martes, 13 de octubre de 2020

En nombre de Dios


 

Al despertar entendí que aquél era un día tan bueno como otro cualquiera para asesinar, más, si en ello te guía la mano del señor.

 

Llegué al punto negro del camino, ese del cual tantas denuncias se apilan en los cajones del ayuntamiento, y me asomé al barranco. Después de todo tienen razón, pensé al observar que una sucesión de peñascos cortantes bajaba en picado hasta el cauce del río, una mala caída sería ciertamente mortal. ¡Deberían de hacer algo para solucionar el problema de una vez por todas!

 

Según mis cálculos tenía tiempo de sobra y un breve Praeparatorio para lograr espíritu de recogimiento y humildad no me venía nada mal. Así que me senté en una roca dispuesto a liberarme del mundo profano y a penetrar en el espacio sagrado en el que Dios nos revela su Misterio.

Cuando la paz había inundado mi ser y me sentí en armonía con el Señor dediqué unos momentos a la mujer que me quitaba el sueño.

Ella no es como las demás. Culta, reservada, amiga de sus amigos y de las que se preocupan de lo que se tienen que ocupar. Una pena poner fin a su existencia máxime teniendo en cuenta su dedicación, su generosidad y su paella del día de los pobres, que de entre tantas, es sin duda alguna la mejor.

 

Reconfortado y reforzado en mi convicción me levanté y me puse en acción con rapidez, aunque en ese lugar y a esas horas no solía haber gran afluencia, era mejor no tentar la suerte.

 Corté ramas y cañas con una tijera de podar que había encontrado en el jardín detrás de la iglesia y organicé con ellas una especie de barrera en el lado derecho del camino.

Tras comprobar que el trabajo serviría a su fin escondí la herramienta entre un zarzal y avancé hasta al cruce. Ahí el camino se divide en dos, yo me dirigí por el que serpentea entre los campos en dirección al polígono industrial y me senté a esperar a la sombra de un naranjo.

 

 Te vi llegar cuando la tarde marcaba su fin, el sol dejaba de apretar y el aroma de azahar transformaba el aire en vapor perfumado, decía el poema que sin saber por qué me saltó a la mente en ese preciso momento.

 Sería la pérfida lujuria, el sátiro deseo o el tedioso aburrimiento del matrimonio lo que llevó a esa mujer a cometer actos impuros e impropios, aun así, no cabía perdón y más que, consciente de sus pecados, volvió a tropezar otra vez en la misma piedra.

Pero al menos volvió a confesar.

  ¡No importa! “Si después de haber recibido el conocimiento exacto de la verdad practicamos el pecado a propósito, ya no queda ningún sacrificio por los pecados. Solo quedan una aterradora perspectiva de juicio y la furia ardiente que consumirá a los opositores. El que viola la ley de Moisés, muere irremisiblemente. Hebreos 10.”

Amen.

 

Justo en ese momento y en pos de justificar mis palabras, apareció ella por el otro camino que llega al empalme. Avanzaba abriéndose paso entre cañas encorvadas, se paraba y tiraba de un perro que, atado a un largo ramal, se empecinaba en sentarse.

 —¡Señora Teresa! —dije y me puse a su lado.

—Padre, ¿usted por aquí?

—Los caminos del Señor son infinitos, hija mía. ¿Me equivoco o su compañero no aguanta más?

—¡Perro tonto!

—¡Traiga!, se me dan bien los animales.

La mujer ladeó la cabeza y tras sonreír me entregó la correa.

— Sabe, Padre, me alegro de haberle encontrado. He pensado mucho en lo que me dijo el otro día cuando volví a confesarme.  Le aseguro que no volverá a suceder.

—Todos podemos equivocarnos, hija mía…

Dije y no pude acabar la frase porque llegábamos al tramo interrumpido por las ramas. La cogí del brazo para mantenerme a su altura, la mujer se hizo a la izquierda y entonces, de un golpe certero la empujé por la ladera, al vacío.

