Auguste escucha la trifulca originada en la mesa de al lado disimulando una sonrisa gracias a su poblado bigote.
Solía frecuentar esos sitios populares que olían a
vinacho con Pierre, su amigo de la infancia.
—¡Setenta y ocho años…y te puedo tumbar a vinos
cualquier día de estos! A mí, que luché en Portugal después de recorrer toda
España… ¿me vas tú a decir que no sé lo que digo?
—¡Y la vuelta… corriendo con los españoles detrás! ¿No
es así?
—¡Tu es un
idiot, un cuillon!
Los parroquianos ríen y el tabernero llena de nuevo
los vasos diciendo:
—Invita el señor del mostacho.
El anciano se gira.
—¡Usted sabe qué tengo razón! ¿Verdad, señor?
—No he podido escuchar toda la discusión… pero lo que
pueda contar un hombre como usted, ha de ser cuando menos… interesante.
—¡Ya lo veis! —Dice el viejo levantando su copa y brindando
por Napoleón.
El anciano, tambaleándose y con el vaso vacío en la
mano, se dirige a la mesa de Auguste.
— ¡Es nuestro deber conocer al menos el nombre de quien
invita a una ronda!
—Me llamo Auguste Escoffier ¡pero siéntese o perderá
el equilibrio!
—¿Escoffier? ¡¿El dueño del Faisan D’Or?! —pregunta el
tabernero interrumpiendo el llenado de vasos.
—Sí señor.
—¡Qué honor recibir a un cliente tan distinguido!
—¿Del Faisán de que…? —pregunta el veterano.
—Es un restaurante —contesta Auguste sin darle
importancia.
—¡Uno de los más famosos de Francia! —añade el
tabernero.
—¿Un restaurante? ¡Entonces voy a hacerle un regalo! Iremos
a mi casa y se lo daré. ¡Un buen cocinero como usted sabrá sacarle buen partido!
Auguste vuelve a sonreír y piensa que hacía tiempo que
no le llamaban cocinero.
El viejo vacía el vaso y dice de un tirón:
— Faisán relleno de trufa y de hígado de pato con
reducción de vino oloroso… ¿Qué le parece?
Al restaurador se le atraganta el vino mientras los hombres de la mesa de al lado debaten ya sobre
un nuevo argumento.
—¡Cómo dice?
—¿Le parece interesante… Ehh? ¡Y a ver qué opina de
esto: perdices escabechadas con trufas al modo de Alcántara!
El tabernero vuelve a la mesa con otra jarra de vino.
—Este es el mejor caldo que tengo. ¡Invita la casa!
El veterano paladea el líquido chasqueando la lengua
mientras su nariz toma un tono violáceo.
—No crea que no sé reconocer cosas valiosas… ¡Vaya que
si las reconozco!
Auguste mira a Pierre que levanta las cejas al tiempo
que hace un movimiento con los hombros, y después vuelve a dirigirse al anciano.
—¿Faisanes y perdices… con vino oloroso?
—¡Sí! Es una historia muy larga que lograré contar con
la ayuda de otro vaso de vino.
Pierre arrastra su copa sobre la mesa hasta dejarla
delante del hombre.
—Era el invierno de 1807. Hace muchos años de ello —comienza
a contar el viejo—, acampábamos a los
pies de un pueblo, Alcántara, cerca de
la frontera con Portugal. ¡Españoles… gente esquiva! Nos miraban con odio. Yo
servía a las órdenes del general Junot, ¡menudo patán!
Durante unos momentos, el hombre permanece pensativo.
—La lluvia caía sobre nosotros sin tregua desde hacía
cuatro días, quedamos empapados. Las municiones estaban mojadas y los cartuchos
hechos un asco.
El hombre levanta la copa pero Auguste le agarra el
brazo.
—Siga con la historia…después beberá.
Al viejo se le ensombrece la mirada pero continúa
relatando.
—Encontramos pólvora en los pueblos de al lado, eso
fue fácil, lo difícil fue dar con el papel para liar los cartuchos. A Junot se
le ocurrió buscar en un convento cercano. ¡Recuerdo las caras de los frailes al
vernos arramplar con todos sus manuscritos! Pobres… Esa noche, cuando
enrollábamos cartuchos logré salvar un pequeño cuaderno escondiéndolo en la
pechera. ¿Puedo beber ahora?
—Dígame —pregunta Auguste, fascinado por lo que estaba
oyendo— ¿Qué era ese cuaderno?
El anciano vuelve a poner el vaso sobre la mesa
pasándose la lengua seca por los labios cuarteados.
— No supe de qué se trataba hasta mi llegada a casa,
aquí, en Cannes. No podía leerlo entonces. Ahora ya sí. Un librero que no se
había enrolado, se prestó a traducir el cuaderno. Era conocido de mi mujer y aun
no entiendo a cambio de qué me hizo ese favor, si recuerdo bien… no me debía nada. En fin, ¡a lo que vamos!...
Eran recetas de los frailes del monasterio de Alcántara.
El veterano agarra el vaso como una lagartija agarra
una mosca, y se lo lleva a los labios para tragar el contenido de un sorbo.
Años después el famoso chef Escoffier comenta, en una
entrevista, que esas recetas fueron “el mejor trofeo,
la única cosa ventajosa que sacó Francia de aquella guerra”.
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