—¡¿Quién coño eres tú?!

—Un amigo de familia. Llama a tu madre, que baje y que te lo explique.

—¡¿Qué está pasando aquí?! —pregunta  Juani que aparece ataviada con pijama de franela —¡Grajo! ¿Cómo has podido engordar tanto en tan poco tiempo? ¡Por Dios qué te han hecho, pareces un pollo remojao!

—¡No mujer! Esto es solo un disfraz.

—¡Qué disfraz ni que niño muerto! ¿El de un grajo más gordo?

—¡Y con peluca!

—No está nada mal.

—¡Y con gafas!

—Te dan un aire intelectual.

—¡Ya está bien! La gente no suele reconocerme.

—¿Y has venido a estas horas de la madrugada solo  para ver si te reconozco?

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—¡No me importa una mierda si me reconoces o no! ¡Tenía hambre y no lograba dormir en ese maldito coche de juguete!, he pensado que quizás en tu nevera… ¡Chico! Atrapa ese grillo que acaba de entrar—dice dirigiéndose al muchacho que observa la escena con ojos desorbitados.

El chico parece tener práctica y coge el bicho al vuelo. Grajo sonríe mientras mantiene la puerta de la nevera abierta.

—¿Es que piensas comerte esto? —pregunta el muchacho simulando una arcada.

—No es para mí, empanao, ¡dásela a ésta! —contesta el detective entregándole la urna.

—¡Qué pasada de bicho, tío! ¿De dónde la has sacado?

—Es una historia muy larga, ya te la contaré cuando tengamos tiempo, ahora déjame a solas con tu madre y procura que no se  escape Beretta.

—¿Beretta?

—Es el nombre de un arma.


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—Supongo que pagarás tú el recibo de la luz… —Y viendo la cara de asombro del detective— ¡Lo digo por la nevera abierta! —aclara Juani mientras saca un plato de su interior y cierra la puerta—.  Cerdo adobao.

—¡¿Ya estamos?! ¿Es que no puedes dejar de insultarme cada vez que me ves?

—¡Te digo que tengo cerdo adobao en la nevera! Con un vaso de vino te dejará como nuevo —contesta la mujer y pone una sartén en el fuego.

El hijo introduce el grillo por una pequeña abertura de la caja y se queda extasiado observando el resultado. Mientras, su madre calienta la carne.

—¡Iván! Llévate eso de aquí y no lo dejes en mi cama que te conozco.

El muchacho mira a su madre con una sonrisa  ladeada al ver saltar sus planes por los aires, y se va con el andar desgarbado de los adolescentes.

—¡No tiene una idea sana este Iván!

—No parece mal chico.


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—Y no lo es… ya sabes ¡las amistades! —Juani lo observa comer—  Explícame una cosa, ¿Cómo puedes oler a gasolina y a perro mojado a la vez?

 —¡Mejor no preguntes! ¡Esto sí que es comida decente! Qué Dios te lo pague con hijos varones —dice Grajo saboreando la carne.

—Prefiero que me lo pagues tú cuando llegue el momento y en cuanto a los hijos varones casi prefiero perros sarnosos.

—Tan dulce y sensible como esperaba, nena. Estás empezando a gustarme y eso me asusta. He debido de perder el buen gusto en casa del Leo.

—¿Quién es ese Leo?

—Era, ya está fiambre.

—¡Le has matado!

—¡Le ha matado la ignorancia! ¡Cómo se puede pedir una pizza de peperoni! ¡La pizza es de tomate, queso y orégano!

—¡Ya! —contesta Juani y le observa con los ojos desgranados.

—Estaba envenenada, alguien ha querido matarle. 
Escucha, tu Pepe está disfrutando de una noche en el campo con unos amigos y ha contado que el Pesetas, el prestamista del barrio, ya sabes, ha mandado matarme.

—¿En el campo con unos amigos? ¡No me había dicho nada de eso!
¿Y por qué el Pesetas ha mandado matarte?


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—¿Cómo voy a saberlo? ¡No soy adivino cómo tú!
Y en cuanto a tu Pepe, ha sido una decisión de última hora, ya te lo explicará. He visto al Pesetas, se ha cagao patas abajo al verme de esta guisa, me ha dicho que le ha contratado el tal Leo, pero que éste solo era un mandao. 

—Y Leo está muerto por tanto no puedes saber quién ha mandado matarte.

—¡Hombre! ¡Parece que hay algo dentro de esa cabecita!

—¡No me busques las cosquillas que te dejo cojo de la otra pierna en menos que cante un gallo! ¿Has encontrado alguna pista en casa del Leo?

—Una llave curiosa —contesta el detective y deja el objeto sobre la mesa —Necesitaría un buen café para rematar el banquete.

—¡Ni café ni leches! Ahora te acuestas un rato con una aspirina en el cuerpo a ver si cortamos ese constipado de raíz. ¡No se hable más! —dice Juani con los brazos en jarras— ¿Por qué has dejado ese pedazo de carne en el plato?

—Tengo un amigo hambriento esperando en el coche.

—¡Qué pase!

—Tiene mucho pelo y malas pulgas.

—¿Más qué tú?

—¡Digo!

—Hace frío para estar en la calle, ¡qué pase!

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Grajo se levanta y se dirige a la puerta dejando el pasillo lleno de huellas mojadas.

—Tendré que pasar la fregona o esto parecerá una perrera —dice Juani y sacude la cabeza disgustada.

—¡Te presento a Petardo, viejo camarada de trincheras! —dice Grajo al entrar en la cocina con el perro detrás.

El animal se echa al suelo, tapa su hocico con las patas delanteras y emite un sonido lastimoso sin abrir siquiera la boca.

¡Qué canalla!, piensa el detective mientras observa la escena, ¡a lo mejor consigue ablandar ese corazón de pedernal!

—Debería de darte vergüenza tratar así a un pobre perro, ¡está todo mojado y se le ven las costillas! —Se agacha y acaricia al animal— anda, acuéstate en el cuarto de la derecha mientras yo me ocupo del perro. ¡Y no se te olvide poner la ropa mojada en el calefactor, la de Iván no va con tu estilo!

Después de secar al perro, darle de comer y prepararle un cobijo caliente en un rincón de la cocina Juani se acuesta de nuevo, pero no consigue conciliar el sueño por los ronquidos del perro y de Grajo.

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 Juani no entiende porque está tomando partido en ese asunto. Intenta convencerse de que lo hace para poner remedio a los actos de su hombre, pero es consciente de que ese no es el verdadero motivo.


¡Será el aburrimiento!, piensa, esta vida de mierda me tiene asqueada. No sé, piensa la mujer, pero desde que conozco a este Grajo tengo la impresión de que me estoy complicando la vida sin necesidad.












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Las cosas se complican



A las cinco de esa misma mañana, mientras Grajo ya dormía plácidamente en la cama, Pepe seguía tirado en el suelo polvoriento del refugio.
¡Envido a la grande! —dice Gato.
Paso —contesta Tortillas.
Paso a la chica.
Se ha ido.
Sí tengo pares.
¡Cómo vuelva a meter un órdago a pares me suicido!, piensa Pepe, vaya par de jugadores. Creo que he logrado aflojar las dichosas cuerdas y voy a poner fin a esta doble tortura.

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Se levanta sin hacer el menor ruido, agarra un tronco del montón que reposa al lado de la chimenea y se dirige hacia los matones caminando sobre las puntas de los pies.
¡Esa no es forma de jugar al Mus! —dice a Tortillas mientras atiza un golpe en la cabeza de Gato. El compañero no tiene tiempo de reaccionar y recibe otro golpe en plena cara.
Pepe comprueba que siguen vivos y piensa que lo mejor es largarse de ahí amen que lleguen refuerzos. Arrastra los cuerpos hasta el capó del Ford, y a última hora decide recoger las cartas para no dejar pistas. Deja la puerta del refugio entreabierta y arranca el coche.
Cuando considera que se ha alejado bastante, detiene el vehículo en una zona boscosa. Saca a los hombres aún inconscientes, pesan demasiado y no sabe por dónde pisa más allá de dónde alumbran los exhaustos faros del Ford. Los ata al primer árbol que encuentra en la cuneta y luego los abofetea por turnos hasta conseguir que vuelvan en sí.
¿Qué os ha parecido el truco de magia? Ahora soy yo el que quiere información pero con una diferencia, no tengo perro alguno y me como los higadillos crudos —Se queda observando el efecto de sus palabras y luego prosigue— .Bien, aclarado este punto, ¿Se puede saber quién os ha mandado secuestrarme?
El Pesetas —contesta Gato con toda naturalidad.

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¡¿El Pesetas?!
Sí, nuestro Pesetas, nosotros también trabajamos para él.
¿Me estás tomando el pelo?
¿Tú crees que estoy en situación de bromear estando a merced de un gigante como tú que amenaza con comerse mis higadillos?
¡Creo que no!
Mira, te lo voy a explicar y verás que estoy de tu parte: el Pesetas no está contento con tu trabajo.
¡Pero si he matado al Grajo cómo me pidió!
¡No cómo te pidió!, ¿No recuerdas? Él quería la cabeza de Grajo. Sabes, El jefe nos ha dicho que cree que trabajas para alguien más. ¡Por eso nos ha encargado que te sacáramos información!
¡Yo no trabajo para nadie más que para él!
¿Y qué crees que le hemos dicho cuando hemos hablado con él por teléfono? —interviene Tortillas después de permanecer largo rato en silencio—. ¡Después de todo somos compañeros y hemos querido ayudarte!
 Mira, para que veas que no te mentimos puedes irte. Déjanos aquí que ya nos las apañaremos y le dejaremos bien clarito a ese viejo tacaño que has sido un hombre legal en todo momento, además…, puedes llevarte el coche si quieres, nosotros volveremos a pie.

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Todo esto no me uele nada bien…
Mira, te voy a contar todo lo que sé para que veas que lo que te decimos es cierto —dice Gato—. Tú eres Pepe, el marido de Juani, la que tiene un bar en la calle de la Malavida, que lleva un abrigo verde, el pelo enfurruñado y tiene un carácter de cuidado. ¡Eso no nos lo has contado tú!, ¿verdad? ¡Y quién crees que nos lo ha dicho! ¿La caperucita roja o el Pesetas?
¡Está bien! Parecéis de fiar y pinta de esbirros del Pesetas tenéis así que haré el petate y desapareceré hasta que las aguas se calmen.
Pepe arranca el viejo Ford dejando a los hombres atados al árbol y sale en dirección a Madrid con la intención de dar los pasos necesarios para aclarar el entuerto.
He hecho bien en dejarlos vivir, piensa el hombre, un muerto al día es suficiente, no vaya a acostumbrarme… Además son un poco liantes y me parece que no están del todo bien de la cabeza, ¡solo hay que ver cómo jugar al mus!
El hombre deja el coche de Grajo en un paso de peatones. Baja y se dirige a un portal. Abre la puerta de un simple espaldarazo y sube las escaleras de tres en tres.
 Al ver la puerta del piso de Pesetas desencajada, se queda paralizado, pese a ello, da un empujón a las maderas y entra con decisión.
Delante de él, Pesetas aún sentado en el váter, parece dormido. Pepe no duda un momento, llena un vaso de agua y la lanza sobre la cara del hombre.
Pesetas despierta de un sobresalto y menea la cabeza.
¡Pareces un condenado a muerte! comenta Pepe ¿Qué demonios te pasa? ¿No puedes hablar? ¡Pues dilo! ¡Dime que te quite la mordaza y deja de moverte tanto!
...

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¡Podías haber tenido un poco más de cuidado!—grita Pesetas al verse libre de la cinta que le tapaba la boca— ¡Imbécil! ¡No te quedes ahí parado y desátame! ¿No ves qué no puedo moverme? ¡Me apuesto los huevos a qué con la posturita me habrán salido almorranas! ¿Qué hora es?
Las ocho de la mañana
Llevo más de seis horas aquí sentado.
Antes de nada me vas a decir si querías la cabeza del hombre que me mandaste matar.
¡Pero tú estás chalao o es que te ha dado un aire! ¿Te has creído que soy de la mafia?
Contesta a mi pregunta y nada de trucos.
Pero ¿¡para qué voy a querer la cabeza de ese hijo de su madre!? Es que te han dado un golpe en la nuca y ya no razonas ¿o qué? —pregunta Pesetas con los ojos inyectados de sangre— ¡No! ¡No quería la cabeza de ese pollo para nada! ¿Estás contento? ¿Ahora vas a desatarme? ¿Se puede saber quién te ha contado esa majadería?—continúa preguntando mientras Pepe empieza a desatarle— ¡Ay! ¡Ve con cuidado! ¡Me estás arrancando la piel!
Me lo han contado los que me apresaron anoche.
¿Anoche? ¿Quién te apresó anoche?
—Los que me ofrecieron un jamón.
¿Un jamón? ¡A mí me va a dar algo! Eso me pasa por emplear a retrasados mentales.

 La cara  de Pepe va tomando un matiz violeta.

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A ver, Pepe, ¿quieres explicarme el asunto de forma que pueda entender lo que está pasando? —pregunta Pesetas asustado por el tono de la cara de ese energúmeno.
¡Escúchame bien porque no pienso repetirlo! estoy hasta los huevos de que me tomen por tonto: Ayer a primera hora de la mañana disparé a ese hombre y ¡le di! luego llegó la policía, ya sabes, estaba uno de tus hombres y lo vio tan bien como yo, eran dos maderos que subieron al piso del muerto y luego se quedaron toda la tarde de guardia.
Hasta ahí todo está claro. ¡Haii! ¡No me puedo levantar! ¡Me duelen todos los huesos! Pero no te pares, sigue contando.
Esa misma noche cerré el bar con la parienta y me fui a casa. La dejé ahí y salí a tomar el fresco.
 Entonces, un tipo de pelo estropajoso, que me sonaba pero que aún no he sabido dar con él, me pidió que le ayudase a mover unos jamones y a cambio, el muy lerdo,  me dio un golpe en la nuca.
 Desperté en el campo, atado junto a dos de tus dos hombres que me hicieron la vida imposible y además, ni idea de cómo se juega al mus, que fue lo peor.
Menos mal que conseguí soltarme, les golpeé y los até a un árbol, ten en cuenta que aún no sabía que trabajaban para ti. Cuando despertaron me dijeron que de los jamones no quedaba ni el hueso y que tú querías la cabeza del cuervo que maté. ¡La verdad es que no me hace ninguna gracia tener que ir al depósito a por ella!
¡Pero vamos a ver! Esos hombres…¿Quiénes son y qué querían de ti?
¿Es que me tomas por idiota? ¿Crees que al final no me he sabido que trabajan para ti? Y que te quede clarito que yo no estoy trabajando para nadie más.
¿Y tú que dijiste a esos tipos? 
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Les contesté que solo trabajaba para ti. Que tú me habías pedido que quitara al Grajo de en medio esa mañana, pero nada de cortar cabezas…
¡¿Les diste mi nombre… pedazo de atún?!
¡Pues claro! ¿Cómo no voy a decir a tus hombres quién eres tú? ¿Es que hoy está todo el mundo majara?
Y… ¿Los dejaste escapar?
¡No querrás decirme ahora que también querías sus cabezas!
Si no los mataste habrán sido ellos los que han dado mi nombre al de la tarántula.
¿Tarántula? ¡No he hablado de tarántulas en ningún momento!
¡Si de esta no te mato me harán un monumento! ¡Escucha! Y piensa antes de decir tonterías. Ahora que digo, el de la tarántula también llevaba una peluca… —Pesetas se queda pensativo un momento, pero enseguida sigue hablando como una ametralladora—. A ver, mendrugo, ¿después de mi llamada de la otra noche en la que te pedí que mataras al tipo ese, hablaste con alguien de ello?
Solo con el Gato, esta mañana.
¿De qué gato me está hablando?
¡Pues de uno de tus hombres!, no va a ser el gato de mi vecina. ¡El qué me dijo que querías la cabeza de ese Grajo, hombre!…
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Me refiero a antes de eso.
A nadie, lo juro por Juani.
¿Te escuchó alguien mientras hablabas conmigo?
No, yo estaba en casa y Juani dormía.
¿Estás seguro de que Juani estaba dormida?
Tenía los ojos cerrados…
¡Ha sido ella! Ella ha dado el chivatazo. ¡No puede haber otra explicación! Si no es así, ¿Cómo han podido dar contigo?
¿Quiénes?
¡Yo qué sé! ¡Amigos de la víctima! ¡El de la tarántula, por ejemplo o el Gato del que me hablas! ¿Es que no entiendes nada? Alguien está buscando al culpable de la muerte de Grajo, se ha enterado de que has matado al tipejo, te ha seguido y te ha secuestrado. ¡Tú vas y les das mi nombre! Y como ves, han venido a por mí. Ese Tortillas y ese Gato no trabajan para mí, ¡tarao! Y ahora piensa… ¿Quién les ha dado el soplo de qué has sido tú el que ha apretado el gatillo?
¡Ni idea!