—… pero Dios solo perdona una vez. —concluí y me mantuve en silencio de oración.

Dejé al perro al lado de una verja, en las inmediaciones del pueblo. El animal no tenía culpa, no merecía el trágico final que sufrió su dueña. Alguien lo encontrará y si el estúpido del marido, deshonrado y mancillado no pensara quedárselo, lo haré yo que después de todo me llamo Francisco y he estado en Asís.


martes, 22 de septiembre de 2020

 


Argumento proporcionado por Storynator:

 Una limpiadora que tuvo problemas con las drogas y un piloto que colecciona bragas, se encuentran en el mismo restaurante, todo se complica con la presencia de un bombero, donde la tristeza y la locura serán eje de una historia repleta de sorpresas.

  248 Palabras


                                                      EL CONVIDADO DE PIEDRA


Una novia intenta liar un porro mientras se asoma al vacío desde la azotea de un rascacielos. Le tiemblan las manos, tiene los ojos llenos de lágrimas y, ahí arriba sopla un viento que pretende llevarse la cola de capilla del blanco vestido.

—¿Está usted bien, qué ha pasado?—pregunta un tipo fornido y guapete que aparece por la puerta de acceso. 

La novia levanta la ceja derecha y encoge los hombros.

—No te asustes, vengo del banquete.

La mujer parece animarse, le vuelve a mirar y contesta levantando la voz para que el aire no se lleve las palabras.

—Creo que Roberto, con el que te recuerdo que acabo de casarme, me engaña.

 El joven sonríe y ladea la cabeza, se hace con las herramientas, lía el porro, lo enciende y haciendo refugio con las manos, se lo entrega.

—Gracias. Abajo en la fiesta un calor asfixiante, y voilá que Roberto ha querido secarme el sudor de la frente con unas bragas de hilo en lugar de emplear  un simple pañuelo! —dice la chica y aspira de prisa no sea que el porro se apague.

—¿De encaje malva con perlas azules?

La novia desgrana los ojos.

El hombre recupera el pitillo y aspira, se asoma al parapeto, menea la cabeza y pisa el vestido con todas sus fuerzas.

—¡Tranquila querida, son mías! Le traían suerte al chaval y se las llevó de recuerdo el día en que rompimos.


jueves, 21 de mayo de 2020

Poder es poder



—¡Por Dios señor, ahí no puede sentarse, ese sitio está reservado para  el Siñor Verme!— dijo el camarero, tras llevarse las manos a la cabeza.  

 

 Mare Nostrum era un chiringuito de madera, viejo pero con estilo, que surgía a pie de playa de un pequeño pueblo alicantino.  Las mesas de la terraza quedaban protegidas de los rayos solares gracias a una carpa recubierta con cañizo, todas excepto una, la más cómoda, separada de las demás, de cara al mar y a la sombra de una parra.

 

—¡Se’l demane per favor, senyor! Lo sé, culpa meua, no he puesto cartel  que lo indicase dijo el muchacho y juntó las manos, implorante—, ¡pero si sigue usted ahí se’ns va a caure el pél a tots!

 

—¿Don Verme? —preguntó el hombre que se levantaba sin dejar de negar con la cabeza.

 

—Sí señor, una endemoniada oruga que  llegó al pueblo hará cosa de un año, a través del espejo mágico. Según he oído, vino por orden expresa de la Reina de Corazones. Se instaló en un chalet de la colina, compró tierras por aquí, construyó por allí y en poco tiempo se hizo  amo y señor del lugar. De alguna forma, todos le debemos pleitesía.

 

Como todas las tardes, a esa hora, ya se había empezado a levantar una deliciosa brisa marina cuando los niños pararon de jugar a la pelota y se acercaron al establecimiento para observar la llegada de un ser todo verde y orondo que avanzaba hacia el local  en una silla de ruedas motorizada. Un muchacho bronceado y musculoso empujaba el artefacto al tiempo que respondía a los saludos de los presentes mientras el personaje, con ojos cerrados y fosas nasales bien abiertas, aspiraba el aire yodado del mar.

