Despierto tras una noche insomne y corro a abrir la puerta, el frio se clava en mis mejillas como agujas de hielo. Avanzo hasta la verja del jardín y solo percibo el conversar de las hojas secas que caen a mi alrededor.
Vuelvo
atrás, a una casa triste y silenciosa, a un hogar huérfano de bufidos y del
repiqueteo de las uñas de mi compañero en el parqué.
Bribón
no es solo mi guía. Él me conduce entre las risas y alborotos de los niños
cuando me envuelve el desconsuelo o me lleva a disfrutar del correr de las
aguas del río cuando añoro paz y tranquilidad.
Tras
su desaparición nada me consuela e imagino su cuerpo abandonado en una cuneta,
frío y con los ojos abiertos a la más absoluta oscuridad.
Un medio ladrido, ahogado y lastimero rompe el silencio.
Acudo y el hedor a queso rancio que flota en el umbral me desorienta por completo. Decido agacharme y toco pelo, mojado, pegajoso y enredado entre mil abrojos. Una silueta inmóvil con la cabeza hundida entre los hombros.
Imagino
ahora dulces feromonas flotar en el aire cual ligeras mariposas y una pituitaria
enloquecida por el frenesí que al seguir su estela arrastra el cuerpo del
animal al que se ve pegada. Una verja entreabierta y fuera, la vida. Una noche
de pasión con las perras del cabrero. Un baño purificador y la forma más dulce
de pedir perdón a quién está esperando en casa.