Al despertar entendí que aquél era un día tan
bueno como otro cualquiera para asesinar, más, si en ello te guía la mano del
señor.
Llegué al punto negro del camino, ese del cual
tantas denuncias se apilan en los cajones del ayuntamiento, y me asomé al
barranco. Después de todo tienen razón, pensé al observar que una sucesión de peñascos
cortantes bajaba en picado hasta el cauce del río, una mala caída sería
ciertamente mortal. ¡Deberían de hacer algo para solucionar el problema de una
vez por todas!
Según mis cálculos tenía tiempo de sobra y
un breve Praeparatorio para lograr espíritu de recogimiento y humildad
no me venía nada mal. Así que me senté en una roca dispuesto a liberarme del
mundo profano y a penetrar en el espacio sagrado en el que Dios nos revela su
Misterio.
Cuando la paz había inundado mi ser y me
sentí en armonía con el Señor dediqué unos momentos a la mujer que me quitaba
el sueño.
Ella no es como las demás. Culta,
reservada, amiga de sus amigos y de las que se preocupan de lo que se tienen
que ocupar. Una pena poner fin a su existencia máxime teniendo en cuenta su
dedicación, su generosidad y su paella del día de los pobres, que de entre
tantas, es sin duda alguna la mejor.
Reconfortado y reforzado en mi convicción me
levanté y me puse en acción con rapidez, aunque en ese lugar y a esas horas no
solía haber gran afluencia, era mejor no tentar la suerte.
Corté ramas y cañas con una tijera de podar
que había encontrado en el jardín detrás de la iglesia y organicé con ellas una
especie de barrera en el lado derecho del camino.
Tras comprobar que el trabajo serviría a su
fin escondí la herramienta entre un zarzal y avancé hasta al cruce. Ahí el
camino se divide en dos, yo me dirigí por el que serpentea entre los campos en
dirección al polígono industrial y me senté a esperar a la sombra de un naranjo.
Te
vi llegar cuando la tarde marcaba su fin, el sol dejaba de apretar y el aroma
de azahar transformaba el aire en vapor perfumado, decía el poema que sin
saber por qué me saltó a la mente en ese preciso momento.
Sería
la pérfida lujuria, el sátiro deseo o el tedioso aburrimiento del matrimonio lo
que llevó a esa mujer a cometer actos impuros e impropios, aun así, no cabía
perdón y más que, consciente de sus pecados, volvió a tropezar otra vez en la
misma piedra.
Pero al menos volvió a confesar.
¡No importa! “Si después
de haber recibido el conocimiento exacto de la verdad practicamos el pecado a
propósito, ya no queda ningún sacrificio por los pecados. Solo quedan
una aterradora perspectiva de juicio y la furia ardiente que consumirá a los
opositores. El que
viola la ley de Moisés, muere irremisiblemente. Hebreos 10.”
Amen.
Justo en ese momento y en pos de justificar
mis palabras, apareció ella por el otro camino que llega al empalme. Avanzaba
abriéndose paso entre cañas encorvadas, se paraba y tiraba de un perro que,
atado a un largo ramal, se empecinaba en sentarse.
—Padre, ¿usted por aquí?
—Los caminos del Señor son infinitos, hija
mía. ¿Me equivoco o su compañero no aguanta más?
—¡Perro tonto!
—¡Traiga!, se me dan bien los animales.
La mujer ladeó la cabeza y tras sonreír me
entregó la correa.
— Sabe, Padre, me alegro de haberle
encontrado. He pensado mucho en lo que me dijo el otro día cuando volví a
confesarme. Le aseguro que no volverá a suceder.
—Todos podemos equivocarnos, hija mía…
Dije y no pude acabar la frase porque llegábamos al
tramo interrumpido por las ramas. La cogí del brazo para mantenerme a su altura,
la mujer se hizo a la izquierda y entonces, de un golpe certero la empujé por
la ladera, al vacío.
—… pero Dios solo perdona una vez. —concluí
y me mantuve en silencio de oración.
Dejé al perro al lado de una verja, en las
inmediaciones del pueblo. El animal no tenía culpa, no merecía el trágico final
que sufrió su dueña. Alguien lo encontrará y si el estúpido del marido, deshonrado
y mancillado no pensara quedárselo, lo haré yo que después de todo me llamo
Francisco y he estado en Asís.