sábado, 24 de marzo de 2018

El Pelailla





Llenó la cafetera y la puso sobre el hornillo. Mientras esperaba, fue al salón y tomó un álbum de fotos de la estantería que dejó en la mesa al lado de una carta cerrada.
La cafetera ronroneó y Esperanza fue a apagar el fuego, llenó una taza de café y observó como la espuma recubría el líquido negro. Después se sentó y volvió a mirar el sobre, al lado del álbum. El remite era de la Fundación Bioandina en la Sierra de Pailemán en la Patagonia Argentina.

Sonrió y abrió despacio el álbum de fotos de su único hijo.

«¿Cuánto tiempo hace que no hablamos Raffaele? Siempre pensé que yo tenía razón en todo, ya sabes, tardo en darme cuenta que no hay que confundir sensibilidad con blandurrosquería. Sin embargo, ahora tengo miedo de leer esta carta y encontrar algo que no acabe de gustarme.»

Abrió el sobre y desplegó con mano temblorosa el papel:

Querida mamá,
Puede que no abras esta carta y que no la leas,
que la haya escrito en vano... pero no importa, lo
hago igualmente porque no puedo seguir así, te
echo mucho de menos.
Sé que estás enfadada pero ahora puedo
explicarte y demostrarte lo que significaba para
mí este viaje. Anoche me acordé de aquel día en
el que te conté lo del cóndor…


Levantó la vista, y con brillo en los ojos movió rápido las hojas del álbum. En la cabecera una etiqueta, "Raffaelle a los ocho".

«Han pasado quince años y vaya si me acuerdo. Desde la ventana te veo llegar con los hombros hacia atrás como si no tuvieras miedo a enfrentarte a la vida, es el peso de la mochila lo que te obliga a caminar de esa manera
Abro la puerta y me dices que no quieres que te llamen Pelailla nunca más y yo te explico que una pelailla es una almendra recubierta de caramelo, algo serio envuelto en una capa dulce.»

Levantó la cabeza y fijó la mirada en la baldosa que tenía delante.
Ahí me estoy viendo intentando hacerte cómplice de mi blandurriez disfrazada de sensibilidad, dijo con una sonrisa en los labios.

«—No te esfuerces, mamá, ¡odio ese nombre! Quiero que a partir de ahora me llamen el Cóndor— contestaste y entraste en casa con la barbilla levantada.
Pregunté si de verdad creías parecerte a esas aves.
—¡Pues claro que sí! —dijiste mirándome con esos ojos grandes— y no las llames aves porque no son ni gallinas ni pollos, son los reyes de los Andes.
Fuimos a la cocina y te sentaste. Tus pies no llegaban al suelo y tus piernas se movían adelante y atrás como las de un muñeco al que no se le acaba la cuerda.

Mientras preparaba el bocadillo hice la parodia de un cóndor que vuela en círculos y se lanza sobre el plato, tú cruzaste los brazos sobre el pecho y tus ojos se hicieron pequeños. Después, aseguraste que no estabas para bromas.
Te dije que si querías merecer ese mote, tenías que hacer algo grande y pensaste en apuntarte al concurso de poesía del colegio.»

El móvil empezó a vibrar y Esperanza vio el nombre de Merche en la pantalla. Lo dejó sonar y sacó el azúcar, luego volvió a fijar la vista en la baldosa.

«Te aconsejo que firmes con el pseudónimo de “Cóndor” y enseguida preguntas qué significa “pseudónimo”. Mientras te lo explico ya no te estas quieto, no tienes tiempo para más, y acabar el bocadillo te cuesta. Te digo que si quieres parecerte a los reyes del cielo deberías raparte la cabeza y tú echas el cuello hacia atrás y empiezas a bailar con el trasero en la silla.
—¡Eso sí que no, todos dirán que tengo piojos!
¡Y se te ocurre preguntar si el cóndor tiene piojos! »

Entre risas sopló sobre la superficie del café.

«Quieres acabar la merienda lo antes posible y ofreces la mitad del bocadillo a Dino afirmando que el animal tiene las patas flacuchas. ¡Pobre Dino! »

Desplazó la mirada hacia el techo durante unos segundos, luego pasó las páginas del álbum hasta encontrar la foto de un perro de patas largas y aspecto desarrapado. Sonrió.

«Vas corriendo al despacho y mientras esperas a que se ilumine el monitor, repiqueteas con los dedos sobre la mesa como hacía papá y al fin tecleas: Como escribir la mejor poesía del mundo. »

Decidió tomar el café sin azúcar y cerró los ojos para dar el primer sorbo.
Mientras bebía, con el pulgar hacía rodar dos alianzas que convivían en el dedo anular. Las miró con detenimiento y las besó. Acabó la bebida de un trago y buscó entre las fotos del álbum una en la que posaran los tres, ella, Gino y Raffaele, en esos días tan felices de su vida. Al limpiarse una lágrima que corría por la mejilla reparó en la carta abierta sobre la mesa y volvió a cogerla.

«Le estoy viendo, mi pequeño gana el concurso pero esa tarde llega a casa enfadado porque todos siguen llamándole Pelailla.»

… y de cómo empezó mi afición por esas aves.
¡Si supieras cuanto me alegro de haberte hecho caso!
Mira adonde he llegado: aquí, en la reserva,
acaban de nombrarme especialista del equipo.
Y pensar que todo empezó con un pseudónimo!
Gracias mamá.
Te manda un beso muy grande,

el Condor que se comió la Pelailla


Inspiró, y lo hizo de forma tan profunda que parecía no fuera a hacerlo nunca más.
Cogió el móvil y pulsó sobre el aviso de llamada perdida.
—Hola, Merche.
—¡Esperanza, me alegro de oírte! Te llamaba porque estamos todas aquí, en mi casa y vamos a sacar los billetes. He pensado que a lo mejor habías cambiado de idea…
—Por eso te llamo yo también, he decidido ir con vosotras a París, si estoy a tiempo.
—¿En serio? ¡Claro que sí! ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión tan de repente?
—Un café, caliente y amargo.