—Señoras y señores, queridos oyentes, son las once, las diez en las islas
Canarias —dice el locutor, toma aire y sigue.
Ese día, el programa se realizaba desde Muchopán, pueblo en el cual unos
insólitos acontecimientos habían terminado por dividir en dos frentes a la
población, y llegaba el momento de afrontar el tema.
—Señor Marín, el Bola, presidente de la peña Los Tercios ¿podría exponernos
brevemente los hechos?
—¡Sí señor! —contesta y repiquetea con los dedos sobre el estómago—
Nuestras mujeres han perdido la cabeza.
La señora Ramírez, Marrusquia, presidenta de la peña Con un par de tacones,
aparta a su paisano y se acerca al altavoz.
—¡Nuestros hombres nos quieren robar!
El Bola chasca la lengua y sonríe al presentador.
—¡Convendrá que eso es injusto, don Carlos! Los hombres proponemos un
reparto del premio porque el boleto ganador se compró con fondos familiares.
—¡Trae acá! —grita la Marrusquia adueñándose del micrófono y alzando la voz
por encima de los vítores del público— Ten la decencia de contar las cosas como
son: en el pueblo existía solo la peña de los Tercios, nada que ver con la de
Flandes aunque ahí tampoco podían entrar más que hombres. ¡Eso es inadmisible
en el siglo XXI, don Carlos! así que peleamos y los zopencos del ayuntamiento
nos cedieron un local porque los hombres se empecinaban en mantener sus normas.
—¡Pues ya estábamos en paz!
—¡Era el antiguo lavadero público! sin paredes ni ventanas ni puertas…
—contesta la mujer mirando al contrincante con ojos entornados.
—¡Y bien fresquitas que estabais!
El presentador mira al guardia de seguridad y luego observa a una señora
que levanta la mano desde el fondo de la sala.
—¿¡De dónde íbamos a sacar dinero para reformarlo!? —gritan desde el
público.
—¡Pues de la lotería! —continúa Marrusquia— Y tuvimos suerte. Todo el mundo
era feliz hasta que llegó el momento de la verdad. Nadie sabía qué había puesto
cada cuala y el premio no se podía repartir por mucho berrinche que
cogieran los hombres.
—¡Cuenta, cuenta lo que hicisteis con la pasta…! —increpa el Bola.
—Restaurar el lavadero…
—¡Y poner un yacusi en el pilón, una sauna en el secadero y una sala de
masajes para perder molla de la retaguardia!
—¡Nosotras lo merecemos! —gritan desde el público— Y vosotros ¿acaso no
disfrutáis de una tele gigante y del canal para el futbol, pagado con dinerito
de las familias?
—¡No compares, mujer, lo nuestro es pasión! —contesta el Bola—¿Y qué me
dices del pueblo? ¿Os dais cuenta de cómo ha cambiado?
—¿A qué te refieres? ¿A qué los jóvenes han vuelto de la ciudad? ¡pues mira
qué bien! —conviene una mujer sentada en primera fila.
—Y los veraneantes se han establecido en los chaletes todo el año y ¡no
cabemos en la taberna, por Dios! —contesta un hombre tomando la palabra—
Además, la venta de camas individuales se ha disparado porque unos y otras ya
no se hablan. ¡Creo que las de Con un par de tacones se están pasando de altas!
La Marrusquia se levanta y mantiene los puños cerrados.
—Interrumpimos el debate —dice el entrevistador a toda prisa— para ceder la
palabra a alguien del público que parece deseoso de intervenir. Señora…
—¡A lo hecho, pecho! —grita la mujer levantando un dedo acusador—Hemos
ganado la revancha con lo del lavadero y está bien. Pero ahora ha llegado el
momento de mirar hacia el futuro, y lo dice alguien que de eso le queda poco.
La mujer avanza muy recta en su silla de ruedas, sin mirar a nadie a la
cara.
—¡A ver qué le parece, don Carlos!— dice después de dejar un fardo de tela
anudada sobre la mesa.
—¡Vaya! —dice el locutor— una hogaza como las de antaño, y ¡qué perfume a
tiempos pasados! Señora, acabo de volver a la infancia…
—Eso era lo quería oír, porque aquí se está perdiendo la cordura. Con el
dinero sobrante se podría abrir la vieja tahona de mi Anselmo que en paz
descanse. Se daría trabajo a los parados y buen pan a la gente de bien. Y, por
si suenan las campanas, aprovecho la oportunidad para darnos a conocer en la
comarca—y acercándose al micro grita— ¡con un par de tercios, el pan de la
abuela, en su horno de Muchopán!
Tras unos segundos de titubeo El Bola y La Marrusquia se dan la mano, el locutor da paso a la publicidad y en la sala se contagian los
aplausos.
Como es habitual en tí, un relato lleno de humor y con tu inconfundible estilo narrativo. Ojalá todas las diferencias se resolvieran amistosamente, como en este caso.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola, Paola.
ResponderEliminarSigo el hilo de Josep Maria, y sí, ojalá todas las diferencias se resolvieran de esta manera. Por lo menos la última voz, fue la más sensata de todas.
Un relato que te hace sentir como un espectador más.
Un abrazo, y feliz fin de semana.
Hola
ResponderEliminar