miércoles, 27 de junio de 2018

El último viaje









Cinco de la mañana. Aeropuerto de Valencia.
—Tranquila mamá, verás que todo irá bien — susurra mi hijo y me aprieta las manos.
El avión despega y no consigo pensar.


Diez treinta. Estación de Milán.
Gente corriendo. Arranca el tren para Génova. Miro por la ventanilla y mantengo la mente en blanco.


Doce treinta. Génova.
Palmeras y olor a salitre, recuerdos de infancia.


La una. El hospital y las batas blancas.
Cruzo el pasillo que lleva al centro paliativo y me dicen que su habitación es la tercera.
Apenas puedo reconocerla. La cara es tan delgada que solo veo orejas. Está sentada, con las manos en el regazo y la mirada fija en el suelo. Cuando oye el abrir de la puerta, levanta la cabeza y su expresión me estremece.
Entro y su sonrisa hace chispear esos ojos grandes que me miran sin ver.

—¿Sei tu? (eres tú)
Sí, mamma, sono quí. ( estoy aquí)
La abrazo y le doy un beso en la cabeza. Su pelo sigue oliendo a fruta tropical.
Mi hanno detto che posso rimanere la notte. Cosí stiamo assieme… (Me han dicho que puedo quedarme por las noches, estaremos juntas.)
¿fino alla fine? (hasta el final)
Sí mamma —y se me hace un nudo en la garganta.

La habitación es grande y soleada. Da a una amplia terraza llena de flores que recorre toda la planta. Aquello fue un centro para tuberculosos, transformado ahora en el último hogar para los que no tienen esperanza.
—¿Qué quieres qué hagamos, mamá?
—Salir a la terraza y hacer crucigramas. Coge un cigarrillo, aquí dejan fumar.
Suspiro pero no tengo valor para negarme.
Fuera el aire huele a primavera, a flores y a mar. Nos sentamos a la sombra y leo una definición del crucigrama.
Mientras ella piensa, enciendo el cigarrillo y se lo paso, mirando hacia todos lados.
—Creo que se refieren a la batalla de Stalingrado —dice— ¿de cuántas letras es?
— Acertado, como siempre. ¡Y dame el cigarrillo no vaya a venir el doctor!
—Él fuma, se lo he notado en el aliento. Además ¿qué podría decirme? ¿Qué fumar mata?

Es de noche y los dolores se agravan. Los enfermeros aumentan la dosis de morfina.

Esta mañana el crucigrama nos está costando más.
El vecino de la habitación derecha es un chico de veinticinco años. Su madre sale a la terraza a llorar.

Hoy es el tercer día de mi viaje y mi madre me llama de usted.

El cuarto día ha llegado, mamá no quiere comer. Solo pide Coca Cola fría.
Conozco a la novia del chico de al lado. La tristeza llega a límites inconcebibles. Ya no sé ni por quien estoy llorando.
De tanto verme, los médicos y los voluntarios ya me conocen, y por las noches salen conmigo a la terraza. Charlamos, y tengo la sensación de que ellos necesitan más terapia que yo.

Ha llegado el séptimo día. Mi madre está afuera disfrutando del fresco. Quisiera pensar que se siente feliz por tenerme a su lado. A la hija que vive lejos y que ha visto tan poco en los últimos tiempos. Pero no sé si lo piensa. No comenta nada.
En la habitación de la izquierda hay una mujer enferma de Parkinson. Se pasa las noches llamando a mamá.

Desde el último cigarrillo, mi madre se ha tumbado en la cama y no quiere levantarse. Dice cosas sin sentido. A veces habla en español y pregunta si los gatos han comido.
Ahora puedo atenderla. Antes no se dejaba. Me decía que no era una inválida y que podía mear sola.
Le mojo los labios, le refresco la cara y la cambio. Le leo relatos pero no sé si me escucha. Intento salir a la terraza cuando no hay nadie.

El décimo día. Mi madre no habla y no se mueve. La voluntaria del momento, una chica delgada con aire tristón, me asegura que ella sabe que estoy a su lado, aunque no lo parezca.
Le contesto que no estoy muy segura de eso. La oímos toser y corremos. Mi madre se incorpora y pone la cabeza en mi pecho. La voluntaria sonríe entre lágrimas. Yo me muero por dentro.

Undécimo día.
—Tu madre está en coma —dice la doctora que sale conmigo a fumar —te queda lo peor.
Me cuenta que su madre la abandonó cuando ella tenía solo dos meses. Por lo visto, la mujer no quería una niña, deseaba un varón.
Me encuentro fatal, pero me doy cuenta de que hay gente que está peor.
Ceno un emparedado. Me cuesta trabajo tragar, pero la voluntaria delgadita con aire tristón amenaza con no marcharse y quiero estar a solas con mi madre.
Me siento en una butaca al lado de la cama.
No pienso acostarme, cuando duermo caigo en letargo. Recuerdo que cuando mi hijo era pequeño y estaba malito, yo pasaba las noches en una silla para tomarle la temperatura cada tres horas.
Se me llenan los ojos de lágrimas. ¡Puta vida! Nos pasamos el tiempo sufriendo por los hijos para que luego los hijos sufran por nosotros. Me pregunto si está la mano de Dios en esta idea macabra y prefiero pensar que no hay un Dios.
Me quedo traspuesta y me despierto de golpe, demasiado silencio.
Mi madre ha dejado de respirar. Así, sin avisar.
Yo creía… yo quería…
Se me cierra la boca y suspiro. Aquí acaba mi viaje y me sorprende pensar que en este momento empieza el suyo. Quizás sea más duro que el mío...

—Tranquila mamá, verás que todo irá bien — susurro y aprieto sus manos.