 

Llegado el momento, el joven levantó al Siñor Verme como si se tratara de alzar un cojín de plumas y lo posó, con toda suavidad, en su tumbona. Recubrió el cuerpo del susodicho con una manta roja a juego con el  sombrero que calzaba la puntiaguda cabeza de su patrón y se quedó ahí de pie, formado, como si se tratara de un miembro de la  Guardia Real Británica.

 

 

Tras acomodar sus segmentos a la nueva posición y sin mirar a nadie, la oruga se dedicó a sorber el extraño refresco que había traído el camarero, en una copa  repleta de hielo picado. Repantingada en su trono, entre sorbo y sorbo, y sin dejar de observar el arcoiris de colores cálidos que la puesta de sol había pintado en el cielo, daba largas chupadas a un narguilé que el asistente se había apresurado en dejar sobre la mesa.

 

El personaje aspiraba el humo por la boca y lo expulsaba después a través de los expiráculos que poblaban su abdomen quedando así, todo él, envuelto en una nube blanquecina que le proporcionaba un aire  aún más soberbio.

 

 Todo era quietud y tranquilidad, hasta los perros habían dejado de ladrar y los clientes del establecimiento que aún charlaban, lo hacían en voz tan baja que aquello parecía un velatorio.

 

Mientras el camarero sugería al desconocido que no mirara directamente al Siñore, si no quería que el musculitos se lo explicara de forma más convincente , el estallido de un disparo cercano quebró la tranquilidad reinante.

 

Tras saltar el muro del paseo, dos hombres irrumpieron en la playa levantando una gran polvareda de arena que el aire se ocupó de arrastrar hasta el chiringuito.

 

 El más barrigón de los dos hombres rondaría los cuarenta y apretaba una pistola humeante en la mano derecha, el otro que parecía bastante más joven aunque ya tenía pelo en el pecho se abalanzó sobre el contrincante y tras endiñarle un diestro en el estómago lo tiró al suelo.

 

—¡Cabronazo, me las vas a pagar! gritaba el gordito.

 

—¡filthy fucking pig! —gritaba también el otro, golpeando allí donde llegaban los puños.

 

Un coche policial apareció de repente y paró justo al lado del establecimiento. Los agentes activaron la sirena y salieron del vehículo.

 

Los guardias se quedaron observando la escena durante unos segundos hasta que uno de ellos, tras hablar por la radio del vehículo, miró hacia el chiringuito y corrió, presto, a acallar la alarma.

 

Rápidos, los agentes se cuadraron ante el Siñor Verme, cuyas facciones no se inmutaron ni por un momento. Tras deshacerse en excusas, los hombres corrieron hacia la playa sin dejar de echar ojeadas rápidas a la figura oronda que emitía humo rojo por los orificios laterales de su cuerpo.

 

¡Policía, deténganse! —gritó uno de los agentes mientras el compañero inmovilizaba al joven que no paraba de golpear el flanco derecho del contrincante.

El mayor de los maleantes a malas penas lograba levantarse, tenía un ojo morado y no paraba de escupir arena.

 

Una vez esposados los dos elementos y recuperada la pistola del suelo, los guardias abandonaron la zona no sin antes presentar saludo militar a la venerable oruga.

 

Cuando el coche policial desapareció tras una curva y los niños volvieron a jugar en silencio, el camarero apareció en la terraza con otra copa de ese misterioso líquido azul.

 Don Verme dejó escapar un largo suspiro y se centró en el disfrute de un cielo que en ese momento se había tornado de rojo intenso con leves matices  morados.  

 

 


miércoles, 29 de abril de 2020

¡Vete Satán!


El callejón que se abría ante mí era estrecho y sombrío. De él se había adueñado la vegetación que colgaba de las ventanas, y el denso perfume a flores y a tierra mojada me invitó a recorrerlo.

 Un viejo portón de madera tropical esperaba al viajero tras una curva inesperada del camino. A un lado, en una placa de mármol desgastada se podía leer: Parroquia San Carlos.

