Un alma solitaria vagaba por el paseo.
Sin rostro. El sombrero ocultaba sus ojos y su imagen se difuminaba en el lugar.
Las nubes, que se habían formado mar adentro lentas y pacientes, avanzaban ahora intrépidas, resueltas a interpretar su papel en el escenario de la vida. Aparecían a la hora prevista.
El sonido del mar hacía viajar al anciano a tiempos lejanos y, según contaba, la voz de ella llegaba nítida a su cabeza tras el romper de la ola.
Hace años, decía, oía la voz más clara, pero el pasar del tiempo había ido debilitando su fuerza como lo hacen las olas con las piedras de la playa para convertirlas poco a poco en granos de arena.
De repente, el viento paró expectante y las luces dejaron de parpadear.
El anciano se subió el cuello del abrigo y una lluvia fina hizo su aparición estelar en el tablao de la vida, ágil, alegre, coqueta, danzando al son de su propio taconeo rodeada por un silencio absoluto.
En el escenario solo la música instrumental. Los frágiles arbustos de las dunas daban palmas entonando un canto a la vida. Un cante hondo que salía de lo más profundo de sus raíces para acompasar el baile del agua que lo abarcaba todo, transformando el lugar en el más bello de los teatros.
El anciano se alejó como el compositor que deja la escena al ver que el director ha sabido interpretar su deseo, y desapareció, arropado por sus recuerdos y consciente de que para todos los males, hay dos remedios: el tiempo y el silencio.
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