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¡Tú mujer! ¡Zopénco! Inutil... ¡tu querida Juani! La que estaba durmiendo en tu cama cuando llamé. Ha debido de oírlo todo y habrá ido a avisarle. Habrá llegado tarde y te habrá delatado a alguien que conocía a la víctima, a alguien que no vimos y que estaba ahí. ¡El de la tarántula, por ejemplo! ¡El que me dejó aquí medio muerto! Era amigo suyo, seguro.
¡Zorra! ¡La muy zorra me las va a pagar! —grita Pepe llevándose las manos a la cabeza— Y pensar que todo lo hice por Iván, para que no la pagarais con él. ¡Todos me habéis engañado!
¡Un momento, un momento! Nosotros llegamos a un pacto muy clarito, si lo matabas… te perdonábamos la deuda, si no lo hacías… Iván pagaría las consecuencias y creo que…
Pepe arrea un puñetazo en el estómago del Pesetas empleando todas sus fuerzas.

 El hombre, tras perder el sentido, vuelve a caer sentado en la taza del váter.


Pepe sale del piso consciente de que más de uno le anda buscando. Vuelve a arrancar el viejo Ford y emprende la marcha sin percatarse de la presencia de un papelito naranja enganchado en el limpiaparabrisas delantero.

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Reunión de vecinas


Juani se levanta a las siete y reúne a sus comadres en la salita. Las acomoda alrededor de la mesa camilla con el brasero encendido bajo sus faldas y entrega a cada una de ellas una taza café.
Tomasa, sentada con las lorzas colgando, bosteza sin parar. 
 Lola, con batín de seda china, da pequeños sorbos al café mientras mantiene el dedo meñique levantado, aún conserva los restos de rimmel entorno a los ojos. Charito, en perfecto estado de revista, pasa el dedo sobre el aparador y sobre todo lo que tiene cerca, como el que no quiere la cosa. Se cree, ilusa, que Juani no se ha dado cuenta. 
Cierra el batallón, Petra que acuna al bebé de su hija para no despertar al hombre que según Juani sigue dormido en el cuarto de al lado.
A ver, chicas, tenemos tarea, —abre fuego Juani—. ¡Necesito noticias! El tipo se llama Leo Lanzador. Vive en la calle del Veneno número trece. No vayáis a su casa que está fiambre y la poli no lo sabe todavía. ¿Alguna pregunta?
¿Qué ha hecho el pimpollo? —quiere saber Charito.
Joderme la vida y no dejarme dormir —contesta Juani.
¡Pues eso es muy grave! —añade Tomasa.
¡Ya te digo! —contesta Lola— ¿Un poco más de café? si no es molestia.
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¡No hay más café y al tajo que no tenemos todo el día! —dicho esto, la Juani se levanta y comienza a recoger. Ya de píe, vuelve a dejar las tazas en la mesa y dice Otra cosa: mirad esta llave. Averiguar todo lo que podáis sobre ella, puede ser clave en el asunto que llevo entre manos. Ya sé que estáis muertas por saber quién es el hombre dormido en el cuarto de al lado pero ahora no hay tiempo que perder, ya os lo contaré en cuanto se aclaren las aguas. —Y sale disparada hacia la cocina.
¡Está bien, está bien! Pero dinos al menos si es guapo —alza la voz Petra que no tiene ninguna intención de soltar la presa.
Interesante, quizás —dice Juani entre susurros nada más volver de la cocina.
¡Y es joven?
¡Es joven, apuesto y soltero! Ya tenéis tema para toda la semana. Y ahora… ¡andando que es gerundio!
Cuando el grupo de mujeres sale de casa, Juani se asoma al cuarto de Iván.
Yo quiero una como esta, madre —dice el chico y observa la araña.
¡Pues solo me falta la araña peluda para montar el zoo! Escucha, necesito que dibujes esta llave y hagas cuatro copias. ¿Sabrás hacerlo?
Probaré.
Luego ponte en marcha, esta mañana abres tú el bar y ¡ojito con lo qué haces! ya sabes que tu madre se entera de todo.
¿Soltarás algo de tela ¡digo! —pregunta Iván mientras se calza los vaqueros.
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Sí, pero luego me pagarás el almuerzo. ¡Date prisa que se hace de noche!
¡Siempre corriendo! ¡Siempre corriendo! Luego dicen que no crezco, ¡si no tengo tiempo para hacerlo!
Juani cierra la puerta del cuarto, respira un momento y sin saber por qué corre a cambiarse de ropa.

 Se mira en el espejo del baño y decide lavarse el cabello primero. Se huele el sobaco y termina por meterse en la ducha.

 ¡El olor a fritanga no va a poder con la Juani!, piensa mientras restriega su cuerpo con ahínco. Se seca, se lava los dientes, se viste y se pinta los ojos. 

Entra a su cuarto y comienza a vestirse. Esto ya es otra cosa, dice  mete  tripa y observa el perfil de su cuerpo en el espejo alagado.
En ese momento Iván llama y entra con unos folios que entrega a su madre.
¿Cómo has podido hacerlo tan pronto?
Primero he calcado el perfil de la llave y una vez retocado, lo he pasado a otros folios con papel de calco —responde el chico orgulloso.
¡El mundo no sabe lo que se pierde si no acabas los estudios!
Ya sabes que no voy a estudiar, ¡yo lo que quiero es ser policía!—dice y se deja caer en la cama, luego estira los brazos.
¿Es que has visto a algún poli poner una multa llenando la hoja de X?
El teléfono suena tres veces y Juani lo coge.
Soy Tomasa. Mi Vanessa conoce a una chica que vive en la calle Veneno.
¿Cual es la Vanessa?
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La pequeña, la de la calle Solteras, la que ha dejado al novio plantado en la iglesia…
Ya caigo y ¿qué cuenta?
En el barrio se dice que el tal Leo es todo un cabrón. Su mujer iba siempre hecha un Cristo. Hace un año, la pobre se cayó desde el balcón.
¿Y el marido ha salido del talego tan pronto?
¡Qué va, hija!, ni siquiera ha llegado a probarla. Contrató a un picapleitos muy caro y se libró de la cárcel.
Te debo una, Tomasa.
La Juani coloca el auricular en su sitio y se vuelve hacia Iván.
¿Qué estás haciendo ahí parado? Levántate y corre que el día se te va de las manos. Lleva una copia del dibulo a las chicas antes de irte hacia el bar.
Juani cierra la puerta detrás del muchacho y va a la cocina a preparar otro café. Después, entra con decisión al cuarto donde está durmiendo Grajo y abre las ventanas sin contemplación.
¡Buenos días! ¿El señor ha descansado bien?
¡¿Dónde estoy?! —pregunta Grajo.
En casa de la Juani y ya está bien de dormir que tienes trabajo.
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¿Cuánto tiempo he dormido?
Unas horas apenas, pero no las has perdido del todo.
¿Y eso a qué viene?
Eso viene a que mientras sobabas yo me he enterado de cosas… Levanta, date una ducha y ven a la cocina, el desayuno ya está preparado.
Juani tiene razón, piensa el detective mientras se mete en la ducha, la aspirina ha hecho su efecto y las horas de sueño me han dejado como nuevo aunque el chichón empieza a ponerse morado. ¡Hombre! ¡Champú a la canela! ¡El misterio se va desvelando!
Sale, se seca y se deja guiar por los efluvios de café. Llega a la cocina tras cruzar un pasillo repleto de estampas de caza. Se sienta ante un tazón de desayuno humeante y sonríe al ver a Petardo enroscado sobre una toalla.
¡Tengo que cambiarme de ropa, ¡huelo peor que éste!—dice el detective señalando al perro— ¿De qué averiguaciones me estabas hablando?
Juani le cuenta las noticias que acaba de recibir de Tomasa y Grajo se da cuenta de que es posible que haya encontrado una socia.
¿Y quién es el abogado? —pregunta Grajo maravillado.
¿Y qué quieres? ¿qué haga todo el trabajo por ti? ¡Si te parece, curras por mí en el bar y yo voy a buscar al picapleitos!
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¡Qué carácter! ¡La madre que te parió! La que eres capaz de liar por una pregunta inocente. No sé, pero creo que ha llegado la hora de irme…
¿Adónde vas tan solito? ¿No pensarás abandonar a tu compañero de trincheras en casa de la tabernera?














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El sargento Rodríguez




Grajo arranca el motor y mientras reflexiona sobre el dudoso accidente de la mujer de Leo, se introduce en el tráfico. Se siente perdido sin poder ir a su oficina, necesita un centro de operaciones y de paso cambiarse la camisa pero antes tiene que hablar con Rodríguez.
Se acerca a la comisaría y espera a que salga el policía. Después de una hora y algunos aires mal dados de Petardo, está a punto de arrinconar la empresa, cuando ve salir al sargento. Abandona del coche corriendo contra toda discreción y se planta delante de él. No le da tiempo a decir mucho, el sargento lo despide con cajas destempladas y Grajo sólo acierta a darle el teléfono del bar de la Juani. 

Ahora sí que sólo le queda esperar en un único destino posible. De camino, para en un Galerías Martín y se compra una camisa.
¿Qué pasa, colega? Me apuesto la moto a que la muy mandona te ha dado puerta—comenta el hijo de Juani al ver a Grajo entrar en el bar.
¡Ya te digo! Y he llegado a la conclusión de que lo mejor era venir a ver a mi amigo Iván ¡que entre hombres nos entendemos mejor! —contesta el detective y se dirige hacia el baño con la camisa nueva en las manos  —vete poniendo un café cargadito mientras me cambio.
                                                                                                                                                                                                                             72


¡Mucho mejor, tío, ya no hueles a perro!—dice el joven—. Y hablando de perros, ¿dónde has dejado a ese chucho?
¡Cuidadito con lo que dices que el animal lo entiende todo! Además, su nombre es Petardo.
¡Bueno, ya solo te queda sacar un ratón de la chistera! ¿Has venido a por Beretta?
De momento te la puedes quedar pero búscale un espacio más grande.
La he dejado en la pecera de la esquina que estaba vacía.
No sé si a tu madre le va a gustar esa idea…
No pienso decírselo.
Te la voy a dejar si demuestras ser responsable con ella, ¡es un animal peligroso!
¡¿Pero qué demonios eres?! ¿Un poli?
Casi, solo te queda una opción.
¡Un agente secreto!
Soy detective privado.
¡La leche! ¡Si se enteran los colegas, seguro que flipan!
                                                                                                                                                      73

                                                      
¿Y tú, a que te dedicas?
Pues aquí, currando…
Y qué piensas hacer con tu vida ¿fregar platos hasta que el reuma te arrugue las orejas?
¿Te has creído que eres mi viejo o qué pasa?
Me has caído en gracia, eso es todo. A los tíos como tú, yo los calo enseguida.
Pues a mí no me conoces de nada.
¡A ver si acierto! Vas de victima por la vida y te quejas de vicio. Piensas que todos te odian y que nadie te entiende. Se te pasan los días esperando una oportunidad pero no mueves baza para encontrarla. —Suspira—. Cada día que pase, las cosas irán a peor, caerás en las drogas o en la bebida… o, con mucha suerte, puede que alguien te abra los ojos.
Iván sacude la cabeza y mira al detective.
A mí me ha pasado —añade Grajo antes de que el chico pudiera abrir la boca.
¿Te abrieron los ojos a tiempo?
¡Ya te digo! ¡Y tan a tiempo que mírame ahora!
¿Qué te había pasado?
                                                                                                            74


En cuatro palabras: a los catorce me largué de casa. Me trincaron y acabé en un centro de mierda para chicos difíciles. No aguanté ni dos días. Me fugué. Me pillaron y me volví a escapar. Una noche en la que vagaba muerto de hambre por las calles de Madrid, un hombre se apiadó de mí y me dio de comer. —Detiene el relato para recordar y luego sonríe— ¡Le vacié la nevera! Después, un médico amigo suyo me examinó concluyendo que estaba raquítico. Aquel hombre bendito me dejó vivir en su casa, corriendo un riesgo muy grande.
Y, luego… ¿qué más?
Le ayudé en el oficio.
¿Era investigador?
Epifanio Buendía Belinchòn, investigador y sabueso. Me obligó a estudiar y aquí estoy.
¿Y la historia de Beretta? ¡Cuéntamela! ¡Por fa!
Está bien, como tengo que esperar una llamada importante… Verás, me había contratado una casa de seguros. Tenía que desenmascarar a un farsante que quería cobrar la intemerata. El tío alegaba invalidez total por un accidente de coche. Quito Desfalco se llamaba el pimpollo ¡Menudo bribón! ¡Tuve que chuparme más horas de palo que un sabueso ante una madriguera! ¡El tío circulaba en una silla de ruedas y no la dejaba ni a tiros! pero al fin le pillé. ¿Conoces al Alimaña?
                                                                                                          75


Uhmmmm
¡Sí, hombre, el hijo del Sabandija!
¿Dices ese chaval que caza cucarachas de noche?
El mismo. Me dio una araña peluda que daba grima verla. Cuando la vio Quito… ¡Menudos saltos pegaba el cabrón! ¡Y cómo corría! Justo delante de las oficinas del seguro.
¡La madre que te parió! ¡Lo flipas!
¡Tú sí que lo flipas! ¡Anda y devuélveme a Beretta! ¿De qué me vas a servir sin estudio ninguno?
¿De qué estudios estás hablando?
De los de investigador, ¿De qué va a ser si no? Necesito ayudantes y tú podrías ser un buen candidato pero si no te interesa…
Espera, espera, ¡yo no sabía nada de eso! ¡Claro que me interesa! ¿Pero hay qué estudiar mucho?
El saber no ocupa lugar, muchacho, en esa cabezota que tienes te cabe eso y más. Ya estás yendo a la escuela a ver si cae la breva y te cogen.
Con la charla no se habían percatado de que Juani estaba en la puerta y había escuchado toda la conversación.