Empujé la puerta, incrédula. La poca luz que iluminaba el interior provenía de las velas que proyectaban extrañas sombras sobre la pared. Aspiré, y el intenso olor a incienso despejó mis dudas, bajé el escalón y entré.

Me sorprendió la amplitud del lugar en contraste con la estrechez del camino que lleva hasta él. Techos altos acabados en cúpulas blancas, una cruz de corte moderno alzando solemne sus brazos contra el altar y en cada hornacina, imágenes blancas.

 A pesar de que la iglesia parecía desierta, se oía un murmullo continuo, una letanía que provenía de una nave lateral. Avancé sin hacer ruido por no interrumpir con mi presencia.

 A la derecha, frente a una capilla dedicada a la Virgen María, un grupo de hombres y mujeres ataviados con indumentaria colorida oraban en coro. El misterio de la letanía quedaba resuelto.

Me senté en un banco solitario algo separada del grupo. No había nadie más en la iglesia y yo era la única blanca del lugar.

Me pareció que esas gentes rezaban el rosario pues sus voces sonaban monótonas aunque llevaban cierto ritmo musical. Según pasaba el tiempo, el tono subía y se hacía más fuerte y envolvente.

Un joven con melena trenzada, camisa de flores y zapato deportivo empezó a caminar entre los bancos mientras movía una cruz de bordes dorados que apretaba en la mano derecha. De pronto se detuvo, elevó los brazos y predicó: Gracias Jesús, ven Jesús, gracias mamá María.

En medio de esa dulce paz, una mujer se puso en pie y mientras
lanzaba gritos lacerantes intentó arrancar mechones de esa mata de rizos que poblaba su melena.

 Permanecí agarrada al banco sosteniendo la respiración, no podía creer lo que veía.

Tan de improviso como se había levantado, la mujer volvió a sentarse y en ese preciso momento el predicador le impuso la cruz sobre la frente, ¡Ven Jesús, ven! Baja Espíritu Santo, tu sierva te necesita, dijo.

 Una sensación de paz invadió mi cuerpo y mi mente retrocedió de forma inexplicable a la niñez. 

 Algunos feligreses rodearon a la mujer mientras mantenían las palmas de las manos levantadas hacia ella, aun así, “la poseída” no dejó de agitarse y de emitir gruñidos. Al fin, agotada y derrotada por la presión a la que se veía sometida, se desplomó y los que estaban a su lado la sostuvieron y acompañaron su cuerpo inerte hasta el suelo.

Con el corazón palpitante, yo no dejaba de observar la escena y me serené al comprobar que el pecho de la mujer seguía moviéndose.

Mientras la voz del predicador llenaba la sala y marcaba un ritmo cada vez más acelerado, una joven se agitaba bruscamente al tiempo que, con voz profunda, profería palabras incomprensibles.
Nadie se movió y el orador siguió su camino como si nada sucediera.

Vi como la joven se dejaba caer y una vez en el suelo rodaba de un lado a otro chocando contra los bancos. Gritaba y coceaba a diestro y siniestro. Los golpes contra el mobiliario resonaban en las paredes, imprimiendo una atmósfera dantesca al lugar.

Con gran satisfacción por mi parte el predicador se le acercó y con movimiento repentino impuso la cruz sobre la cabeza de la chica diciendo: Libéranos Señor, libéranos de todo mal, de todo demonio. ¡Alzad los Rosarios!, gritó mientras levantaba la cabeza, Satanás odia los rosarios y la oración. Yo te echo, te echo en nombre de Jesús. ¡Vete Satán! Vete, Satán, en el nombre de Jesús.

La mujer dejo de moverse, inclinó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos. El predicador pedía a Satán que dejara aquel cuerpo mientras, con la mano libre, trazaba cruces en el aire que parecían llenarlo todo de embrujo.

 El banco sobre el que yo estaba sentada temblaba al tiempo que un gélido frío envolvía mi cuerpo, aún así no me moví, y si hubiese intentado hacerlo, no habría podido.

