viernes, 22 de septiembre de 2017

Así es Córdoba





Ella levantó la vista de la pantalla encendida y la fijó en un punto de la pared esbozando al mismo tiempo una misteriosa sonrisa.

—¡Córdoba! —dijo y la silla giratoria dio media vuelta.

—¿Córdoba? —preguntó él desde el otro extremo del despacho. Inclinó la cabeza y su frente se llenó de arrugas— Preferiría un sitio más fresco, en esta época del año en Andalucía hace calor. ¿Por qué allí?

—No lo sé —respondió ella enseñando la palma de las manos—, presiento que es el sitio al que deberíamos de ir.


Hacía tiempo que los dos no realizaban un viaje, solos. Aun así les pareció natural llenar la misma maleta con ropa de verano y poner los cepillos de dientes en el mismo neceser.

El recorrido en coche fue largo. Los viñedos de Castilla dejaron paso a los olivares andaluces pero la charla se mantuvo fiel a sí misma durante todo el trayecto. El hijo ya no era tan niño, aun así ellos continuaban a preocuparse por él.

Cruzaron el Guadalquivir y, como tantos viajeros antes que ellos, quedaron atrapados en el embrujo andalusí. Sus inquietudes se vieron retenidas al otro lado del rio, el espíritu de Córdoba no las dejaba pasar.

Salieron del hotel y la flama de la noche, lenta y perseverante, se aprestó a deshacer la capa de polvo que cubre los corazones con el paso del tiempo, a finas capas letárgicas. Era el calor del membrillo, aquel que sube del río al final del verano y avanza envolviéndolo todo, aquel que nubla la mente y obliga a actuar por instinto.

Mano en la mano desafiaron las calles de la judería. La oleada de gente apremiaba a caminar más pegados, él la agarró por el hombro y ella a él por la cintura. Ajustaron el paso mecánicamente y vagaron sin rumbo por los recovecos de un mundo lejano que aún perdura en el tiempo.

Un vaso de vino en una taberna y una guitarra flamenca. Aroma de especias embriagándolo todo. Un cuarto de hotel, el silencio y un beso en el cuello.


Las manos de ella recorren el pecho de él. Los dedos de él desatan el vestido de ella que termina enredado en sus pies. Una ducha, un roce, un mordisco en la oreja y una boca que busca un camino olvidado.

Jadeos en la cama y dos cuerpos cabalgan, con ritmos distintos. Poco a poco se van deteniendo, ellos se miran y ríen. Él se tumba al lado de ella.

— No es fácil, la larga abstinencia es nuestro gran enemigo y el deseo tan ardiente ha precipitado el intento al fracaso.

Ella no contesta y apaga la luz, él le coge la mano.

—Como la primera vez —susurra él.

—Solo que entonces teníamos cuarenta años de menos.

—En Córdoba cuarenta años son un suspiro.

—En eso tienes razón —contesta ella y añade— además, una cama de hotel es mejor que la yerba de un parque.

—Y aquí no hay prisas, tenemos toda la noche —dice él girando su cuerpo desnudo para acercarse más a ella.

Risas, susurros y un sinfín de caricias. Ahora ella cabalga encima de él. Despacio, con movimientos sinuosos y tocando las notas correctas.

—Más bajo, a la derecha ¿recuerdas?

—Recuerdo.

Las manos de ella en los brazos de él, las piernas de él el respaldo de ella.

Llegaron al cielo a la vez y cayeron rendidos.


—Habrá que repetir.

—¿El viaje a Córdoba?

—El viaje al cielo—contesta él pasándole el brazo debajo del cuello. Deja pasar unos segundos y añade —esta tarde, cuando entraste en esa tienda, pedí un cigarro a un muchacho.

—Lo sé —dice ella— te vi. ¿has traído cerillas?

—Eso iba a decirte, ¡pensé en el cigarro pero no me acordé de que hay que encenderlo!

—Lo supuse y al verte pedir un cigarro compré unas cerillas —dijo ella cogiendo su bolso.


A oscuras, en una ventana se abre un resquicio, ella se sienta en las rodillas de él y pregunta:

—¿Entonces fumamos?

—hace cuarenta años cometimos pecado.

—Entonces pequemos de nuevo.


La mano de él enciende el cigarro. Ella observa el humo que asciende en volutas y el hombre sonríe, luego aspira y la boca de ella se pega a la de él. El humo atraviesa barreras de tiempo.

Ella le aparta riendo y asoma la cara hacia afuera, exhala pero el humo revoca hacia dentro. El calor del membrillo no lo deja salir.