                                                                                                          76


¡Ya estás tardando! ¿O es que tengo que lavarte las orejas para que oigas lo qué te están diciendo? —pregunta Juani mientras avanza hacia la barra meneando la cadera un poco más de lo habitual.
Iván suelta la bayeta y sale corriendo a la calle.
Dale algo a Beretta en mi ausencia, madre ¡a ver si se muere de hambre! — grita Iván desde la esquina.
¡Ya me voy! —dice Grajo saltando del taburete.
¡Tomate otro café, que traigo porras y están calentitas!
Si hay porras me quedo.
Juani lleva tostadas a una mesa del fondo en el momento en el que el teléfono empieza a sonar.
No te molestes, voy yo —dice el Grajo y corre hacia el teléfono.
¿Sí?
Grajo, soy Rodríguez. ¿A ver qué te ha pasado ahora?
No puedo hablar de eso por teléfono, es lo que intentaba decirte esta mañana, pero te empeñas en hacerte de sufrir.
Ay, señor, ven al bar de enfrente, anda, y ¡ya! que no tengo todo el día.
Hazme un favor, mientras tanto, infórmate sobre Leo Lanzador.
                                                                                                           77


Esto te va a costar un pico, ¿Lo sabes?
Descuida, salgo para allá.
Grajo cuelga y corre a la puerta tan rápido que a Juani no le da tiempo a decir nada más. En menos de un cuarto de hora está sentado en otra barra, la del bar de enfrente de la comisaría. Al poco aparece Rodríguez con mala cara.
Leo Lanzador tuvo un juicio en agosto pasado del que salió inocente. Su mujer se cayó por el balcón, por lo visto accidentalmente, pero los agentes que llevaron el caso aseguran que la cosa estaba muy clara: creen que el marido la había empujado tras una pelea escandalosa que oyeron todos los vecinos.
¿Y quién dices que fue su abogado?
Bufete Justo Seguro L. en la calle Serrano.
¿Y la ele de qué es?
¡Aquí no investigamos gilipolleces! ¿Te has creído que estamos a tu servicio?
Está bien, ¡no te sulfures! Gracias, te lo debo.
No! ¡Te lo debo, no! Que también pero me vas a mantener informado a toda hora o te meto en la trena, qué no se te olvide, Grajo.
Cómo me voy a olvidar, ah, y debes saber que yo ya no estoy aquí.
No, desde luego, ya deberías haber desaparecido de mi vista.
                                                                                                              78


No bromeo, se supone que estoy muerto, así que no debes comentar con nadie que me has visto.
—¿Pero tú te crees el centro del universo o qué yo no tengo otra cosa que hacer?
Te lo digo en serio, estoy en peligro.
Ay, madre, ya quisiera yo. Anda, lárgate de una vez o cambio de opinión y te pongo a buen recaudo —y acercándose más a él—. Uf, desde luego sí que hueles a muerto. Lávate tío, que pareces un pordiosero.
Eso le recuerda a Grajo que se ha dejado a Petardo en la puerta del bar de Juani. Así que emprende el regreso a regañadientes.
Cuando Juani ve otra vez al detective atravesar el bar se queda parada con los brazos en jarras.
¡Este tío qué se cree, que puede entrar y salir como si fuera su casa! —comenta entre dientes.
Grajo ve la cara que ha puesto  Juani pero no tiene tiempo, va hacia el teléfono y marca el número de la cabina que le había dado Tortillas. Nadie contesta y vuelve a llamar. Silencio. ¿Se habrán quedado dormidos los muy ineptos?, se pregunta el detective, mejor me paso yo mismo y así me aseguro.
¿Qué ocurre? Tú te has creído que eres la reina de Saba ¿No? —pregunta Juani en cuanto Grajo vuelve a la barra.
                                                                                                         79


Mujer, tienes peores pulgas que ese que está echado en tu puerta, déjame que te explique, anda —y le guiña un ojo que hace que Juani se tranquilice—. He hablado con el sargento Rodríguez de la comisaría de Lavapiés, le suelo echar un cable cuando me necesita y me debe algunos favores.
 Por lo visto, el abogado que llevó el caso de Leo es Justo Derecho L. Tiene un bufete en la calle Serrano. No entiendo por qué un bufete como ese defiende a rufián como Leo.
¡Y la ele?
¡De lelo, supongo! Anda pórtate bien y ponme tres bocadillos que me voy ¿El Pepe es el padre del chico?
Me los vas a pagar, ¿verdad?
¿Por quién me has tomado? Y no cambies de tema.
¡Qué dices! —contesta Juani cortando tortilla de ayer— ¿El Pepe? ¿Ese mamarracho? ¡Ni hablar! No quiero volver a verle en mi vida, ya puedes decírselo de mi parte. Los bocadillos son para Pepe y sus amigos de excursión, ¿verdad?
No se te escapa una, ¡nena!
¡A ver si te crees que la Juani es una cualquiera! Qué sepas que trabajé para unos franceses que tenían un restaurante en el centro. Un sitio lujoso y con gusto. Le caí en gracia a la dueña, decía que yo era sal y pimienta y que solo me faltaba sustancia. Ella se encargó de ponerla. La canela, querido, es un energizante del cuerpo y la mente además de absorber los olores de frito. Aprendí muchas cosas con ellos, entre otras a leer entre líneas y a no fiarme de nadie.
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Y… ¿qué pasó con los franceses?
Tenían una hija estudiando en París. — Juani suspira y pone los tres paquetes delante de Grajo—. La pobre se mató en un accidente de coche. Fue muy duro para ellos y no lograron superarlo. El negocio empezó a ir mal y tuvieron que cerrarlo, luego volvieron a Francia.
¿Y no volviste a saber de ellos?
Me llamaron dos años después para que fuera a trabajar allí, pero yo ya tenía a mi Iván y con un niño pequeño las cosas no habrían funcionado.
¿Y el padre del chico?
Me dejó cuando supo que estaba embarazada y hasta ahora. La francesa me prestó dinero para abrir el bar y aquí estoy.

¡Vaya historia! ¿Y dices que aprendiste también a estar calladita?
                                                               



  






                                                              81




En el gimnasio




Grajo está sentado en el coche, mira hacia el infinito y no se decide a arrancar. Ha vuelto a llamar al número de la cabina que le había dado Tortillas, unas cuantas veces, sin obtener respuesta alguna.

—¿Sabes que opino, Petardo? ¡Qué les den! Lo más seguro es que el número que me ha dado ese tarao esté equivocado y ahora los muy idiotas no tienen forma de comunicar conmigo.

 Iremos a la cabaña a ver que pasa, pero primero vamos a pasar por el gimnasio, si no resuelvo este caso, a lo mejor aclaro algo del otro asunto, el que llevaba entre manos antes de que intentaran quitarme de en medio.

 Además, te diré que nos pilla de paso. Total, solo será un momento y si aquellos atontaos se mueren de hambre, ¡que esperen!

El centro deportivo está lleno de jóvenes que observan su imagen reflejada en los espejos de la pared. Grajo entra, parece que le hace gracia la escena y sonríe, luego busca al encargado.

El hombre no aparece por ninguna parte y mientras Grajo espera, descubre unas pesas situadas en un rincón de la salón. Se acerca e intenta levantar una de ellas.

¡Parece que está pegada al suelo! A ver si…

Y se ayuda con la otra mano.

¿Qué será esta palanca?

Tira de ella, uno de los discos se desprende y cae sobre su pie. 




                                                                                                                                                                       82




El detective levanta la pierna con una lentitud exasperante mientras sus labios se van transformando en una linea horizontal imperceptible.
 Tras cerrar los ojos y bajar la cabeza, deja de respirar. Grajo es consciente en ese momento de la existencia del dedo meñique del pie.
Poco a poco va abriendo los ojos y al parecer como consecuencia, sus mofletes se llenan de aire como si un grito quedara castrado desde el momento de su concepción.

Cuando parece recuperar fuerzas, deshincha carrillos y ese grito retenido en la boca se transforma en un soplido interminable que encuentra vía de escape a través de la nariz.

Levanta la vista y con disimulo observa el entorno, nadie parece haberse fijado en lo sucedido. Se siente aliviado y al poner el pie en el suelo descubre un letrero que reza: no tocar, averiado.

Al menos no he hecho el ridículo y a ver si aparece el tío cachas porque me siento como un zombi en un congreso de la paz!, piensa el detective, está claro que este no es lugar para un hombre como yo.

 —Buenos días, soy Olimpio, ¿en qué puedo ayudarle?

—¿Es usted el entrenador?

—Sí señor, ¿Y el encargado?

—Ha salido —miente el detective—, he oído decir que se ha ido a tomar unas cañas, de todas formas con quién quería hablar era con usted. Estoy buscando a unos chicos que frecuentan este gimnasio, vine el otro día y el encargado me dijo que hablara con usted.


                                                                                                                                                                  83



—No me ha comentado nada al respecto. ¿Es usted policía?

—Detective —corrige Grajo y mueve la cabeza arriba y abajo sin añadir palabra.  

—Bien, ¿Podría describirlos?

—Son cuatro: uno alto y delgado, rubio, lleva un brazalete de cuero negro en el brazo derecho. Otro fuerte, con pelo rizado y cara de niño travieso. Los otros dos llevan el pelo muy corto, al estilo casquete alemán.

—Sí, a los del casquete los recuerdo muy bien, tienen muchos camaradas por aquí —dice y sonríe—. Los otros… podría ser, pero ha hecho usted una descripción demasiado genérica, quizás en las fichas podría encontrar algo ¿Sabe sus nombres?

—¡Si los supiera no estaría ahora aquí!

—Comprobaré y sabré decirle algo mañana. Déjeme su tarjeta, le llamo en cuanto lo averigüe.

—Mejor le llamo yo, ¡no es fácil encontrarme en el despacho! ¿Mañana a esta hora le parece bien?

—Bien. ¿Puedo ver su documentación?

Grajo busca entre un sinfín de tarjetas que lleva en la cartera.

 —¡Muy bien! ¡Así me gusta! ¡No va uno a fiarse del primero que encuentra! —dice al joven y muestra el documento apropiado para la ocasión— ¡Si supiera la cantidad de problemas que tenemos! la gente no acostumbra a comprobar —Y cierra la cartera con agilidad.— Hubo un caso en el que se nos escapó un delincuente por culpa de una incauta. Convencida de que se trataba de un policía, mostró al asesino la salida trasera del bar. ¡Dónde iremos a parar con tanto farsante suelto! Bueno, lo dicho, mañana le llamo.

Sale del gimnasio y se aleja cojeando.



                                                                                                         84







El detective se cerciora de que no hay gente en los alrededores, entra en el coche, cierra la puerta y emite un grito estremecedor.

—Lo siento Petardo, pero tenía que soltarlo. Menos mal que no ha sido nada, en mi profesión estar bien es vital.Ya ves, compañero, con el precio de una hora de parking casi hemos resuelto el asesinato del Paquistaní, ¡tengo la impresión de que las cosas hoy pintan mejor que ayer!


El detective sale de Madrid y toma el camino de la cabaña, nota cómo se le va hinchando el píe pero eso no le impide lucir una sonrisa radiante.

De repente se descubre pensando en Juani y se sorprende. Luego, cuando ve que está pensando en todos los defectos que la adornan se tranquiliza.

—¿Sabes? —dice a Petardo que duerme en el asiento de al lado— en cuanto a lo de cocinar creo que Juani le lleva ventaja a mi Raquel aunque aún no he probado sus mieles pero no es necesario porque la verdad es que Raquel no distingue una sartén de un vagón de metro —Se le nubla el semblante y su cara se cubre de arrugas—. ¡Y esto me preocupa enormemente!, a saber qué bazofia estará comiendo mi pobre niña... ¡Mira que irse a una comuna en Ibiza con un montón de mamarrachos! ¿Sabes, Petardo? Cuando la encontré en esa maldita isla y la vi desnuda en la playa a poco me da un ataque. ¡Qué te voy a contar!, menos mal que me mantuve escondido, ¡pero a la niña la vi bien clarita! y a mí jamás me falla el olfato. Ya sé que piensas que soy un cobarde, que tenía que haberle echado cara al asunto y montarla pero me faltaron las fuerzas y volví a Madrid sin ni siquiera hablar con ella. Si hubieras visto aquel tío... fornido por todas partes...


                                                                                                     85



Grajo abandona la carretera nacional para introducirse por unos caminos de tierra y se concentra en la conducción por miedo a perderse. Pasados unos quince minutos se encuentra el camino invadido por un rebaño de ovejas.
¡El pito de este trasto no asusta ni a una mosca!, piensa el detective al ver que las ovejas no se inmutan tras darle a la bocina. Al momento se tranquiliza al ver que se acerca el pastor, eso sí,  sin ninguna prisa aparente.

—¡¿No está viendo que sus ovejas están cortando el camino?!

—¿Es que acaso va usted a apagar un fuego?

—¡Déjese de monsergas y aparte a estas bestias! ¡Es para hoy! —grita Grajo al percatarse de que el hombre ralentiza la marcha.

Al detective parece hervirle la sangre pues se baja del vehículo.

—¡Ya va, Ya va! ¡Ni que os acabaran de pegar un tiro!

¡Este tío me va a tener aquí parado lo menos una hora!, piensa el detective.

—Petardo, ¿te atreves?

Pasa hacia el otro lado del coche y abre la puerta, el perro sale a toda velocidad y se introduce de cabeza en el meollo del rebaño.
 Los animales empiezan a moverse y el pastor a correr. En menos de un minuto las ovejas están reunidas en círculo a un lado del camino.

 —¿Qué le parece mi perro? ¡Si lo va a tratar bien se lo regalo!

—Sabe hacer su faena, no hay duda ninguna, pero ya tengo dos.

—Pues yo no los veo ¿Se han puesto en huelga o qué pasa?

Al verle a usted los he dejado en la caseta, ¡si no me divierto un poco con los que pasan por la carretera este trabajo acabaría conmigo! —contesta el anciano y se apoya en el capó.




                                                                                                                                                           86


—¡Digo! —contesta Grajo sacando un puro del bolsillo— Lo siento pero no tengo mucho tiempo, espero que esto sustituya la charla esperada.
El hombre agradece el puro, da las gracias y Petardo vuelve a ocupar el asiento de copiloto.

—¡Casi, casi, podríamos cambiarle el trabajo al abuelo! ¿No te parece? Todo el día en el campo sin nadie que te dispare…

Antes de acabar la frase, el detective vislumbra una casa entre árboles y se tranquiliza.
 Se acerca.
 Observa que su viejo coche no está aparcado en las inmediaciones y eso le pone en alerta.
Sale del vehículo y se dirige hacia el refugio.
La puerta está abierta y la casa vacía.

 El corazón del detective sube y baja por un trampolín imaginario y piensa que no se merece eso, que algo debería de salir bien alguna vez.

Entra, las ascuas de la chimenea siguen calientes y todo está en su lugar.

¿Qué demonios ha pasado aquí? ¿Dónde está todo el mundo?, se pregunta el detective, ¡Es como si se los hubiera tragado la tierra!

Sale y tropieza con Petardo que anda olisqueando detrás de él pero en el último momento consigue mantener el equilibrio. Inspecciona los alrededores sin éxito alguno, llama, maldice en voz en grito y como último recurso lo intenta con el perro.

—Huele aquí, Petardo, y ahora… ¡busca!

El animal da dos vueltas sobre sí mismo al lado de la chimenea, olisquea y sale disparado hacia el bosque.

 El detective corre tras él para no perderle de vista, pero Petardo se detiene pocos metros más adelante, levanta una pata y tiende la cola.

 Mientras sigue corriendo, Grajo se asusta al no ver a nadie en los alrededores, le vienen a la mente escenas sangrientas de miembros humanos descuartizados y corre aún más a prisa.
 Llega a la altura del perro casi sin fuerzas.                                                                                                        87


    

                                                                                                                                                      
 —Bueno —dice, al examinar el hallazgo— ¡por lo menos sabemos que el tiempo de cagar lo han tenido!

Se permite un momento para tomar aire y vuelve hacia el escarabajo palmeando el lomo del animal. Piensa que si Petardo no fuera perro sería más listo que él y que con un poco de adiestramiento podría llegar a ser un buen sabueso. Pero pronto los problemas vuelven a nublar su horizonte, está preocupado por sus hombres y disgustado por no haber recuperado su coche.

Silba y el perro se sube al asiento de un salto, el detective arranca el motor, se pregunta si es mejor imprecar que pensar y reanuda la marcha maldiciendo todo lo que se interpone en su camino. Veinte minutos más tarde y con un tono de voz un punto más bajo, detiene el vehículo en la primera gasolinera que encuentra. Baja y con cuatro zancadas alcanza la cabina de teléfonos.

—¿Bolas? ¡Soy Grajo me cago en la leche!

—¡Dichosos los oídos! ¡Llevo toda la mañana intentando localizarte! ¿Se puede saber dónde te metes?

—No preguntes si no quieres respuestas villanas. ¿Sabes algo de mis hombres?

—¡Por eso te andaba buscando! Gato ha llamado, aquí al bar, a primera hora de la mañana, ha dicho que él y el Tortillas estaban perdidos por la zona de Zarzalejos. He mandado a mi hijo a buscarlos.

—¿Pero qué demonios ha pasado?

—Según cuentan, han sido asaltados por un ejército de gorilas. Dicen que se han defendido como cosacos pero, por lo visto los gorilas eran demasiados.

 —¡Conociéndoles, habrán sido cuatro gatos despeluchados! ¿Qué más te han contado?

—¡Un follón de tres pares de narices! La verdad es que no he entendido ni una sola palabra.

—¿Y qué ha pasado con el Pepe?

—Esto no te lo quería contar, pero cómo lo preguntas no me va a quedar más remedio.

—¡Desembucha de una vez!

—El menda se ha largado con tu coche.

—¡Están despedidos! ¡Diles que si no encuentran mi coche haré picadillo con sus entrañas! 

                                                                                                                                                                                                   88




 
—Mira, Grajo —contesta Bolas— entiendo lo que debes sentir en estos momentos, pero recuerda que ahora no hay nadie más disponible. El Borrego se ha ido al pueblo para la matanza, el Meapilas de baja por depresión y el Chorizo en el hospital con una úlcera de caballo. ¿Seguro que quieres despedir a los únicos dos que tienes en nómina?

—¡Tienes razón, ya los mataré en otro momento! Cuando lleguen diles que se queden en el bar hasta nueva orden y ¡nada de poner lo que coman a mi cuenta! 









                                                                                                          89




                  Capítulo 3





La Charo


En el mismo momento en que Grajo regresa a Madrid con los bocadillos medio desechos en el asiento de atrás , Juani se toma un descanso y deja la barra en manos de Carmen, camarera de apoyo en las horas punta del bar.

Todo este asunto de Grajo me tiene los nervios de punta y en la cocina eso no es bueno, piensa Juani mientras fuma un cigarrillo apoyada en la puerta.