La joven quedó exhausta en el suelo y el hombre, sin dejar de rezar, se encaminó hacia el centro de la iglesia. Pidió a los hermanos que le siguieran, tomó asiento delante de unos tambores y marcó un ritmo festivo. Los asistentes pasaron de la oración al canto coral, aquello sonaba como un himno de dioses. Los cuerpos se movían al compás siguiendo un ritmo en continuo aumento.

La fiesta había comenzado.

Noté una presencia a mis espaldas y me giré, un cura con sotana y sombrero de teja me sonreía desde el banco de atrás. La Flor Divina, dijo y me tendió la mano, una congregación de oración haitiana que se reúne aquí todos los jueves por la tarde. Es curioso ¿verdad? El diablo podría aparecer en la parroquia de San Carlos y como cada jueves, si aparece, se le expulsa a fuerza de amor y voluntad, y ni siquiera es necesaria la presencia del sacerdote.



jueves, 19 de marzo de 2020

Posibles consecuencias


Este relato de ciencia ficción escrito para el concurso del Tintero De Oro, solo quiere aportar una pizca de humor al momento tan duro que estamos viviendo.








Estaba vivo.
 Y aunque me sentía eufórico, disfrutaba de la sombra de los pinos y escuchaba los pájaros trinar, no dejaba de pensar en las consecuencias que aquello podría depararme en el futuro. 

Cruzaba el parque a paso ligero sin motivo, solo cabía pensar en un reguero de cadáveres esperándome en casa tras una ausencia tan larga.

Entré en el salón, el sofá seguía descolorido y la tele aún colgaba de la pared. Frente a la ventana, el ordenador y el microscopio apagados como los dejé y en la mesa los libros abiertos seguían mostrando fotos de escolopendras encontradas hasta el momento.

Asomé la gaita sobre una de las urnas que amueblan mi madriguera y lo que vi me impactó más que la noticia de que ya estaba curado.

De mis niñas quedaban la mitad y las muy lerdas habían adquirido un tamaño descomunal. Me pregunté cómo habrían sorteado el separador y me detuve a observar con atención.
«¡Joder, esas dos parecen comunicarse a través del cristal!»

Di un salto hacia atrás, pero las pocas fuerzas que me quedaban no evitaron que mis posaderas acabaran en el suelo.

«¡Lorenzo, tú no estás bien!, recuerda que apenas has salido de un hospital…  Dale a tus niñas los grillos que acabas de comprar, ocúpate de las iguanas que lucen moribundas, echa un vistazo a los escorpiones y descansa, te lo han repetido hasta aburrir a un oso panda: mucho descanso...»

Después de ocuparme de lo urgente, que no de lo necesario, me dirigí a trompicones a la cocina, llené un vaso de agua y lo vacié de un trago. Estaba deshidratado, aturdido, idiotizado. Me senté, apoyé los codos en la mesa y noté restos de migas resecas. Dejé caer la cabeza entre las manos y tardé un minuto en quedarme dormido.





Un mes atrás, daba inicio el dichoso viaje a tierras de Oriente.
Jornadas maravillosas en países más que exóticos de extrañas costumbres, todo sorprendente para un pipiolo tan ingenuo como yo. Y Daniel, ¡hacía tanto que no le veía! ¿cuánto haría de eso?, unos tres años más o menos!
El cabroncete no había cambiado ni un ápice, seguía siendo el mismo farolero que recordaba. Me enseñó su laboratorio y sus avances científicos en ese asunto de bioquímica que tanto le apasiona.

Al llegar a España y mientras comía algo en el bar del aeropuerto, oí en las noticias que un virus desconocido había provocado un alto número de muertos en la puta ciudad que acababa de dejar.

Di un brinco en la silla, con el tenedor aún en el aire intenté captar algo más de lo que decían, pero por lo visto el asunto no revestía importancia y la barby de turno ya estaba hablando de un incendio en un piso de Madrid.
No sabía si preocuparme, pasar del tema o cagarme en todo lo que veía, pero lo que tenía claro era que ese delicioso pincho de tortilla no acabaría en mi estómago.

