Desde mi puesto y a
través de los cristales la veo saboreando el café en el bar de la esquina, con
su blusa morada y la falda negra apretada. Nerviosa, como si fuera su primera
vez.
Hace frío y la
imagino golpeando el suelo con el pie para entrar en calor, como siempre
ha venido sin abrigo.
Miro el reloj, si él
se retrasa, ella llegará tarde una vez más.
Por fin aparece su
coche y mientras el chofer le abre la puerta, baja y pasa delante del bar, mirando al
frente, elegante en su traje de sastre y consciente de que todas las
miradas están puestas en él.
Ella deja la taza y
sale a toda prisa, sabe que no lo puede perder.
En la puerta
giratoria cada uno en un gajo distinto, un saludo al conserje y directos hacia
mí.
—Buenos días, señor.
Señorita…
—Hola Pedro —dice
ella.
Él mira al suelo y
calla.
Las viejas puertas de
nogal rematadas con cantos de bronce se cierran tras ellos y mantengo el
ascensor suspendido en el aire para que el motor espere mis instrucciones de lo
que tiene que hacer.
Hace falta práctica,
créeme, no es fácil engañar al motor y conseguir que coma de tu mano, y así,
durante unos minutos, no existimos para nadie, estamos, los tres,
en una cuarta dimensión
Cierro los ojos y
tenso mi cuerpo, todo lo quiero vivir, percibir con los cinco sentidos, probar
lo que oiga y sentir la emoción en mi propia piel.
Le sonríe y sus ojos
de gata perdida no dan otra opción, lo sé, los he visto en acción tantas
veces....
Él se acerca y
le roza un botón. La explosión de la blusa ajustada y el clamor que se
intuye al soltarse el broche que mantiene todo aquello en su sitio es el
punto crucial, el semáforo verde.
Sabemos que habrá
poco tiempo y él empieza a correr. El vello de punta y comparto su anhelo
bajo la falda ceñida mientras ella le para, sin nervio, la mano,
indicando tal vez hacia a mí.
La respiración es
cada vez más intensa, llenando, seguro, el espejo de vaho.
Me tiemblan las
piernas y el tiempo se acaba. Los jadeos se van acallando, el momento de fuego
va llegando a su fin, en mi frente el sudor se acumula en pequeñas gotitas que
limpio poniendo atención de no hacerlo notar.
Con el toque
estudiado el pequeño habitáculo empieza a temblar y doy marcha al motor,
simulando un peligro.
Subimos y un
gran ajetreo en la parte de atrás.
No consigo eludir la
sonrisa, siempre me ha encantado esta parte: cremalleras que cierran,
cinturones que aprietan, zapatos que entran y dignidades que vuelven a ocupar
su lugar. ¡Aquí no ha pasado nada!
La velocidad
disminuye y las puertas se vuelven a abrir, un billete de cincuenta
se desliza inconsciente en mi bolsillo izquierdo mientras el vicepresidente de
la A.U.T. sale en la planta seis, ajustando el peluquín en el centro de su
calva.
Ella permanece de
espaldas a mí y se arregla la horquilla del pelo, estira las medias y
endereza la falda torcida sonriendo a su imagen en el espejo.
Planta diez.
—Gracias, Pedro, como
siempre en el momento perfecto. ¡Qué haría yo sin ti! —Y sale despacio pasando
su dedo por mi nuca.
La
admiro alejarse en equilibrio perfecto sobre unos finos tacones de aguja
con ese particular movimiento de cadera que nunca podré
olvidar, si yo te contara...
Sonrío y
cerrando las puertas me apoyo
en el panel de madera que reviste mi “noble despacho”,
este es mi momento.
Noto su presencia, sé
que está ahí esperándome como todos los días y aprovecho el momento. Me acerco
al espejo y la veo, tomo aire y poyo mi boca en la marca de
labios perfecta dejada por ella, con amor verdadero, solo
para mí y después dejo limpio el espejo.
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