¡Menudo saque tiene el zampabollos con lo delgado que está!, si me descuido me quedo sin porras para los clientes. Además es bastante engreído y un egoísta patentado aunque no puedo dejar de reconocer que con mi Iván se ha portado muy bien.

—¡Hombres! —dice con la boca llena de humo. Apaga la colilla con el tacón del zapato y vuelve a entrar.

—Carmen te quedas al mando y yo a la faena.

Entra en en la cocina y se encierra. Se anuda un mandil detrás de la espalda, aspira perfumes, afila cuchillos y aprieta el botón que da rienda suelta a un ritmo veloce.
 Su mente trabaja a destajo, el ajo dorado, la carne sofrita, almendras machadas con higadillos, el vino, piñones, pimienta, limón…
¡Lo tengo!, comenta y se abre la puerta.

—No puedo creerlo —protesta sin darse la vuelta— ¡No admito visitas!

—Lo siento pero es importante —contesta Charito que intenta soltarse de Carmen que tira de ella.


—Soy toda oídos —declara la Juani tras un largo suspiro—. Está bien, Carmen, puedes soltarla.

                                                                                                          90



—A ver cómo empiezo —comenta Charito—: después de dejarte, querida, he llevado a mi Kevin al cole. Y ahí estaba Huang o como se diga, compañero de clase de Kevin.
 Y al verle tan chino me vino una luz: una peli, de tortas. Había un un chisme gigante danzando, un dragón de papel movido por hombres debajo. ¡Mi madre!, me dije al recordarlo, ¡dragones y chinos! Saqué el dibujo de la llave y se lo enseñé, sin decirle palabra, para ver qué cara ponía. Y… ¡Bingo! ¡Es la llave de mi abuelo!, dijo el chaval.

Juani parece asimilar porque asiente.

—Al llegar a casa —sigue contando Charito— después de dejar a Kevin, llamé a Yasmina, ya sabes, la madre de Kevin… y le conté el misterio en el que andamos metidas. Yasmina me dijo que la madre del chino trabaja en un almacén de camisas, que es ilegal por lo visto, que no es fácil hacerse con ella pero que lo intentaría.

—¡Y qué?— pregunta Juani y se muerde una mano.

— ¿Te acuerdas de Merche, la que hace unos años perdió el trabajo y no pudo terminar de pagar el préstamo del piso? La que se quedó en la calle con todos sus trastos y mandó al guardia al hospital. ¡Sí mujer! La que se metió en la corrala de la calle del Pobre al llegar a un acuerdo con un prestamista...

—Me acuerdo, fue la comidilla del siglo.

—¡El prestamista era un chino!

—Lo recuerdo.

—¡Pues ese chino es el padre de la madre del amigo de Kevin!


—Creo que te sigo.

                                                                                                       91        


  — Cuenta Yasmina, mi hija, que la china le dijo que su padre ya no es prestamista. Por lo visto se está haciendo mayor y si sigue prestando no va a darle tiempo a cobrar. Ha dejado el negocio y ha puesto un depósito de cajas de seguridad, en la calle del Troski.
 Pues bien, y con esto llegamos al punto: La llave famosa, el misterio del día, tu llave… es la que abre una de esas cajas.

—A ver, Charo —dice Juani trás parpadear varias veces— ¿lo que me quieres decir es que la llave abre una caja de seguridad de un local llevado por un chino en la calle del Troski?

—¡Muy resumido! ¡Tan resumido que no se entiende, diría yo! Dicho así parece que ha sido coser y cantar y te aseguro que me he dejado los sesos en conseguir hilvanarlo! 

                                                                                                 92
                                                                                                  



                                                                                                         


Un chino muy viejo



Grajo, con el dedo meñique del pie hinchado como una ciruela madura, deja la gasolinera envuelto en un mar de dudas. Al saber que Pepe había escapado estaba preocupado por Juani.

Decide volver a Madrid, a toda prisa. A toda la que le permite el cacharro que está conduciendo. Tiene el rostro desencajado cuando entra en el bar cojeando, pero no le da tiempo a decir ni media palabra...

—¡Dichosos los ojos! Tengo noticias frescas para ti. Siéntate en esta mesa que ahora te pongo algo para que vayas abriendo apetito. ¿Qué te pasa en el pie? —Luego grita hacia la barra— ¡Carmen! ¡Una caña y una de bravas para el caballero!

—Nada que tenga mayor importancia, para ayudar a una anciana a la que estaban atracando unos mierdecillas he lanzado una patada con tanta mala suerte que he dado de pleno con el dedo meñique en la barbilla de uno de los dos.


—Sí, ya — dice Juani y sale escopetada hacia la cocina.

                                                                                                                                                       93


Vuelve a salir con varios platos en las manos que deja en la mesa de unos hombres manchados de grasa hasta las cejas.
¡Ya sale el filete, señor! —dice a un tipo elegante que ojea la prensa en una mesa situada en el fondo.
El hombre la observa girarse y sonríe mientras ella se aprieta el mandil que iba perdiendo. Mientras tanto, Carmen coloca la caña y las bravas en la mesa de Grajo y se acerca a otro punto del salón a tomar la comanda.
¡Dos de riñones, un cocido y una de pollo al ajillo!
¡Oído cocina!
Tras servir las dos mesas restantes, Juani toma asiento delante de Grajo.
¡Ya tengo la llave! —dice dando un codazo en el brazo al detective.
¡No puedo creerlo! ¿Pero cómo…
Mis contactos… ¡Así que ya sabes! —contesta Juani y levanta la barbilla—, tú pregunta por esa boquita y Juani se entera de todo. He descubierto que en la calle del Troski hay un chino que va a ser el hombre que andamos buscamos. Es muy viejo, por lo visto parece una pasa. Me han contado que tiene el pelo muy largo y la barba muy blanca. Siempre ha sido usurero pero ahora ya no presta ni un duro y acumula una pasta alquilando cajas de seguridad.
¡¿En la calle del Troski?! ¡Pero si allí te roban la sombra si no vas con cuidado!
Pues, por lo visto, nadie se atreve a acercarse.

                                                                                                   94

Habrá que pasarse —dice el detective y cierra los ojos—, pero primero, habrá que encontrar a tú Pepe.
¿¡Qué quieres decir!? —pregunta Juani que se levanta de un brinco—. ¡No me puedo creer que se te haya escapado mi Pepe! Y ¿ahora qué vamos a hacer? ¡Si me encuentra me mata!
¡Tranquila! Todo está controlado. Además, él no sabe que la culpa de todos sus males es su parienta. Me apuesto al Petardo que el pollo se esconde en un sitio seguro. Probablemente te llame, pensando que estás preocupada, y si eso sucede procura averiguar dónde se mete.
¡Mira, Grajo, aún no ha nacido quién me diga lo que tengo que hacer! Así que tú a lo tuyo que yo sabré como comportarme.
¡Qué carácter, nena! Escucha, solo te pido un favor: he pensado en instalar mi cuartel general aquí solo durante el tiempo que permanezca fiambre. ¿Qué dices? ¿Puedo decirle al Bolas que llame si hay alguna novedad?
¿El Bolas?
Es mi mano izquierda, querida.
No sabía que tenías secretario, creía que ese puesto estaba vacante —contesta Juani tras dejar caer los brazos a lo largo del cuerpo.
¡Siempre nos queda la mano derecha!
Lo del Bolas no ha sido una buena idea, piensa el detective, ¡en fin, se la vi, como dicen los franchutes!
Mientras espera a que se enfríen la bravas, vuelve a llamar al Bolas.
¿Han llegado esos dos mamarrachos?
¡Aún no ha aparecido nadie por aquí, solo espero que no le haya pasado nada a mi hijo!
No te apures, ¡estarán cazando gamusinos para hacer tiempo! Cuando lleguen que llamen a este teléfono, si no estoy yo, que hagan lo que les diga una tal Juani.

—¿Quién es la tal Juani?

—Es una historia muy larga que ya te contaré cuando vuelva a la vida, los muertos hablan lo justo y yo ya lo he hecho. 
                                                                                                                                                          95


El detective regresa a la mesa y descubre una abundante ración de estofado junto al plato de bravas y, al lado, un buen vaso de vino. Se sienta y se olvida de todo.
Ante el plato humeante, el hombre revive su infancia: Se ve en una silla frente a una mesa de madera desgastada. Tiene las piernas colgando y no deja de moverlas hacia adelante y hacia atrás.
 Al lado de la lumbre, que calienta la única estancia de la que consta la casa, está su madre sentada en una banqueta muy baja, no deja de remover una sopa espesa en un caldero que cuece sobre las mismas brasas.
 El aroma excita sus glándulas y le obliga a tragar saliva.
 Todo se nubla cuando se abre la puerta y aparece su padre. El hombre se tambalea y tras unos segundos de titubeo se dirige hacia él cinturón en mano.
¡Mejor lo dejamos ahí!, piensa el detective que vuelve al presente para dar buena cuenta del plato. Cuando termina de comer, echa mano a la cartera y se acerca a la barra.
¿Y Juani?—pregunta a la camarera.
Ha salido un momento, al banco, ha dicho que tardaría.
¿Qué se debe de la comida?
Me ha comentado la jefa que ya hablarán ustedes luego.
Grajo sale y en la puerta Petardo le saluda meneando su rabo. A su lado, un plato vacío.
Juntos y sacios se dirigen a la calle del Troski, un callejón sin salida, estrecho y maloliente.
Las casas parecen a punto de caer y no lo hacen gracias a las barras de acero que las apuntalan.
¡¿Te gusta Juani, ehh, bribón?! —pregunta el detective al animal que camina a su lado— ¡Claro, si me tratara como a ti, pensaría yo lo mismo! ¿Y te has fijado en el baile de caderas cuando derrapa entre las mesas?
No hay nadie en la calle pero aun así Grajo se siente observado. Detrás de las persianas cerradas se intuyen pares de ojos que siguen sus pasos.

                                                                                                       96


¡Si supiera adónde voy se lo diría yo mismo! piensa el detective ¡Menudos contactos! ¡Saben la marca de calzoncillos que gasta ese chino pero ni idea del número de la calle en el que vive!
El escaparate de un pequeño local detiene sus pasos. Sobre un mostrador diminuto se apila un tropel de lagartos y peces dorados, dragones, serpientes y gatos, colgantes de nudos de seda, pimientos de tela y botes de varios tamaños con etiquetas imposible de descifrar.
Aquí debe ser. No he visto lugar como este en todo Madrid.
Grajo parece dudar pero al final empuja la puerta y un sonido parecido al de cristales rotos que proviene del techo frena su avance.
 Por si a caso el detective encoge el cuello, vuelve atrás y observa la reacción de Petardo. El perro se estira, se deja caer, suspira y levanta una ceja. Grajo mira hacia arriba y descubre en el techo un colgante de cascabeles que roza la puerta.
¡Quién lo diría, al final resultan ser más desconfiados que el menda!
Se adentra en el local y el olor de especias extrañas a él penetra en su pituitaria provocándole un fuerte estornudo.
¡No veo ni un pijo!, piensa el detective y saca un pañuelo. ¡Por qué esos faroles de papel que no alumbran apenas, si pueden dar a la luz como todo cristiano!
Ni hâo.
¿Cómo dice?
Ni hâo —repite una niña que vuelve a inclinar la cabeza.
Ni hâo —contesta Grajo y se inclina a su vez.
Se quedan mirándose el uno a la otra.
                                                                                                      97


Ni hâu —vuelve a decir la niña pasado un largo minuto.
Vale, lo entiendo, soy yo el que tiene que hablar. A ver, ¿que son esos botes del escaparate?
Ungüento del dragón.
¡Del dragón?
Del dragón.
Y ¿ sirve para...?
Muchas cosas, una torcedura, un esguince, un resfriado…
¿Un golpe en el dedo meñique del pie, por ejemplo?
Para golpes mejor el Zhé Chong —contesta la niña y saca una bolsa de polvo negruzco de un cajón.
¿Puedo? —pregunta el detective acercando la mano.
. Es polvo Zhé Chong.
Grajo nota entre los dedos unos cristalitos diminutos.
Se obtiene de una cucaracha especial, es tóxica.
El polvo se hidrata y se aplica en la zona inflamada, penetra en la piel llegando hasta el hígado donde rompe la sangre y expulsa el éstasis, ¡en caso de golpes es muy efectivo!
La madre que te parió, piensa Grajo, y se limpia los dedos con un pañuelo.

Verá, ahora no llevo suelto, pero volveré otro día. En realidad solo venía a preguntar por esta llave.
Saca la pieza del bolsillo y la enseña a la muchacha.
Un momento, por favor—contesta la joven y tras otra inclinación desaparece en la trastienda.
 ¡Si esa loca cree que me voy poner ese polvo en el pie…, va lista!, piensa el detective, además de cucarachas…tóxicas, ¡hale! ¡Chúpate esa! Lo mejor será respirar lo menos posible aquí dentro.

                                                                                                      98


Como salido de la nada un hombre encorvado se acerca hacia él caminando con pasos muy cortos. Se para, cruza los brazos en el pecho y levanta la cabeza dejando ver una cara repleta de arrugas.
Ni hâu —dice el viejo, e inclina de nuevo su cuerpo.
Esto del ni hâo con reverencia incluida se me está haciendo algo pesado, piensa el detective.
Pese a eso repite la ceremonia sin dejar de mirar el largo bigote del hombre que se une a una barba del mismo color blanquecino, debajo la barbilla. Todo ello forma una trenza perfecta que llega hasta el suelo.
¡La pasa peluda!, piensa Grajo al tiempo que le enseña la llave.
La veintiocho, pelo usted no sel Leo Lanzadol —asegura el anciano—. Estal bien. Las nolmas sel nolmas, si usted tenel llave podel ablil caja.
Grajo se ve obligado a seguirlo a paso de tortuga para no atropellarlo de una zancada mientras se pregunta porqué esa tozudez en no pronunciar las erres. Al fin llegan a un patio interior cubierto con una techumbre transparente. 
La humead del lugar es asfixiante y el calor nauseabundo.
Si abren ventanas estarán mucho mejor —comenta Grajo mientras observa un sin fin de plantas creciendo en macetas diminutas—. Y si no pone macetas más grandes jamás crecerán estas plantas.
Sel bonsáis, señol, álboles enanos.
¡Por eso mismo tiene que cambiar las macetas! Ya verá como crecen...
Entonces dejal de ser enanas.
Entiendo —dice Grajo que sigue pensando que esas plantas jamás darán sombra a ese lugar.

                                                                                                     99


El anciano se para y el detective descubre una masa informe en el centro del patio.
Eso parece la mierda de un dinosaurio, piensa Grajo, esta gente es mas rara que un perro verde.
¡Detenelse! —grita el anciano.
Y lentamente, levanta los brazos hasta dejarlos paralelos al suelo, luego emite un silbido ensordecedor y apunta con los dedos hacia dos lugares opuestos de la estancia.
Por el color de la cara, al detective parece habersele helado la sangre. Y su sorpresa parece aún mayor cuando se da cuenta de que la masa informe empieza a moverse.
¡La mole se está dividiendo en dos partes!, piensa el detective que por mucho que lo desee es incapaz de mover ni un músculo—, esa mierda está viva. ¡Qué coño…, ¿esas de ahí son cabezas? A mí no me llevan a China ni atao, ¡ya te digo! ¿Por qué no habrá venido la Juani en mi lugar?
¡Me cago en la leche que ha mamao el hombre blanco! ¡¿Qué demonio son esos bichos tan horrorosos?! —grita Grajo tras ver como los animales se han desplazado a las zonas indicadas por el anciano.
Dragones de Komodo— responde la niña que los había seguido en silencio—, su mordedura es letal, su saliva tiene tal cantidad de bacterias que resulta mortífera para toda criatura viviente.
¡Esta chiquilla parece un tratado de ciencias!, piensa el detective, empieza a caerme como una pedrada y hablando de pedradas, ¿por qué ella pronuncia las erres y pone los verbos como Dios manda? Ya te digo, esta gente es la monda. 
Los dragones se tumban en el suelo tras dejar un reguero de babas por el patio, el anciano adelanta unos pasos y aprieta un interruptor medio escondido en una columna cercana. El pavimento empieza a abrirse delante de él.
 El anciano hace una señal al detective para que lo siga mientras avanza y queda literalmente engullido por el suelo.
                                                                                                                                                        100


Escalones—susurra la niña a la oreja de Grajo.
El detective se adelanta sin quitar ojo a las bestias que a su vez, lo observan sin pestañear y descubre una escalera que baja hacia un sótano. No se lo piensa y se lanza.
Las cuatro paredes de la estancia están repletas de cajones de acero numerados. Grajo busca el suyo y logra introducir la llave en la cerradura pese al temblor de las manos.
Si quelel mí, estal aquí fuela dice el anciano y empieza a ascender por la escalera.