Unas mañanas más tarde, al levantarme, quise morir. Me explotaba la cabeza, tenía ganas de echar la pota y no lograba mear. Lo peor, sabía que eso no era un simple resfriado. El día antes, el desgraciado de Daniel me había llamado desde el barracón de un hospital militar de ese tan exótico país. Estaba en cuarentena.

Puse en orden lo que pude, avisé en la oficina para que no contaran con mi valiosa presencia, llamé a mi madre y le prometí que me pondría camiseta, dejé comida a mis niños y, cagándome patas abajo, me presenté en el hospital.
Quod erat demonstrandum me aislaron inmediatamente.




Desperté de golpe, como si hubiera tenido un mal sueño, y en efecto, así había sido. Con un simple vistazo a mi alrededor recordé lo bueno y lo malo.
Fui corriendo al salón, pero al terrarium me acerqué con la cautela necesaria.

«¡Cago en la... esas dos tarántulas están hablando de mí!, juraría que una de ellas levanta la cabeza para mirarme mientras cuchichean. Estoy convaleciente, lo reconozco, pero no loco, soy biólogo y experto en este tipo de bichos y sé lo que digo. ¿Y aquella?, no me mola nada como patalea la tapa, menos mal que la urna está más que cerrada.
 No puede ser, a menos que… ¡Dios!, todos preocupados por la mortalidad del virus en los humanos y nadie ha pensado en las posibles consecuencias en otras especies.

 ¿Y a quién vas a contarle todo esto, Lorenzo? ¡Te tomarán por visionario!, sería como decir que has visto extraterrestres en el salón de tu casa cuando en realidad estos bichos son de aquí, made en tu puto planeta. Quizás la doctora del hospital sería la única que podría…»


La mujer parecía no creer ni una palabra de lo que le estaba contando pero llegó un momento en el que colgó la bata y me dijo ¿vienes o voy sola?
Entramos en casa, el terrarium estaba reventado y alguien o algo, había petado el cristal de la ventana del salón.


No he vuelto a tener noticias de nadie, el teléfono ha dejado de funcionar, Dios sabe por qué. Me alegro de haber conseguido acabar el informe antes de que todo quede cubierto de hilos de seda y aunque mi cerebro no parece tan ágil como de costumbre, las manos aún agarran objetos sin demasiada dificultad. 

martes, 10 de marzo de 2020

Carpaccio de salmón (segunda parte de Tortellini alla Russa)



—No se, Heliodoro, si trasladar el restaurante de Alfas del Pin a Polop ha resultado buena idea.

—Hostia Concetta que aún me duele el lumbago por la mudanza. ¿Y hablando de mudanza, has oído lo del juicio por el asesinato de aquel millonario?

—¿Te refieres al belloccio que venía al restaurante de Alfas?, sí, “e nemmeno Dio riesce a capire un cazzo in quel casino.

¡Que estás en España, Concetta!

Ya es hora de que entiendas lo que digo Heliodoro, tantos años de pinche y no cazas ni una mosca. Digo que no hay Dios que entienda ese endemoniado asunto, y ten cuidado con el cuchillo, no sé yo si estás preparado para usarlo.

No me jodas, Concetta y que sepas que no entiendes el caso porque tienes la cabeza en Marrakech…

¡Porca Eva! No me lo recuerdes ahora que estoy descabezando conejos por culpa de Lorenzo que como siempre está de baja.

La verdad es que no te veo montada en camello en dirección a una haima del desierto.

Ni tú ni nadie va a ver semejante imagen jamás. ¡Paolo e i viaggi di avventura! Lo que no acabo de entender es el motivo de ese asesinato.

—A ver Concetta —contesta Heliodoro y mira a los ojos el salmón que tiene delante — no es difícil de entender:
Se cargan al milionetti, no hay testigos y nadie reconoce la participación en el asunto.