Grajo coloca el cajón en una mesa y extrae de su interior dos fajos de billetes y una cinta de audio. No tiene ni tiempo ni ganas de contar el dinero, solo desea salir de ahí cuanto antes.
Introduce dinero y cinta en los bolsillos como puede. Coloca a el cajón en su sitio y sube a toda velocidad por las escaleras.
 Al llegar al penúltimo peldaño tropieza y cae entre los dos animales. Blanco y mudo, se levanta aterrado y corre a la tienda dejando un rastro de billetes tras de sí.
De propina —dice al anciano que parece esperarle en la puerta.
A paltil de ahola la caja veintiocho sel del señol Glajo. Estal pagada todo el año. En enelo se lenueva el contlato.
No cleo que vuelva, —contesta el detective de camino a la puerta. Entonces se para, parpadea, abre la boca y la vuelve a cerrar. Al final se decide—. ¿Cómo habel sabido quién sel yo? 

                                                                                                                                                                                                           101       

El becario


Grajo se dirige al bar de Juani con una cojera cada vez más pronunciada, va andando tan deprisa como puede y Petardo corre trás él, parece que intenta imitarle.
El detective no ha digerido todavía la experiencia vivida en la calle de Troski. Tiene la impresión de que el viejo ha hurgado en su mente usando poderes que no alcanza a comprender y ha dejado todo revuelto en su interior.
El bar está casi vacío, solo un hombre, bajito y consumido sorbe café en una esquina de la barra.
 Grajo, al verlo, se siente poderoso y avanza con decisión.
 Iván, desde la barra, da un largo suspiro y apoya las manos en el mármol.
¡Por fin aparece alguien!
¿No volvel tu madle? —pregunta Grajo que, simulando observar a Beretta camufla los fajos de dinero y la cinta de audio entre unas plantas de plástico y un cofre del tesoro.
No, ¿Sabes a dónde ha ido?
Decil Calmen que al banco.
Pues… ¡cómo no lo hayan atracado no sé a qué espera para volver! ¿Y a ti que te pasa en la boca?
Nada, pero me ha hecho gracia la forma de hablar de los chinos y me estoy divirtiendo que falta me hace.
                                                                                                   102


Por cierto, ha llamado un tal Bolas diciendo que el Tortillas y su gato ya están ahí, y quiere saber a dónde quiere mi madre que vayan. ¿Alguien me explica lo que está pasando aquí y desde cuando mi madre ha decidido adoptar un gato?
No hay tiempo para explicaciones, serían, por lo que veo, demasiado complicadas. Llama al Bolas y dile que todo el mundo se esté quietecito y espere instrucciones.
¿Quieres qué llame yo?
Sí, dile que eres el becario del Grajo.
¿El becario? ¡Esa palabra da mala espina!
Un becario es un secretario que conseguirá el puesto si se saca el título, ¡empanao!
Iván va corriendo a llamar, mientras Grajo se sienta en un taburete y piensa que si Juani no está en el bar es que lo del banco era una trola.
Mientras tanto, Petardo pega la nariz al cristal de la puerta, parece que intuye que algo va mal y no quiere ser el último en enterarse.
 Cuando Iván regresa a su puesto, el detective comenta:
Mira, Iván, este asunto es muy complicado y por lo que veo tú no sabes de la misa ni la mitad, y ya te digo que ahora no hay tiempo para grandes explicaciones. —Coge aire y sigue—. Resumiendo: el Pepe intentó matarme ayer por la mañana y tú madre vino a avisarme en el momento crucial. Gracias a eso estoy vivo aunque todos me creen fiambre —Iván le escucha con los ojos abiertos y la mirada perdida. El detective vuelve a tomar aire y continúa—. Pepe ha escapado y la cabezota de tú madre ha debido de ir tras él en lugar de contarme donde podría encontrarlo.
¡Típico! ¡¿Para qué va ella a necesitar a nadie?¡
¡Digo! ¡Qué me vas contar que ya no sepa! escucha, ahora eres tú la reina de la partida.
¡Será el rey!
                                                                                                                                                  103


¡No! El rey solo come peones, ¡berzotas!... ¡Anda que no te queda camino que recorrer! En el ajedrez, la reina es la que lleva la voz cantante. Ya te enseñaré como va eso cuando resucite.
Bueno, y ¿entonces que se supone que tengo qué hacer?
Darle al coco, chaval, darle al coco. ¡Pensar! ¿Dónde puede haberse escondido el tarao de tú padrastro?
¡No tengo ni la más remota idea!
A ver, Iván, ¿te ha contado alguna vez dónde iba de chico? ¿Dónde vivía con sus padres, dónde se reúne con los amigos, si tiene hermanos, ex mujer, amante, ex compañeros de trabajo, tiene hijos perdidos por el mundo, alguna cabaña de pesca, es de algún club, un gimnasio?... Algo, por Dios te lo pido.
Jugaba en el barrio. Sus padres eran de aquí, de Lavapies. Tiene amigos pero son todos de la zona. Ni pesca ni caza ni es deportista.
Algo tiene que haber, algo que se te escapa.
¡Ya sé! Una vez formó parte de un grupo de chalaos que hacían rutas por las cuevas de Luis Candelas.
¿El restaurante?
¿Qué restaurante?
¡El de Luis Candelas!
¡No, hombre! Las cuevas, las cuevas como la de los hombres prehistóricos… ¿Es qué no sabes lo que es una cueva?
¡Claro que sé lo que es una cueva! ¡Pero lo que no sabía es que había una cueva de Luis Candelas en Madrid! Y ¿Dónde se supone que está esa cueva?
Fuera de Madrid, no lo recuerdo, ¡yo era pequeño! Sé que había un río.
¡El Manzanares da mucha vuelta muchacho! Esa pista no vale.
                                                                                                    104


El hombre que está en la barra, molesto por tener que soportar tanto griterío, se presta a aclarar el entuerto:
El chico se refiere al Espolón de Vaciamadrid, entre el Manzanares y el Jarama. 
Hay una red de cuevas que se usaron durante la guerra civil y entre ellas está la de Luis Candelas. Puedes llegar saliendo por Vallecas y pasando Rivas.
 Hay una explanada donde poder dejar el coche y luego te tocará recorrer las sendas a pie.
No conocía esas cuevas…
Bueno, no son muy conocidas, la gran mayoría de madrileños tampoco conocen su historia ni su paradero.
Ha sido usted de gran ayuda, caballero. Invita la casa y si nos disculpa tenemos que cerrar el bar por un parto de urgencia. ¡Ya ha roto aguas!
¡¿Tú mujer está pariendo y tú aquí de charleta?! —pregunta Iván con los ojos muy abiertos.
¡Que yo sepa no tengo mujer de momento pero nunca se sabe, se trata de la gata que va a adoptar tu madre! Cierra el bar y busca un sitio donde estar  seguro por si Pepe aparece.
Yo pensaba ir contigo, ¡nunca he asistido a un parto!

—Esta vez no va a poder ser, Iván, pero las gatas paren cada tres meses, habrá otra ocasión. Te dejo un trabajo importante que hacer: llama al Bolas, explica que tu madre está en peligro y que mis hombres se presenten en la explanada de Vaciamadrid lo antes posible, y que traigan linternas, y que tengan pilas, y que las pilas sean nuevas, y que comprueben que la bombillas no estén quemadas, y que los conectores no estén oxidados, y que no tengan excusas si al final quedamos a oscuras. ¿Lo has entendido bien? ¡Es muy importante! Tú madre y yo nos jugamos la vida en esto. 

 Descuida, ¡lo haré! ¡Pero vaya follón por el parto de una gata!
                                                                                                                                                                                                               105




                      
                      Capítulo 4




Juani en las cuevas






En el momento en que Grajo confiesa que Pepe ha escapado, Juani intuye dónde puede haber ido a esconderse su hombre.
 No se lo piensa y decide ir sola en su busca, cree que hay una posibilidad de arreglar las cosas y quiere aprovecharla. Está segura de que, ante un arrepentimiento sincero y una confesión completa de Pepe, el detective sería capaz de perdonarle, después de todo ella le ha salvado la vida.

Mientras conduce hacia Vaciamadrid rememora todo lo acontecido desde el momento en el que oyó a Pepe hablar por teléfono, y se maravilla de su determinación. Se pregunta si está haciendo lo correcto y si no se está metiendo en algo demasiado grande para ella.  


La explanada está desierta, en un día laborable no hay excursionistas.

Juani entrevé un vehículo oculto entre matorrales, un viejo Ford destartalado, aparca a su lado y, antes de bajar, abre la guantera en busca de material apropiado para la misión que va a emprender.
 Conforme va sacando cosas, las va dejando en un montón en el asiento del copiloto: tiritas, trapos, alcohol, una bolsa de papas a medio comer que por el olor deduce que tienen pedigrí, un boli, cinta adhesiva, la llave de repuesto del coche, una polvera, una camiseta de recambio, unas zapatillas de deportes, tijeras, limas para uñas, unas agujas para hacer calceta y un folleto con un pequeño plano manoseado. 





                                                                                                                                               
                                                                                                        106


Menos mal que no tiro nada, sin este mapa me perdería en este lío de cuevas. El resto de cosas, no me sirve para nada —dice mientras remueve el montón de cachivaches—, aunque ésto puede que me sirva.
Coge una bolsa de plástico y va metiendo las tijeras, la lima de uñas y la cinta adhesiva. Después se calza las zapatillas. Localiza la explanada, baja del coche y se dirige en la dirección indicada por la línea roja. 

El cielo está nublado y amenaza lluvia. Juani acelera el paso mientras baja por una vereda de tierra, envuelta en su abrigo verde. 
Los matorrales le arañan las piernas. El viejo abrigo se queda enganchado en unos espinos y un pedazo de tela queda atrapado entre ellos. Juani está tan nerviosa que no se da cuenta de nada.
Este hombre va a acabar conmigo, piensa la mujer mientras avanza por esos terrenos irregulares, ¡pero se lo debo! La verdad es que siempre me ha respetado y a Iván lo trata con cariño. No sé lo que le voy a decir cuando lo encuentre, será mejor improvisar, las cosas como salgan, que no parezca que lo he preparado todo.

Cuando se acerca a las cuevas se detiene, le ha parecido haber escuchado el sonido de pasos.
¿A dónde vas con tanta prisa, mujer? —pregunta Pepe que aparece a sus espaldas.
—Suponía que te encontraría aquí...
He pasado por casa esta mañana pero no estabas, pensé acercarme al bar pero en el último momento me arrepentí. ¿A qué has venido? ¿Me echabas de menos?
He venido a preguntar si has dejado tu puesto libre en mi cama.
¡Te mataría antes que verte con otro!
Entonces, ¿qué haces aquí?
Pepe dibujaba un círculo en la arena con la punta del pie, luego levanta la cabeza y la mira a los ojos.
He matado a un hombre.
                                                                                                107


Y lo dices así, ¡tan tranquilo!
Lo hice por Iván.
No te atrevas a meter a Iván en esto…
Entra, será mejor que hablemos dentro. —Juani no duda y entra en la cueva—. ¿Cómo has sabido donde encontrarme?
La vez que vinimos aquí, hace años, me dijiste que éste es un lugar ideal para esconderse. Debí entender en ese momento que no eras trigo limpio.
¡Sabes que eso no es cierto! ¡Siempre he sido un hombre legal! ¡Vago!, lo reconozco. ¡Pero nunca he hecho daño a una mosca!
Eso ya no puedes decirlo.
¿Y cómo sabes tú eso?
Lo acabas de confesar, has matado a un hombre.
Ya —dice Pepe acercándose a ella— ¡siempre te has creído más lista que yo!
No, chato, es que soy más lista que tú.
No empecemos —dice Pepe y se acerca a la mujer pero Juani no retrocede ni un ápice.
¿Y qué piensas hacer ahora?
Huir lejos de aquí y no volver nunca más.
No puedes esconderte para siempre. Te encontrarán.
No me queda otra salida.
¿Y si yo te dijera que no te pueden acusar de asesinato? —dice y le pone una mano en el hombro.
                                                                                               108


Y eso, ¿cómo puedes saberlo? —pregunta Pepe agarrándole la mano.
Lo sé y eso tiene que bastarte. Entrégate y todo saldrá bien.
¡Todos piensan que Pepe es tonto de remate! —Deja escapar una carcajada y aprieta la muñeca de Juani—. Tú también has pensado que podías engañarme con poner carita de ángel.
Juani intenta soltarse pero el hombre aprieta más fuerte.

—¡Me haces daño!

—Lo sé.

Juani  muerde la mano de Pepe y mientras lo hace, recibe un bofetón que la deja aturdida.
Pepe aprovecha el impás y ata las manos de Juani.
¡Suéltame! ¿Es que te has vuelto loco de repente?
Pepe empuja a la mujer contra la pared de la cueva provocando que Juani  golpee la cabeza contra un saliente de roca.
La expresión en los ojos de Pepe manifiesta una ira profunda, un instinto animal. Su sonrisa esconde rencor y sus manos aprisionan con fuerza el cuerpo de Juani. 
¡Has vendido a tu hombre y eso lo vas a pagar! —Acerca su cara a la de ella— ¿Sabes?, calladita estás mucho más mona.
Juani, con la mano de Pepe en la boca no consigue recobrar el aliento y nota como el miedo está paralizando uno a uno todos sus músculos. No se atreve a mirar a su hombre a los ojos, no quiere leer en ellos lo que le va a suceder.
¿Qué piensas hacer ahora? ¡Pareces una gata enjaulada! Te voy a quitar esos humos que tienes…

Con la mano libre arranca la blusa de Juani y deja a la vista sus pechos desnudos. 
                                                                                                     109






Linternas de diseño




Linternas de diseño


Grajo conduce a máxima velocidad, teme por Juani. Aunque cree que Pepe no conoce la verdad tiene la certeza de que si ha intentado matar una vez puede hacerlo de nuevo.

¡Si le pasara algo a esa testaruda… no me lo perdonaría jamás!, piensa el detective.

Llega a la explanada del Espolón y reconoce su Ford aparcado tras unos matorrales.
 Se acerca y descubre cuatro dudosas papeletas de color naranja pinzadas en el limpia-cristales delantero. Maldice en arameo y jura que él no se va a hacer cargo de eso.

Grajo da un salto hacia atrás y se protege los ojos con las manos, ¡No puede ser!, dice, y se acerca a un seiscientos destartalado pintado de un espantoso color rosa que está aparcado al lado de su coche.
Iván no me dijo qué clase de vehículo tiene su madre, piensa el detective, pero veo que no hacía ninguna falta. No puede ser otro.

Mientras Petardo, ajeno a lo que está ocurriendo, reconoce el entorno, Grajo se muerde las uñas porque la noche está al caer y no está seguro de encontrar a la Juani en ese lugar.

—Aquí no aparece ni Dios. ¡Vámonos Petardo!

                                                                                                       110


Mientras intenta orientarse, el detective encuentra un cartel tumbado en el suelo que indica el camino a seguir hacia las cuevas de Luis Candelas. Se arma de valor y empieza a caminar  por una senda resbaladiza. Está enfadado y de mal humor, Petardo lo intuye y se mantiene a cierta distancia. 

A los pocos minutos se oye a lo lejos el sonido de un motor y Grajo presiente que son sus hombres. Decide volver porque cree que esos descerebrados son capaces de ahogarse en un vaso de agua.

Una furgoneta blanca avanza a velocidad vertiginosa hacia la explanada. Lleva un rotulo sujeto a la vaca con forma circular, es multicolor, luminoso y en su centro se puede leer: Bar el Bolas, calle Redondo 88, Madrid.

—No hay duda, son ellos —dice el detective mientras está llegando a la explanada, se estira para abarcar más campo visual y resbala cayendo sobre Petardo.

—¡De hoy, no paso seguro!

Extiende los brazos y hace señales con las manos. La furgoneta se dirige directa hacia él.

Petardo se da cuenta de que el vehículo se les acerca y se pone en guardia, gruñe y comienza a ladrar de forma amenazadora. Grajo le observa sorprendido pero no hay tiempo para explicaciones, tiene mucho que contarle a sus hombres.

—¡No quiero saber lo que ha pasado con Pepe! —grita cuando sus compañeros aún no se han apeado— ¡Ni una sola palabra! Un tío con menos cerebro que una pulga y consigue escapar tranquilamente, ¡la madre que os parió! A ver, ¿habéis traído lo que os he pedido? —chilla Grajo y su voz se confunde entre los ladridos de Petardo.

El Tortillas duda entre bajar o quedarse en la furgoneta, no le gusta nada la pinta del chucho que acompaña a su jefe o quizás sea el propio Grajo el que más miedo le da. Gato mira la escena con terror en los ojos, él no piensa bajar, como cabe imaginar, tiene pánico a los perros.

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Al final, Grajo, fuera de sí, intenta abrir las puertas de la furgoneta. Pero éstas tienen los seguros echados. La situación es tan desesperada con Grajo y Petardo ladrando al unísono que Tortillas se apea cabizbajo e intenta esquivar las patadas de su jefe.

El hombre saca tres latas de Coca Cola de su mochila. 
Coge una de ella y aprieta un pulsador oculto en la base.
 A través de una abertura simulada en la anilla, se abre camino un potente haz de luz.

—¡¿Qué carajo es eso?! —aúlla el detective cuya cara va adquiriendo el mismo color que la lata.

—¡Es lo único que teníamos a mano, jefe! —contesta Gato desde lo alto de la furgoneta—, nos las ha dado el Bolas, son obsequios para los buenos clientes y ¡nosotros lo somos! ¿O no?

Grajo arranca uno de esos artefactos de las manos de Tortillas y lo enciende.

—¡Me cago en todos sus muertos! —grita— O mejor dicho, en los tuyos y en los del imbécil que sigue sentado ahí dentro. ¿Es que tengo que venir a por ti? O le dices que baje de inmediato o prendo fuego al furgón con los dos dentro.

El detective se muerde el labio inferior, cierra los puños y mira a Petardo que ha dejado de ladrar, suspira y desplaza la mirada a los ojos de Gato.




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—El grupo de cuevas al que tenemos que dirigirnos queda en el lado este, según me han explicado. Iremos juntos pero separados tres metros uno de otro para barrer la mayor superficie posible. 
Debéis estar atentos a todo lo que pueda ser una pista y cuando digo todo, quiero decir ¡todo! ¿Queda claro?

—¡Desde luego, jefe! ¿Y qué se supone que debe de haber en las cuevas?

—El tesoro de Alí Babá y los cuarenta ladrones. ¡No te digo con el atontao….! El pollo que habéis dejado escapar, ¡el Pepe de los cojones y es que me hacéis blasfemar…!

Gato se acerca a Tortillas y le da un codazo en el flanco, Tortillas responde con una buena patada que ofusca de nuevo a Petardo.

—¡Eh! ¿No puedes hacer que este chucho se calle?, yo así no voy a ninguna parte —se planta Gato con los brazos cruzados.

—Tú vas adonde yo te diga o te vuelvo a dejar en la perrera donde te encontré. ¡Me estáis sacando de mis casillas! Y tú —ladra mirando al perro— ¡Cállate de una vez o te vuelvo a dejar en el contenedor de basuras donde me encontraste!

El perro enmudece y sigue a los tres hombres que avanzan despacio en dirección este. La oscuridad se cierra cada vez más y empiezan a caer sobre ellos unas gotas de agua de tamaño apreciable.

—¡Solo faltaba la lluvia!

Un relámpago ilumina el páramo y unos segundos más tarde un trueno resuena a lo lejos. Las gotas empiezan a caer de forma uniforme empapando a los hombres que avanzan barriendo terreno.

—¡No gano bastante para esto!

—¡Calla, Tortillas y camina sin quejarte que si no fuera por mí aún estarías fregando el cine del barrio!

—No quisiera interrumpir —interviene Gato pero cómo has dicho todo, aquí hay algo que no nace espontáneamente en estos terrenos.
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Grajo se acerca y descubre que Petardo está olisqueando un trozo de tela. Lo recoge y sonríe.

—¡Cómo me alegro!

—¿De encontrar esa porquería?

—¡De que lo esté destrozando!

Gato y Tortillas se miran levantando los hombros.

—¿Quién destroza qué?

—Ella. ¡Está utilizando su horrible abrigo verde para dejarnos las piedras de Pulgarcito!

—¿Ella... es la bruja felina dueña del bar de Malavida? ¿La grosera, la malhablada, la madre del chico que pretende ser tú becario y la propietaria de ese pobre seiscientos pintado de rosa qué hemos visto en la explanada?

—¡Cuidadito con lo que decís de esa mujer que es más valiente que vosotros dos juntos! Hay muchas cosas que no sabéis, por ejemplo y ya que no preguntáis… os informo de que este cuadrúpedo ahora es mi perro.

—Cómo no nos dejabas hacer ni una sola pregunta no me he atrevido pero ya que lo dices —comenta Gato— ¿desde cuándo tienes tú un perro? ¡Menudas pulgas debe de tener!

—Me ha costado un dineral, es un sabueso y está adiestrado, que sepáis que ataca a matar. Me he hecho con él desde que mis hombres valen menos que un billete de peseta.

—Otra cosa, ya que podemos preguntar… —interviene Tortillas— ¿Soy yo o parece que esa mujer te hace tilin!

—¡Quién, La Juani? ¡Dios me libre! No viviría bajo su mismo techo por nada del mundo.

—¡A ver si te aclaras de una vez!

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—¡Qué sea una mujer especial no implica que yo quiera meterme en la cama con ella! Eso sería como jugar con fue…

El silbido de una bala deja a Grajo con la palabra en la boca. 
Su sombrero sale disparado hacia atrás y todos buscan refugio detrás de las rocas, Grajo se da un golpe en la barbilla que le retumba hasta el cerebro.

 Un segundo disparo y luego un tercero hacen saltar chispas de las piedras. Grajo cierra los ojos por si acaso.

—¡Hoy van cinco tiros y sigo en este planeta! Está claro que desde allí arriba alguien me está protegiendo —dice Grajo, luego se gira hacia los compañeros— ¿Habéis visto de dónde ha salido los disparos?

—¡De las rocas de la izquierda! —contesta Gato.

—¡Vamos! —dice Grajo gateando hacia allí.

Al acercarse descubren que están a los pies de una cueva.

El detective se dirige hacia un lado y Tortillas, hacia el otro. Se levantan y sacan el arma.

—¡Estás rodeado! —grita Gato que se mantiene agazapado en el suelo —. ¡Sal con las manos en alto!

—Si dais un solo paso… ¡la mato! —grita Pepe desde el interior. Ya sé que eres Grajo, veo que estás vivo y acompañado… Si me dejas huir, nadie resultará herido, si no, juro que haré una carnicería.

El detective no tiene escapatoria, sabe que el hombre no miente pero aun así intenta negociar.

—¡No seas memo! Ahora mismo solo te pueden acusar de intento de asesinato y solo si yo declaro en tu contra. Si la matas te conviertes en asesino y de la cárcel no te librará ni Dios.

—¿Cómo sé que no vas a declarar en mi contra?

—¡Te digo que no lo haré!

—No me fío ni de ti ni de tus hombres.

—Si huyes, la policía creerá que eres culpable.

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—Eso déjalo de mi cuenta. Estoy apuntando a la cabeza de la Juani ¡Tú decides! 

—¡Está bien! Déjala salir y nos rendimos.

—¡Debes de pensar que soy tonto! Tirad las armas donde pueda verlas y entrad en fila y de espaldas.

Si no la mata él la mataré yo, piensa el detective mientras tira al suelo su arma, ¡mira que venir sola y sin avisarme!

Los tres hombres obedecen y una vez en la cueva Pepe lanza una cuerda a Gato para que ate con ella a sus compañeros. Después, él mismo amarra a Gato.
Grajo, sentado en el suelo y con las manos atadas a los pies se siente impotente y da tirones inútiles consiguiendo únicamente que a la cuerda apriete con más fuerza.

Pepe observa la escena durante uno minutos y luego pregunta:

–¿Quién de vosotros me ha dado el golpe en la cabeza?

—Gato y Tortillas miran a Grajo y sin pensarlo dos veces responden:

—Ha sido él.

Pepe se acerca y da una patada en el flanco al detective.

—No se me olvida que me debes un jamón y eso es muy grave. Antes o después vas a pagarlo, amigo. —dice Pepe y luego se dirige a Juani— ¡Levanta! Tú vienes conmigo.

—¡Eso no era lo que habíamos acordado! —consigue decir Grajo entre espasmos de dolor.

—Ya te he dicho que no me fío —responde Pepe entre carcajadas, luego apunta hacia los hombres de Grajo con el dedo—. Ya me habéis engañado una vez con lo del Pesetas y no os voy a dar oportunidad de volverlo a hacer.

Gato escupe en el suelo mientras Tortillas menea la cabeza, asqueado.

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—¡Juani! ¡He dicho que te levantes y no te lo voy a repetir! 

Pero Juani sigue aferrada a las rocas y Pepe se dirige hacia ella a grandes zancadas.

Petardo, que hasta ese momento se había mantenido en la sombra, al intuir el peligro que está corriendo la mujer que se ocupa de llenar su buche, se abalanza sobre el hombre haciéndole perder el equilibrio, la pistola y la linterna que se apaga y deja el lugar en plena oscuridad.

Grajo ha tenido tiempo suficiente para ver dónde ha caído el arma. Contorsionándose y arrastrándose sobre el culo avanza hacia ella entre gritos de dolor debidos a todo lo que le ha sucedido durante esa interminable jornada. Lleva las manos unidas a los pies por la atadura y en la oscuridad de la cueva todo es doblemente difícil.

 No se han oído lamentos del perro pero sí las imprecaciones de Pepe, el detective imagina que el animal  tiene sujeto al delincuente con sus largos y puntiagudos colmillos. 

Las maldiciones de Gato y los gritos de Tortillas que llama a su jefe se unen a los aullidos de dolor de Grajo y la tensión se palpa en el aire.

 Nadie sabe realmente lo que está ocurriendo en la cueva en la que se encuentran.

 El detective consigue al fin encontrar la pistola no sin haberse abierto  una mano con el filo de una roca, quiere hacer algo con el arma pero  no tiene ni idea de hacia dónde debe apuntar.

En medio de esa incertidumbre se hace la luz. Gato ha conseguido encender una de las linternas que lleva consigo tras imprecar varias veces y golpear el artilugio sobre una roca.
 De inmediato el cono luminoso barre la cueva y todos pueden ver a Pepe acorralado en una esquina. Petardo está plantado delante de él, gruñe y enseña sus armas.

Grajo sabe por fin donde debe apuntar.

Tortillas es el único que puede conseguir liberarse de las cuerdas. Está intentando abrir la navaja suiza con los dientes, pero de momento solo ha conseguido sacar el sacacorchos. 
Todos esperan.
 Pepe ha intentado moverse pero Petardo le ha quitado las ganas.

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—¡Te has ganado un hueso de jamón! ¡Qué digo! ¡Un jamón entero, compañero! —grita Grajo desde su posición un tanto incómoda.

Tortillas consigue soltarse y corre a cortar las ataduras del jefe, luego hace lo mismo con las de Gato.

La mano herida del detective empieza a sangrar de forma escandalosa al desaparecer la presión de la cuerda, pero Grajo ni siquiera se da cuenta porque el dolor en el flanco le lleva a pensar que tiene alguna costilla rota.

—¡Te vas a desangrar, jefe! ¡Mira tu mano!

—¡Tengo sangre de sobra! —dice el detective que intenta mantener la calma— ¡Atad a ese asesino! Y que esta vez no se os escape.

Tortillas hace un torniquete en el brazo del jefe con un trozo de su camisa mientras comenta que tenga en cuenta que esa labor nunca podría hacerla Petardo.

Mientras tanto Grajo pronuncia palabras tranquilizadoras para Juani que no ha dicho una sola palabra desde el gran apagón, pero no recibe respuesta.

—Se habrá desmayado del susto —dice Tortillas.

—¡¿Quién, Juani?! ¡Imposible! —contesta Grajo pero empieza a preocuparse.

Los hombres de Grajo se ocupan de Pepe bajo la atenta mirada de Petardo mientras el detective no deja de gritar el nombre de Juani en todos los rincones de la cueva.

De Juani no queda ni el rastro.




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  La mano derecha de Grajo






Juani corre bajo la lluvia, tiene las manos atadas a la espalda y puede caer en cualquier momento en medio de tanta oscuridad. Nota como el corazón palpita enloquecido y no logra respirar porque una cinta adhesiva le tapa la boca. Tiene frío, echa de menos su abrigo que se quedó en la cueva.


En los primeros momentos de la refriega, la mujer había dudado entre quedarse en la cueva o salir corriendo. No se lo pensó dos veces y optó por lo segundo convencida de que si las cosas salían bien no sería por su intervención y si salían mal, alguien tenía que avisar a la policía.


Cuando  cree haber dejado atrás el peligro se para e intenta desprenderse de la cinta que le tapa la boca.
 Para ello frota la cara contra las rocas hasta que las mejillas empiezan a sangrar, solo ha conseguido despegar una punta del adhesivo. Desesperada, introduce la cara entre los arbustos y la cinta queda atrapada en la telaraña de  ramas, tira una vez más y consigue liberararse.

Inspira con avidez y el aire entra en los pulmones  mezclado con agua de lluvia haciéndola toser hasta quedar sin aliento. Cuando se tranquiliza, sus ojos se llenan de lágrimas.

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—¡Ni se te ocurra! —grita al viento— ¡No viertas ni una lágrima por lo sucedido e intenta hacer algo de provecho! No tienes tiempo que perder, debes llegar a la explanada  y avisar a la policía.

Se coloca de espaldas contra un saliente y restriega la cuerda que mantiene unidas sus manos  mientras una retahíla de improperios sale por su boca  con tanta fuerza que la animan a no ceder en el intento. Al fin se ve libre y se masajea las muñecas mientras intenta orientarse.

 El agua cae sobre ella sin darle tregua y el frío le ha llegado hasta los huesos pero la adrenalina que invade su cuerpo la empuja a seguir adelante.
  Las rocas del suelo están cubiertas de musgo y sabe que puede caer en cualquier momento, si encuentra la senda todo será más fácil.

 En una zona con pendiente pronunciada resbala y golpea con el codo en una pared rocosa mientras intenta mantener el equilibrio. El intenso dolor le llega hasta la mano y siente el calor de la sangre resbalar a lo largo de su brazo. La desesperación la empuja una vez más y prosigue camino ayudándose con las manos en las zonas de difícil acceso.

¡No creía que este oficio fuera tan duro!, piensa Juani ahora que avanza con más tranquilidad, ¡ya solo me queda saltar sin paracaídas! Lo de ser la mano derecha del Grajo tendré que pensarlo.
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Por fin,la mujer entrevé la explanada y corre hacía allí entrecerrando los ojos para protegerse de la  cortina de agua que no cesa de caer. 
Distingue los coches aparcados.

 Da un grito de triunfo, pero la felicidad desaparece de inmediato cuando se lleva las manos a los flancos en busca de las llaves de su coche y recuerda que las había dejado en los bolsillos del abrigo.

 En un primer momento se siente perdida, luego se da un golpe en la frente y corre hacia al seiscientos, rompe el cristal con una piedra, abre la puerta y, entre los objetos que había sacado de la guantera, encuentra la llave de repuesto.

 Se seca la cara con la bayeta para limpiar cristales, coge la aguja de hacer calceta y corre hacia los otros vehículos con la intención de pinchar las ruedas.

 Es más complicado de lo que parece, el caucho está muy duro y consigue pinchar un neumático de cada vehículo después de muchos intentos que dejan  las agujas en un estado lamentable.

 ¡Con esto tiene que servir!, dice triunfante y corre al coche para ponerse la camiseta de repuesto que llevaba apelotonada en la guantera desde hacía años.

 Se felicita por toda la inmundicia que siempre ha llevado consigo y anota mentalmente que tiene que reponer las agujas de tricotar.

Por un instante piensa en mirarse en el espejo, pero le da tanto miedo enfrentarse a lo que puede ver que decide meter la llave en el  contacto y arrancar.

 Sale a toda la velocidad que le permite el seiscientos, hacia Rivas.

Me voy sintiendo mejor, piensa, vuelo, intrépida y sin temor al peligro sabiendo que el premio será el beso del hombre que amo.
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 De repente, pega un frenazo que casi la empotra contra la luna delantera y por la expresión de su cara parece que le da pena no haberse empotrado.

 ¡Pero qué tonterías puede llegar a pensar una en una situación desesperada! El hombre que amo… ¿Pero quién coño es el hombre que amo?

Sigue hasta la entrada del pueblo y detiene el coche en la primera casa que encuentra.
 Llama a la puerta, pero no contesta nadie, insiste y, por fin, oye el ruido de una persiana.
 Un anciano saca medio cuerpo fuera de una de las ventanas del segundo piso y empieza a lanzar insultos como una escopeta de repetición.