—Hasta ahí todo claro. Y al no aparecer el arma, del caso ya no habla ni Dios. ¿Por qué te paras, Heliodoro? El truco está en trabajar y hablar al mismo tiempo.

—La mala leche que te gastas no radica en que hayas dejado de fumar, es más bien visceral, diría yo que de nacimiento ¡Si es solo un momento carajo! Este tema requiere máxima concentración.

—Hombres…

—Resumiendo, sin asesino y sin arma el caso se va al garete pero, mira por donde, dos años después detienen a un matón que ha sido grabado  mientras traficaba con drogas y anabolizantes en diferentes zonas de la Marina y Benidorm.

¡El compinche del chino asesinado en el baño de nuestro restaurante de Alfas! Seguro que es él.

Podría ser, Concetta, pero no compliquemos el asunto que con lo que hay tenemos bastante.
Por lo visto, el tipo da la campanada confesando que dos años atrás le habían propuesto matar al Millonetti por 35000 euros pero que no aceptó.

¿Y por qué crees que ese dolce gattino se mete en tal berenjenal si ya tiene lo suyo con lo del chino y las drogas?

¡Para que le reduzcan la pena de cárcel, es de cajón!

De cajón, de cajón, quí Gatta ci cova, o lo que es lo mismo, a mi no me las da con queso.

¡Claro que si al caso le añadimos tus conjeturas, apaga y “vamonós”!
Calla y atiende que por muy jefa que seas yo también peso lo mío. El matón facilita los nombres de dos sicarios checos que podrían haber ejecutado al Millonetti por 50000euros. Además asegura que en el reservado del prostíbulo donde le ofrecieron cargarse al industrial dos años atrás, estaban presentes el dueño del local, el gerente del club, un tal Cano, que era el segundo de abordo del imperio industrial del fiambre y un empresario del calzado.

¡Madonna que casino! Casi prefiero que hablemos de los encantadores de serpientes que pululan por Marrakech.

La mare que va, Concetta, no puedes rendirte tan pronto! Concéntrate:

Los Checos lo niegan todo y para embarullar más el asunto, se descubre que el fiambre y su segundo estaban hasta el cuello en un turbio asunto urbanistico de terrenos sin calificar.

Pues no veo en que lo lía, más bien parece el móvil probable de todo el tinglao

Verás, por lo que se comenta como secreto a voces, en el follón de los terrenos estaba comprometido un cargo importante del ayuntamiento, y por si fuera poco se descubre que el emérito era portador de dos enfermedades de transmisión sexual desde hacía diez años, de las que estaba tratándose en Valencia.
Osea que tienen a los asesinos pero no tienen pruebas, no aparece el arma, del móvil mejor no comentar y el único testigo es un delincuente, traficante, matón y mentiroso. Las malas lenguas van diciendo que el juez quiso aparcar la investigación.

No me extraña en absoluto, en su lugar yo habría colgado la toga y habría montado una churrería en las Alpujarras. Allí es difícil que te encuentren, lo sé por unos paisanos míos que tuvieron que salir de Italia cagando leches. Y ahora al salmón que el carpaccio no se hace solo.

Espera, hay más. Para evitar que saltaras como un grillo al ataque suponiendo que esos bichos lo hagan, no he sido totalmente fiel a la verdad.

¡Heliodoro qué te despido!

Cuando te dije que en el prostíbulo estaban presentes el dueño, el gerente, el tal Cano y el empresario del calzado he omitido contarte que también había un cojo y una rubia que nadie sabe quienes son.

¡La rusa, Heliodoro, la novia del chino! La que estuvo trabajando con nosotros en los últimos tiempos de Alfas… Si ya sabía yo que no era de fiar, poner mermelada en los espaguetis es de mentes criminales o de trastorno bipolar.

¡Ves como acerté en dejarlo para el final! Habrías mandado al traste toda la historia. ¿Y cuando dices que sales para Marrakech?

En cuanto Lorenzo se digne volver al trabajo, que va siendo hora.