 Juani le regala uno de sus mejores chillidos y el hombre parece entrar en razón. Baja  y le abre la puerta.

Juani irrumpe en la casa como una exhalación sin dejar de preguntar dónde está el teléfono.

—¡Señorita, yo no tengo teléfono!

—¡Malditos suerte la mía!

Y ahora la escopeta de repetición es ella.
 El hombre está tan asustado que la lleva a casa de una vecina que tiene tantos años como él y que tarda en abrirles lo que a Juani le parece una eternidad.

 —¡El teléfono, por Dios se lo pido, necesito un teléfono como sea!

—En la cocina, colgado de la pared— dice la mujer y se encamina hacia allí.

Juani por fin puede marcar el número de la comisaría de Lavapies en un aparato antediluviano.
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—¡El sargento Rodríguez!

— No está. ¿En qué puedo ayudarla?

—Puede ayudarme llamando a Rodríguez. Dígale que deje todo lo que está haciendo y qué venga de inmediato al espolón de Vaciamadrid con sus hombres, aquí va a haber una carnicería.
 Y no se olvide decirle que ha llamado la mano derecha del Grajo.

 Mientras hablaba por teléfono había escuchado el ruido de un golpe venir de la calle, aunque en ese momento no le había dado importancia.

 Al salir de la casa se da cuenta de que  su coche no tiene puerta. Recuerda haberla dejado abierta al bajar, por las prisas, pero jura y perjura que no se la ha llevado a ninguna parte. 

—Eso debe de haberlo hecho un camión de los que vierten escombros ilegalmente detrás de la explanada. No quieren problemas con la policía y por eso no se paran —dice el anciano—. Seguro que encuentra la puerta, hecha unos zorros, un poco más adelante. De todas formas, ha tenido usted suerte de que no se hayan llevado el coche por delante. No habría sido la primera vez.

Juani da las gracias al anciano y vuelve a subir al seiscientos, gira trescientos sesenta grados y se dirige  al aparcamiento de la explanada mientras la lluvia la vuelve a empapar por completo.



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La última cuesta






 Una fila de hombres está subiendo la última cuesta que lleva desde las cuevas a la explanada.

 En cabeza va Petardo abriendo camino y, cerrando la comitiva, Tortillas y Gato avanzan alumbrando el terreno.
 Pepe camina maniatado y tiene la ropa hecha jirones, detrás, Grajo le apunta la pistola. El hombre anda inclinado y cojea de la pierna derecha.
 De todos los dolores  que  le afligen, el peor es el del costado pero la preocupación por Juani le empuja a seguir adelante.

 La lluvia sigue cayendo de forma incesante, nadie habla, cada uno repasa en silencio lo sucedido.
 Grajo prefiere alimentar la esperanza de encontrar a Juani en su coche. Cree que es una mujer demasiado temeraria, cabezota y peligrosa, está pensando que lo mejor es alejarse de ella todo lo posible pero, por otro lado, sabe que echará tanto de menos sus manjares  que no conseguirá hacerlo.

 El lugar  está desierto y falta un coche, el de Juani. Grajo suspira al descubrir esquirlas de cristal en el suelo.

—¡Me cago en el desgraciao! —grita Gato agachado delante de la furgoneta —¡Han destrozado una rueda delantera! Parece que alguien la ha emprendido a bocados con ellas.

—¡Ha sido Juani! Seguro que aparece con la caballería —contesta el detective entre carcajadas.
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—¿Qué demonios habrá usado para hacer tal escabechina? —pregunta Gato.

—No lo sé, pero juraría que lleva un cocodrilo en la guantera —contesta Tortillas después de un examen detallado.

La luz de unos faros ciega sus ojos durante unos segundos. El coche se para y de él baja Juani  que se dirige corriendo hacia ellos.

—¡He llamado a Rodríguez y no creo que tarde en llegar!, he dejado dicho que es cuestión de vida o muerte —dice la mujer deteniéndose ante el detective.

—¿Estás bien? —pregunta Grajo alarmado cuando ve que de su cara ensangrentada solo se distinguen los ojos.

—Me debes una puerta.

—¿Una puerta?

—Sí,  del coche —dice indicando su vehículo– la que me acaba de arrancar un camión.

—No te preocupes, yo te pago esa puerta y todas las que quieras, lo importante es que estas viva.

—Me preocupa que sepan igualar el color.

—Repintaremos todo el coche del color que más te guste. ¿Estás bien?

—¿Tú qué crees? ¡Sucia, mojada, coja, con la cara arañada y con un codo destrozado! Antes de conocerte estaba mejor.

Grajo pasa la pistola a Gato y se vuelve a  acercar a la joven mientras Tortillas asegura las esposas del prisionero a la manivela  de la furgoneta.

 El detective examina el brazo, la cara y el cuerpo de la joven, con cuidado de no tocar nada inconveniente, que ya sabe cómo se las gasta Juani y después la mira a los ojos.
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—No te preocupes, son solo unos arañazos.

Grajo pone las manos en los hombros de Juani y nota un extraño hormigueo en la espalda, dulce e invasivo que se adueña poco a poco de  todo su cuerpo. Las cabezas de ambos se atraen pero en el último instante ella baja la cara lo justo para que el  aliento de él se pose en los ojos de ella y el hombre la bese en la frente. 

 Gato, que está observando la escena, da un  codazo a Tortillas en el costado, al que le sigue un  pescozón de este último que acierta de pleno en toda la coronilla.
 Petardo aguarda su premio junto a Pepe gruñendo y enseñando sus dientes.

Con alivio, unos, y preocupación, otro, comprueban que poco a poco se van haciendo más potentes las sirenas que se oyen a lo lejos. 
Al poco, una columna de vehículos policiales aparece detrás de la curva.  Se detienen y del primero baja un hombre con la cara roja de ira.


—¡¿Se puede saber qué pasa aquí y quién demonios  es la mano derecha del Grajo?!








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En comisaría 





Juani observa su cara en el espejo del aseo de comisaría.

—¡Lamentable! —dice y se acerca un poco más—estabas mejor con la cara llena de barro. ¿Qué voy a contar en el bar cuando me pregunten qué me ha pasado?

Se pone la ropa seca que le han facilitado al entrar y se da cuenta de que le cuelga por todas partes y, además huele a polilla.

Mientras Juani contempla su aspecto al tiempo que intenta respirar lo menos posible, en el cuarto de baño entra una mujer policía que, sin demasiados miramientos,  la incita a apresurarse.

—Parezco una presa de Alcalá/Meco a la que acaban de darle una paliza de hordago. ¡No pienso a ir a ninguna parte de esta guisa! —grita y da un manotazo al lavabo.

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La mujer sale y vuelve a los pocos minutos con dos compañeros.

—El sargento ha dicho que o sale por su propio pie o la sacamos nosotros.

—¡Está bien, no hace falta tanta violencia! —contesta y se dirige al despacho del sargento manteniendo la cabeza alta.

Desde fuera se oyen los gritos de Rodríguez y las respuestas acaloradas de Grajo. 
Juani abre la puerta y observa a Gato que con cara de perro mantiene los ojos entornados mientras que Tortillas los tiene muy abiertos y aprieta los puños.

—¡Te lo estoy sirviendo en bandeja! ¡Solo tienes que montar el puzle y llevarte las medallas! —está diciendo Grajo.

—¡No me fío!, hay demasiados cabos sueltos —contesta el sargento—. No me has contado toda la verdad, ¿y estos dos? ¡haciéndose pasar por policías! ¿Sabes que puedo meterte un puro por esto?

 —¡Si no llego a hacer lo que he hecho, ese sinvergüenza se nos habría escapado!  Los acontecimientos se han precipitado y no he podido avisarte antes. ¡Mira! —dice Grajo al sargento al darse cuenta de que Juani ha entrado en el despacho —Ella lo puede corroborar, ¡pregúntale lo que quieras!

—Pero antes necesito una ducha, una sopa caliente, unas horas de sueño y un mago que solucione todo este destrozo —dice Juani y se deja caer en la primera silla que encuentra.

—Quiero saber quién te dijo que Leo Lanzador estaba muerto. —vuelve al ataque el sargento sin hacer el menor caso a las palabras de la mujer.

—El Pesetas —contesta Grajo tras un largo suspiro.

—¿Por qué no me contaste que Leo había sido envenenado?
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—¡Ya te expliqué qué no estaba seguro!

—¿Has estado en su piso?

—¿De Pesetas o de Leo?

—¡No intentes confundirme! Sabes bien que si encuentras un cadáver deber es avisar a la policía…

—¡Te he llamado o no te he llamado!

—Me llamastes pero omitiste decirme que habías encontrado un cadáver. ¡Ya estás liándolo todo otra vez! —dice el sargento mientras se levanta y se queda con las manos apoyadas en la mesa— ¡Qué alguien lleve a esta mujer a su casa y le prepare una sopa! Por esta noche ya he tenido bastante, ¡pero os quiero a todos aquí mañana a las nueve sin falta!

Salen los cuatro de la comisaría más muertos que vivos, Gato y Tortilla se escabullen con la excusa de encargarse de los coches mientras Grajo y Juani quedan solos, de pie en la acera. Desde el seiscientos Petardo los mira y sacude su rabo.

—¿Te sabes el chiste del elefante en el seiscientos? —pregunta Grajo.

—¿Qué tal si me lo cuentas en casa delante de un tazón de leche caliente? —contesta Juani y le crucifica con la mirada.

—Creo que es lo que necesitamos los dos, pero antes, si aún te quedan fuerzas, tenemos que pasar por el bar, he dejado una cinta de audio en la pecera —Y viendo la cara de asombro de Juani, añade— la encontré en la caja de seguridad de Leo en casa de la Pasa china.
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—¡El chino! ¡Ya ni me acordaba! Cuenta, ¿qué pasó?

—Nada del otro mundo, al verme el viejo se asustó tanto que me dejó abrir la caja fuerte de Leo y llevarme todo lo que había dentro. ¡Cuando me fui, temblaba como una hoja!

—¡Ya será menos! —responde Juani y le mira de reojo.

—Me ha sorprendido comprobar que esa gente, de cultivo no entiende ni papa. ¡Y mira que son cabezones!



Deciden dejar  el seiscientos al lado de la comisaría por ser el sitio más seguro para un coche sin puerta y se dirigen hacia la casa de Juani, cabizbajos, uno al lado del otro y sin decir ni una palabra.
 Grajo descubre que el silencio no le incomoda y que la presencia de Juani calma su ánimo como si se conocieran de toda la vida.
 Petardo corretea feliz entre sus piernas.

—¿Qué te ha dicho Iván cuando le has llamado? —pregunta el detective.

—Me preguntó cómo había salido el parto y que si ya tenemos gato. Le he contestado que a lo mejor adoptamos un perro.

—¡No te referirás a Petardo! Este animal se ha ganado definitivamente el puesto de la sombra del Grajo. No lo cedería por nada del mundo.

—¿Y si yo te lo pidiera?
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—Te respondería que somos un lote completo.

—El sargento no es ningún tonto y te ha visto el plumero —dice Juani cambiando argumento.

—Lo sé, y aunque no lo parezca yo tampoco lo soy.

—¡Sabes que no quería decir eso!

—Lo único que sé es que prefieres a un perro pulgoso antes que a mí, y eso que a mí también se me ven las costillas.

—¡Pero Petardo entraña menos peligro y no come tanto!

—En eso te doy la razón porque en este preciso momento me estaba preguntando que tendrás en esa nevera que tenemos a medias.


Al llegar a casa de Juani, el detective respira tanta paz que se dirige al salón y, sin pensarlo, se deja caer en una butaca.
Cuando está a punto de quitarse los zapatos, Juani asoma la cabeza por la puerta de la cocina.

—No estarás pensando que yo prepare la cena mientras tú descansas tan tranquilo en el salón ¿Verdad?

—¡Sería lo último qué haría en este mundo! Veras, me ha llamado la atención el cuadro que tienes encima del sofá y pese a tener una costilla rota, una mano ensangrentada y un pie hinchado como un balón he venido a admirarlo—contesta el detective, se levanta y corre a la cocina.
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Mientras Grajo vigila el estofado, Juani va en busca del aparato de música de Iván.

—A ver si este cacharro puede servir para oír la grabación de Leo.

Grajo introduce la cinta mientras Juani llena tres platos de guiso humeante. Los altavoces emiten una serie de zumbidos y después se escucha una voz.

 —Hola Leo, siéntate, tengo que hablar contigo.

Tras un largo silencio se oye la voz de otro hombre.

—No sé porqué pero creo que te voy a mandar a la mierda.

—Solo pensaba pedirte un favor.

—Yo no hago favores a nadie.

—A mí sí, si no recuerdo mal, estás en deuda conmigo.

—Sabía que antes o después saldría el asunto y me lo echarías en cara. Dime, ¿de que favor estamos hablando?

—Tienes que quitarme de encima una molestia.

—¿Estás pidiéndome que mate?

—No sería la primera vez.
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—¿Y si me niego?

—No lo harás.

—Ya sabes que no me pueden enjuiciar dos veces por la misma causa.

—Veo que vas aprendiendo, pero no me refiero al asunto de tu mujer…

—¿Y a qué te refieres entonces?

—A Tomás.

—¿Qué Tomas?

—¡Tomas! ¿Es que ya ni te acuerdas de él? De ese pobre infeliz que tuvo la fatal idea de besar a tu novia, en el bosque. Sabes, lo vi todo. Estaba pescando en el río cuando oí vuestros gritos, me acerqué y vi cómo le atizabas con un bate. Luego, fuiste tan gallina que saliste corriendo.  Me acerqué a Tomás pero ya no respiraba. Recogí el arma del homicidio y la puse a buen recaudo. Sabía que algún día podría necesitarla.

—¡Eres un perro sarnoso!

—Si me hubieses visto estoy seguro de que me habrías matado también.

—¡Debí hacerlo de todas formas! Eras un niño repugnante.
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—Ya ves ¡Ahora el repugnante eres tú!

—¿A quién quieres quitarte de encima?

—A un tal Grajo, es un detective privado que se mueve por Lavapies. Aquí tienes sus datos y su dirección. Estoy dispuesto a pagar 100 000 pesetas, pero ni un céntimo más.

—¿Qué te ha hecho, si puede saberse?

—Anda husmeando en los asuntos de mi hijo, con eso debería bastarte.

—Tu hijo es un bastardo. Parece más mío que tuyo.

—¡No entiendo que quieres decir, ni tengo ganas de hacerlo!

—Te haré llegar noticias en cuanto esté hecho.



Grajo y Juani quedan inmersos en sus pensamientos mientras el perro no para de dar saltos porque nadie le pone su comida.

Juani es la primera en reaccionar, sirve a Petardo y pregunta:
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—¡Quién será el hombre con el que hablaba Leo?

—Tengo una corazonada. Es alguien relacionado con un caso que llevo entre manos. Un asunto en el que, por lo que veo, voy acercándome a la verdad.

—¿Es el caso en el que estabas trabajando cuando vine a verte el día del disparo?

—Sí, un asesinato. Cuatro chicos entran en una tienda con la intención de llevarse la recaudación, pero el tendero, un joven paquistaní, les hace frente. Uno de los agresores saca una navaja y le mata de una cuchillada en el cuello.

—Dios mío, ¡Cuánta violencia!

 —La mujer del paquistaní estaba escondida en la trastienda y lo vio todo.

—¡Pobre! ¿Quieres más estofado?

—¡Si insistes!  La policía no encuentra pistas y al final cierran el caso, pero la mujer no se da por vencida y me contrata.

—¿Y qué tiene que ver eso con lo que hemos oído en la grabación?

—Debes saber qué hace unos días localicé el gimnasio al que acuden unos chavales que podrían ser los delincuentes que ando buscando. Nuestro hombre X dice en la cinta que voy husmeando en los asuntos de su hijo. Al parecer uno de los ladrones debe de ser su pimpollo. 
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—¿Y por qué un gimnasio?

—Verás, la mujer del paquistaní se fijó en que los atracadores llevaban el emblema de un dragón en la manga de la camiseta. Detalle que le sacó de la cabeza el menda lerenda.

—¡Vaya con el asunto de dragones! ¡Hasta en la sopa!

—Empecé a investigar y di con un gimnasio cuyo logo es un dragón igualito al de las camisetas. 
 Hace unos días fui a visitarlos, el encargado no tenía ni pajolera idea de nada y me recomendó hablar con el entrenador que, vaya casualidad, según él, no estaba ese día.
Esta misma mañana, al salir de tu bar con los bocadillos, me he pasado por ahí.

—¡ ¿Y?

—¡No seas tan impaciente, nena, estoy atando cabos y eso requiere su tiempo! Te decía que he pasado por el gimnasio y como el encargado no estaba pude por fin hablar con el entrenador.
 El hombre parecía extrañado de que el encargado no le hubiese mencionado nada acerca de mi visita. De momento no presté demasiada atención al detalle, pero ahora lo entiendo. Estoy seguro de que cuando describí los asesinos al encargado, el muy cuco los reconoció y me dio largas. Probablemente fue él quien avisó a X de que alguien andaba husmeando por ahí.
 
—Entonces, piensas que el asesino del paquistaní se ha enterado de tus movimientos y decide quitarte de en medio antes de que averigües algo más, y para eso se camela al Leo que a su vez echa mano del Pesetas y este se la juega al idiota de Pepe. Pero ¿qué tiene que ver nuestro hombre X con Leo? 
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—Primero, X podría ser el padre de uno de los asesinos y segundo, está claro que Leo le debe un favor en relación con el asunto de la caída de su mujer por el balcón —contesta Grajo.

—También queda claro que X y Leo se conocen desde niños.

—Sí, parece que saben mucho el uno del otro. ¡Creo que la ele de lelo es la clave de todo! ¿Lo ves?

— ¿La ele de lelo?  — Juani le mira sin verle, se levanta y empieza a caminar por la cocina— Estás hablando del abogado que defendió a Leo en el caso de su mujer. ¡La ele es de Lanzador! —gritó parándose de repente— ¡El abogado es su hermano por parte de madre! ¡X y Leo son hermanastros! ¡Justo Derecho Lanzador es nuestro hombre X!

—¡No esperaba menos de ti! —contesta Grajo— ¡el puesto de mano derecha de Grajo ya es tuyo!

—La verdad es que estoy pensando abrir una agencia por mi cuenta con el dinero que tengo en la pecera.

—¡¿Cómo lo has sabido?!

—Lo he visto mientras sacabas la cinta.

— No se te escapa nada, nena. ¿A medias y te olvidas de la agencia?

 —Ya hablaremos. Pensemos más bien en que vamos a hacer con el sinvergüenza del picapleitos, por su culpa me he quedado sin ayudante en el bar.
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—No me ha parecido ver que Pepe te ayudara demasiado…

—¡En eso tienes razón! Pero era él el que echaba el cierre en el bar y nadie le atracaba cuando llevaba la recaudación.

—Si solo es por eso… ¡adopta un perro! Dan seguridad y no suelen forzar a las mujeres en la esquina de una cueva.

Juani enmudece, vuelve a sentarse y con voz apagada pregunta:

—¿Cómo sabes tú eso?

—No hace falta ser un lince para darse cuenta. Lo he leído en tus ojos.

—No quería que lo supiera nadie…

—Pues no debería de ser así. Esa clase de hombres necesitan un buen escarmiento, son escoria de la humanidad.

Juani levanta la cabeza.

—Vuelves a tener razón y ya van dos, me estoy asustando.

—¿Por qué no vas a darte una ducha con ese champú a la canela que escondes en el baño y luego seguimos hablando?

—Sí. Voy a seguir tu consejo — Se levanta, le acaricia una mano y le deja solo.
Grajo vuelve a escuchar la cinta una y otra vez.

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                      Capítulo 5







Con la soga al cuello





Charo abre la puerta y mantiene un vaso de agua en la mano mientras repiquetea con el zapato en el suelo.

—¡No hubiera venido de no ser necesario! —dice Juani y se apoya en la pared —¡A ver cuando ponéis ascensor en la finca! Esto no hay quién lo soporte.

—Cállate de una vez o te entrará flato —contesta Charo y  ofrece el vaso a la amiga— ¡Qué sepas que no me trago lo del almuerzo de alto copete! ¡A mí no me engañas! En el horno se está cociendo algo muy gordo y no me lo quieres contar.

—Charito, nena, déjame entrar y te explico —Se sienta en la primera silla que cae en sus manos y tras recuperar el aliento continúa—. Te digo que esto es muy serio y que no me permiten decir nada a nadie, pero te juro que tú serás la primera en saber todo lo que ocurre y tendrás pleno derecho a contarlo, vamos, la exclusiva.

—¿Lo juras?

—Lo juro y no se hable más —contesta y bebe el agua de un trago— .Tiene que ser un traje discreto, sin flores ni gaitas. Y un bolso y zapatos a juego.

—¿Quiere algo más la duquesa?

—No sé, ¿Qué me falta?
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—¿Un corte de pelo decente?

—Eso viene a casa la Lola y me lo hace en un periquete.

—Te recuerdo que Lola es peluquera canina. 

—Quizás tengas razón —dice Juani—. Tendré que ir a que me peine la Petri aunque me lleven los demonios. La muy bruja despluma además de cortar.

—A ver qué dices de este, ¡me costó buena pasta! —dice Charo sacando un vestido del armario.

—Demasiado entallado.

—¿Y éste qué te parece?

—Uffff, demasiado atrevido.

— ¡A ver! ¿Puedes ser un poco más clara y decirme qué andas buscando?

—Un traje elegante.

—¡Acabáramos! Ya sé lo que te va a ir al pelo.




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Juani tiene hora en el bufete Derecho L. Asociados esa misma tarde. Se presenta en el despacho caminando sobre unos tacones de vértigo y lleva un vestido azul marino que le cubre las rodillas. Como broche final, una chaqueta de terciopelo hace juego con el bolso y el calzado.

Don Justo parece impresionado por la elegancia de la mujer y se apresura a colocarle la silla. Juani se sienta y saca un pañuelo del bolso.

—Bien, señora Collado, usted dirá en que podemos ayudarla.

—Mi marido acaba de fallecer y tengo problemas horribles para cobrar la póliza de vida.

—¿Qué alega la aseguradora para negarse a pagar?

—La muerte de mi marido no ha sido natural y por lo visto eso dificulta las cosas. El problema es que un chalet en la Moraleja cuesta mucho de mantener y yo tengo muchos gastos.

—Entiendo. No se preocupe porque ha venido al lugar indicado, verá como resolveremos el problema. ¿Puedo ofrecerle un café?

—Solo y sin azúcar.

El abogado sale del despacho y ordena que llamen a Filio.
El joven está tan aburrido que no se hace esperar.
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El parecido entre los dos hombres es sorprendente y Juani no tiene duda ninguna de que está delante de  padre e hijo. No se le escapa la mirada de odio que Filio lanza a su padre. 

—Don Filio es nuestro experto en asuntos de seguros, no tengo dudas de que quedará satisfecha con su trabajo —luego, dirigiéndose al hijo añade— Te presento a la señora  Collado. Su marido ha fallecido y la compañía de seguros pone impedimentos para el cobro de la póliza. 

Filio se acomoda al lado de Juani y Justo continúa hablando.

—Sé que remover las heridas es doloroso pero no nos queda más remedio que pedirle detalles sobre la muerte de su marido.

—De un tiro.

—¿Cómo ha dicho?

—Lo ha oído bien, ha muerto por causa de arma de fuego.

—Pero entonces… ¿podríamos estar hablando de un suicidio? —comenta Filio— ¡Los suicidios impiden el cobro de las pólizas!

—¡Totalmente imposible! A menos que un hombre pueda suicidarse pegándose un tiro desde la acera de enfrente.

Justo palidece por momentos y Juani lucha por no traicionar su actuación de viuda afligida.
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—¿Dice usted que le han disparado desde la acera de enfrente?

—Exacto. Verá, mi marido era un hombre especial. Era un detective muy cotizado, ganaba mucho dinero. Le perdió su altruismo —Y se llevó el pañuelo a los ojos—,   había abierto un pequeño despacho en un barrio humilde donde se dedicaba a ayudar a la gente con pocos recursos…ahí es donde le han disparado.
—Veamos, el nombre de su esposo es… —pregunta el abogado con los ojos fuera de las órbitas.

 Juani no puede esconder una sonrisa al recordar el momento en el que Grajo le confesó su verdadero nombre.

—Benigno Detecto.

El abogado queda absorto mientras la cara del hijo demuestra perplejidad por la reacción del padre.

—¿Le conocían por Detecto? —pregunta Justo con un hilo de voz.

—En la Moraleja le conocen por don Benigno pero en Lavapies por El Grajo.

La vena del cuello de Justo se tensa y el silencio que sigue es tan largo que Juani decide tomar la iniciativa.

—Mi marido estaba trabajando en un caso realmente penoso. Por lo visto, un pobre paquistaní ha resultado asesinado durante un robo en su propio establecimiento.

Filio deja caer la taza  de café y el padre se levanta de golpe.

—¡Lo siento! —se justifica el muchacho.
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Justo se vuelve a sentar y mira a Juani a los ojos.

— No sé si la información del caso puede servir para algo —continúa ella— pero mi marido creía que estaba llegando a buen punto.

—Puede sernos de gran ayuda —comenta Justo— ¿La policía está al corriente del asunto?

—No. No he querido contar nada a nadie, ni siquiera a nuestros abogados. He pensado que quizás sería mejor poner todo esto en manos a personas ajenas, cuando hay intereses por medio nunca se sabe.

La vena del cuello de Justo torna a su estado natural y el hijo parece volver a respirar.

—Además —añade disfrutando del momento —he pensado que lo mejor sería dejar los documentos del caso en el despacho de Lavapies. Los he escondido en baño, en una bolsa detrás de la cisterna. ¿Qué me aconsejan que haga con ellos?

—Ha hecho usted lo correcto, señora, no hay que fiarse de nadie. De momento deje todo como está, nosotros nos ocupamos y la mantendremos al corriente.

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            Juani había quedado con Grajo en una cafetería lejos de la zona, no querían arriesgarse a que alguien le reconociera.
Se da cuenta de que el detective la mira a través de las cristaleras según se acerca. Está claro que no la reconoce. Juani entra en el bar y decide pasar por su lado sin saludarle. Grajo no le quita ojo de las piernas.

—¡Que soy yo! ¡Pedazo de mendrugo! —dice Juani volviendo atrás.

Grajo parpadea, abre la boca pero es incapaz de proferir palabra.

—¡Si no vas con cuidado te tragarás una mosca! Y deja ya de hacerme la pelota que no es tu estilo —comenta sentándose a su lado.

—¿Y tu abrigo verde? —pregunta Grajo pasado el momento de desconcierto.

—¡No te metas con mi abrigo que buen papel hizo en las cuevas!

—¿Cómo ha ido?

—Ya está. Han caído como peras maduras. Solo nos queda esperar.



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Tirando de la soga





Esa misma noche, dos hombres del sargento Rodríguez están sentados en la parte delantera del viejo Ford, y en el asiento de atrás el detective chupetea la punta de un puro apagado porque no le permiten fumar. Esperan en la calle del Cuervo frente al portal del despacho de Grajo. 

A las tres de la madrugada dos hombres vestidos de negro se acercan al portal. La farola de la calle está fundida y la oscuridad de la noche juega a su favor. Los hombres fuerzan la puerta de entrada y suben.
Una débil luz se filtra a través de las persianas del estudio de Grajo.

—Ya han entrado en el baño —comenta el detective en voz baja, como si los ladrones pudiesen oírle.

—Solo nos queda seguirles cuando salgan —contesta uno de los  policías.

Los hombres de negro  salen del portal con un paquete en las manos, entran en un coche tan oscuro como ellos y se mezclan en el tráfico. El viejo Ford les sigue manteniéndose a una distancia prudencial y el agente avisa a la central de que toman la ruta prevista.
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—Cuando lleguemos, llamadme, a ver si me puedo echar una siesta que falta me hace—dice Grajo y se estira en el asiento vacío.

El coche negro entra en una urbanización de Somosaguas, segundos después el policía que conduce el Ford de Grajo reduce la marcha al pasar por la garita de vigilancia y muestra la placa al conserje.

 Conducen durante unos minutos hasta que los ladrones se detienen delante de un chalet. El Ford pasa de largo y el detective tiene el tiempo suficiente para comprobar que la verja de la casa de Justo Derecho se abre y deja paso al vehículo negro.  

El policía toma la primera bocacalle a la derecha y para unos metros más adelante. 


El sargento Rodríguez está de pie en la esquina, mueve los brazos de arriba a abajo y parece vocear con alguien que permanece inmóvil delante de él.

 Hay coches patrulla distribuidos en toda la calle y, al final, justo debajo de una farola, un seiscientos rosa pone un punto de color al lugar.

—¿Qué demonios...? —pregunta Grajo al salir del vehículo.


—¡Eso mismo digo yo! —contesta Rodriguez— Te había dejado muy clarito que la mujer no podía venir.
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—¡Aún no ha nacido el infeliz que pueda decirle a la Juani lo que tiene que hacer! —replica la mujer.

—Ya está —dice Grajo en el intento de cambiar de tema— los pimpollos han entrado y llevan  el paquete.

—¡Pues al coche otra vez y que a esta señora la esposen a la primera verja que encuentren no sin antes amordazarla El sargento da la última calada al cigarrillo que acaba de encender y lo aplasta en la acera retorciéndolo como si se tratara de un bicho asqueroso.
 Mira a Grajo con cara de pocos amigos y se acerca para susurrarle al oído— Eres un cabronazo, liante y mentiroso pero ¡qué demonios! has sabido montar un buen espectáculo. 

—¿Has traído el mandato?

—¿Por quién me has tomado?—contesta el sargento ocupando el asiento al lado de Grajo— Hemos arrestado al Pesetas. Por cierto, te ha puesto denuncia.

—¡Pero si apenas le he tocado!

—Dice que le torturaste con un animal peligroso. ¿No sería la mujer  que acabo de detener?

—¡Menos guasa!, si no fuera por ella no estaríamos aquí ahora.

El sargento chasquea la lengua y da la orden de ponerse en marcha.
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—¡Abran! ¡Policía!  Traemos mandato.

La verja tarda unos minutos en deslizarse sobre sus goznes pero eso no parece preocupar al detective. El coche recorre una senda de tierra flanqueada por altos cipreses que termina delante de la casa,  en la puerta  les espera una mujer con aire preocupado.

—¿Le ha pasado algo a mi marido? —pregunta nada más ver al sargento.

—Traemos un mandato, señora, debemos inspeccionar la casa.

—¡Mi marido no va a permitirlo!

—Su marido se atiene a lo que manda la ley y en este momento la ley soy yo.

—¡Sargento! —grita un policía desde la parte trasera del jardín— ¡Mire lo que hemos encontrado!  Intentaba intentando salir a hurtadillas por la puerta de servicio.

Grajo sonríe al reconocer  a  Justo.

—Vaya, vaya… ¡Ya estamos todos! —dice el sargento— me parece que vamos a tener una noche movidita.
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—¡Esto es un atropello! ¡No tiene ni idea de lo que está haciendo! —grita el abogado mientras entra en la casa seguido de los demás.

—Esto podría acabar enseguida si nos dice dónde están los documentos que sus hombres acaban de robar en el despacho de Grajo.

—¡No sé a qué se refiere! Aquí no encontrará ningún documento robado. ¡Esto es increíble! 

El sargento da  orden de empezar el registro en el mismo momento en  que llaman a la puerta. Grajo va a abrir y otros dos policías se presentan llevando maniatados a los hombres que habían robado los documentos del despacho de Grajo.

 —Estaban intentando saltar el muro, señor.

—¡Bueno, bueno! ¡Por si éramos pocos…parió la abuela! —dice Grajo acercándose a Justo —Siéntese… señor Derecho Lanzador y extienda sus manos con las palmas hacia arriba.

—¿Para qué? —pregunta Justo que aún no sabe con quién está hablando.

—Quiero asegurarme de que no va usted armado.

—¡Cómo voy a ir armado! ¡Yo soy un hombre de leyes!
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—Entonces no tendrá inconveniente en hacerlo —comenta el sargento.

—¡Pues claro que no! —dice Justo extendiendo los brazos.

El sargento ilumina las manos del hombre con un haz de rayos ultravioletas sacando a la luz unas manchas fosforescentes de color amarillo.

—¿Qué es esta porquería? —pregunta el abogado que retira enseguida los brazos.

—¡Es un polvo anticacos que usamos los detectives, amigo! Los documentos que habéis robado en mi despacho están impregnados de él.

—¿Quién es usted?

  Soy Detecto… Benigno Detecto, El Grajo de Lavapie. 

En ese momento Filio hace su entrada en el salón, está esposado y amordazado. Tras él alguien avanza empujándole.


—Y yo soy  La Juani, su mano derecha.   


                                               FIN  



                                                                                                151                   
                                                             












 






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